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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

La corona de hierba (9 page)

—Como quieras, Marco Aurelio —contestó Rutilia, tragándose la indignación—. ¿Te parece bien, hija?

—Sí —respondió malhumorada Aurelia.

Naturalmente, Publio Rutilio Rufo sucumbió al increíble encanto del pequeño César, le pareció maravilloso y le faltó tiempo para comentárselo a la madre.

—Desde que rechazaste todas las criadas que tus padres te habían elegido y volviste a casa tú sola con Cardixa, nadie me había gustado tanto —dijo sonriente—. ¡En aquel entonces pensé que eras una perla sin igual! Y ahora veo que mi perla ha engendrado no un rayo de luna, sino una rodaja de sol.

—¡Déjate de coba lírica, tío Publio! No es eso lo que quería que vieras —replicó la madre nerviosa.

Pero Publio Rutilio Rufo consideró que era primordial que Aurelia lo entendiese y se sentó con ella en un banco del patio de luces que se abría en el centro de la
insula
. Era un rincón delicioso, dado que el otro vecino de la planta baja, el caballero Cayo Matio, tenía un talento para la jardinería rayano en la perfección. Aurelia llamaba a aquel patio «mis jardines colgantes de Babilonia», pues había plantas que caían de los balcones de los pisos y las enredaderas del suelo habían trepado hasta arriba con el transcurso de los años. Y, como era verano, el perfume de las rosas, alhelíes y violetas embargaba el recinto y se veían flores y capullos de todos los colores.

—Querida sobrinita —dijo Publio Rutilio Rufo muy serio, cogiéndole las manos y obligándola a que le mirara a los ojos—, debes procurar ver lo que yo veo. Roma ya no es joven, aunque con ello no quiero decir que esté chocheando. Pero figúrate… doscientos cuarenta y cuatro años de monarquía y cuatrocientos once años de república. Hace seiscientos cincuenta y cinco años que existe Roma y cada vez es más poderosa. Pero ¿cuántas de las viejas familias siguen dándole cónsules, Aurelia? Los Cornelios, los Servilios, los Valerios, los Postumios, los Claudios, los Emilios, los Sulpicios, los Julios… no han engendrado un cónsul en casi cuatrocientos años, aunque creo que en esta generación accederán a la silla curul varios Julios. Los Sergios son tan pobres que se han visto obligados a obtener dinero mediante el cultivo de ostras, y los Pinarios están tan arruinados que harían cualquier cosa por enriquecerse. Entre la nobleza plebeya las cosas están mejor que entre los patricios. Pero considero que si no nos andamos con cuidado, Roma será finalmente de los hombres nuevos, personas sin antepasados, hombres que no se consideran vinculados a los orígenes de Roma y a quienes, por consiguiente, les da igual el porvenir de Roma.

»Aurelia —añadió, apretando más sus manos—, tu hijo es de la estirpe más antigua e ilustre. Entre las familias patricias que sobreviven, sólo los Fabios pueden compararse con los Julios, y los Fabios han tenido que adoptar hijos durante tres generaciones para ocupar la silla curul. Los que de ellos son Fabios auténticos son tan raros que se ocultan a las miradas de los demás. Por el contrario, tu pequeño César pertenece a un antiguo patriciado con toda la energía e inteligencia de un hombre nuevo. Es una esperanza para Roma, una promesa de una clase que yo no me esperaba. Porque, para que sea aún más poderosa, creo que Roma debe estar gobernada por los de sangre noble. Esto no podría comentárselo nunca a Cayo Mario, al que quiero por mucho que lamente su actuación. Cayo Mario, a lo largo de su fenomenal carrera ha hecho más mal a Roma que medio centenar de invasiones germánicas. Las leyes que ha abolido, las tradiciones que ha deshecho, los precedentes que ha creado… los hermanos Graco eran al menos de la vieja nobleza y atajaron lo que consideraron perjudicial para Roma con cierto vestigio de respeto por el
mos maiorum
, los criterios no escritos de nuestros antepasados. Cayo Mario, por contra, ha lesionado ese
mos maiorum
dejando a Roma a merced de muchas clases de lobos, seres que no guardan relación alguna con la clase de animal que amamantó a Rómulo y Remo.

Impresionante en su belleza, con sus grandes y luminosos ojos clavados con pesadumbre en el rostro de su tío, Aurelia ni notaba la fuerza con que Publio Rutilio Rufo retenía sus manos, pues así se le ofrecía algo a qué agarrarse, una guía por aquel mundo ignoto que ella exploraba con el pequeño César.

—Tienes que apreciar lo que significa tu pequeño y hacer lo que esté en tu mano para que entre con pie firme en el camino de la preminencia. Debes imbuirle un propósito que sólo él puede lograr: preservar el
mos maiorum
y renovar el vigor de lo de antaño, de la sangre ancestral.

—Comprendo, tío Publio —dijo Aurelia con seriedad.

—¡Estupendo! —exclamó él, poniéndose en pie y haciendo que se levantara— Mañana, a la hora tercia, vendré con otra persona a verte. Que esté también el niño.

Y así fue como el niño Cayo Julio César hijo fue confiado al cuidado de Marco Antonio Cnifo, un galo de Nemausus cuyo abuelo había pertenecido a la tribu de los Saluvios y había cazado cabezas con sumo placer durante las innumerables incursiones rápidas que realizaban contra los habitantes helenizados de la costa de la Galia transalpina, hasta que él y su hijo fueron capturados por un grupo de masiliotas. Vendido como esclavo, el abuelo no tardó en morir, pero el hijo era lo bastante pequeño para superar la transición de bárbaro cazador de cabezas a sirviente doméstico de una familia griega; luego resultó ser un muchacho listo, capaz de casarse y crear una familia, una vez ahorrado lo suficiente para comprar su libertad. Había elegido por mujer una muchacha griega de origen masiliota y modesta cuna, cuyo padre había dado su aprobación pese a la descomunal estatura y el rojo cabello del pretendiente. Así, su hijo Cnifo se había criado libre y pronto demostró que había heredado la predisposición intelectual del padre.

Cuando Cneo Domicio Ahenobarbo creó una provincia romana en la costa de la Galia transalpina bañada por el Mediterráneo, se había llevado consigo a un Marco Antonio entre sus principales legados, y aquel Marco Antonio se había valido de los servicios como intérprete y escriba del padre de Cnifo. Así, al concluir favorablemente la guerra contra los arvernios, Marco Antonio había obtenido la ciudadanía romana para el padre de Cnifo en agradecimiento, ya que la generosidad de los Antonios siempre había sido proverbial. Liberto en la época en que Marco Antonio le había empleado, el padre de Cnifo quedó absorbido en la tribu rural de Antonio.

El pequeño Cnifo demostró precozmente su vocación de enseñante, así como su interés por la geografía, la filosofía, las matemáticas, la astronomía y la ingeniería. Por ello, después de ser revestido con la toga viril, su padre le puso en un barco y le envió a Alejandría, el centro cultural del mundo. Allí, en los claustros de la biblioteca, se dedicó al estudio bajo los auspicios del mismísimo Diocles, el bibliotecario.

Pero había pasado la época de esplendor de la biblioteca y ya no la regían bibliotecarios de la calidad de un Eratóstenes; por eso, cuando Marco Antonio Cnifo cumplió veintiséis años decidió instalarse en Roma para dedicarse a la pedagogía. Comenzó desempeñando las funciones de
grammaticus
y enseñando retórica a los jóvenes; luego, algo cansado de la actitud de la juventud noble romana, abrió una escuela para niños, que tuvo un éxito inmediato y pronto le permitió cobrar altos precios. No pasaba apuros para pagar el alquiler de dos habitaciones grandes en un tranquilo sexto piso de una
insula
alejada del apiñamiento del Subura, más otras cuatro habitaciones en un piso más arriba en el mismo palacio del Palatino, como vivienda propia y alojamiento para sus cuatro valiosos esclavos, dos de los cuales atendían sus necesidades privadas, sirviéndole los otros dos de ayudantes en las clases.

Cuando Publio Rutílio Rufo pasó a verle, Cnifo se echó a reír y le manifestó que no tenía intención alguna de renunciar a su beneficioso negocio para hacer de nodriza. Rutilio Rufo le ofreció un contrato en toda regla en el que se incluía una lujosa vivienda en una
insula
del Palatino todavía mejor y más dinero del que le procuraba la escuela. Pero Marco Antonio Cnifo volvió a negarse.

—Ven, al menos, a ver al niño —insistió Rutilio Rufo—. Serías un necio negándote a ver un cebo como el que se te propone.

Al conocer al pequeño César, el maestro cambió de idea.

—No lo hago porque se trate de quien se trata, ni por su extraordinaria inteligencia —le dijo a Publio Rutilio Rufo—. Me comprometo a ser tutor del pequeño César porque me gusta mucho y… temo por su futuro.

—¡Demonio de niño! —dijo Aurelia a Lucio Cornelio Sila cuando éste pasó a verla en septiembre—. La familia hace colecta para reunir el dinero y pagarle un magnífico pedagogo, ¿y qué sucede? ¡Que el pedagogo sucumbe a su encanto!

—Hummm —farfulló Sila, que no había ido a oír una letanía de quejas sobre el retoño de Aurelia. Los niños le aburrían por muy listos y encantadores que fuesen; ya era un misterio que los suyos no le aburrieran. No, él visitaba a Aurelia para decirle que se iba.

—Así que tú también me dejas —dijo ella ofreciéndole uvas del huerto del patio.

—Y me temo que muy pronto. Tito Didio quiere embarcar las tropas hacia Hispania y la mejor época para ello son los primeros días de invierno, cuando soplan vientos propícios. Pero yo iré antes por tierra para preparar la llegada.

—¿Te cansa Roma?

—¿No te sucedería a ti lo mismo de estar en mi caso?

—Oh, sí.

—¿Aurelia, no voy a conseguirlo! —exclamó, rebulléndose inquieto y apretando los puños.

—¿Bah! —replicó Aurelia riendo—. Eres la encarnación del caballo de octubre, Lucio Cornelio; ya verás cómo lo consigues algún día.

—Espero que no sea tanto —añadió él, también riendo—. Me gustaría conservar la cabeza sobre los hombros… no como el pobre caballo de octubre. Me pregunto por qué será así… Lo malo de todos nuestros rituales es que son tan antiguos que ni se entiende el lenguaje en que se murmuran los rezos, y no hablemos ya del porqué de esa costumbre de uncir parejas de caballos de guerra a los carros para hacer carreras y luego sacrificar a los de la derecha del equipo vencedor. Y lo de luchar por la cabeza… —Había tal luminosidad, que sus pupilas se contrajeron hasta convertirse en dos rendijas que le hacían parecer un profeta ciego; la mirada que le dirigió estaba cargada de profético dolor, no de una pena pasada o presente, sino causada por el conocimiento del futuro—. ¡Aurelia, Aurelia! —exclamó—. ¿Por qué no consigo ser feliz?

—No lo sé, Lucio Cornelio —respondió ella con el corazón en un puño, clavándose las uñas en la palma de las manos.

—Yo tampoco.

—Creo que debes ocuparte en algo —añadió ella, pensando en la inutilidad de darle sanos consejos; pero ¿qué otra cosa podía hacer?

—¡Ah, desde luego! —replicó él, irónico—. Cuando estoy ocupado no me queda tiempo para pensar.

Estaban sentados en el salón de visitas a lo largo de la pared baja del jardín del patio, separados por una mesa, las uvas rojas y orondas y un plato. Cuando cesó en su charla, Aurelia siguió mirándole, pese a que él había desviado los ojos. ¡Qué atractivo es!, pensó, sintiendo una súbita punzada de conmiseración, que ella generalmente lograba mantener a nivel inconsciente. Tiene la boca como mi esposo y es muy guapo. Guapo. Guapo…

Sila la miró de pronto a los ojos y ella enrojeció. Su rostro cambiaba, pero era difícil decir en qué… sí, parecía más él. Y alargó la mano para coger la suya, animado por una sonrisa hechicera.

—Aurelia…

Ella se soltó de su mano, contuvo la respiración y sintió que la invadía un vértigo.

—¿Qué, Lucio Cornelio? —atinó a decir.

—¡Amémonos!

Aurelia tenía la boca seca; necesitaba tragar para no desmayarse, pero no podía; y los dedos de él, entrelazados a los suyos, eran como las últimas fibras de una vida que se escapa y que no podía soltar por no perecer.

Lo que posteriormente no se explicaría es cómo había dado la vuelta a la mesa; simplemente vio su rostro próximo al suyo, el brillo de sus labios, el tornasol de aquellos ojos jaspeados como mármol pulimentado. Fascinada, vio el pálpito de un músculo en su brazo derecho y sintió que, más que temblar, vibraba, vencida, perdida…

Cerró los ojos, a la espera, y sintió la boca de él en la suya, y le besó como si hubiese estado hambrienta de amor toda la eternidad, impulsada por una emoción más arrasadora de lo que hubiera podido imaginar, aturdida, aterrada, exaltada, carbonizada.

Transcurrió un instante y de nuevo se vieron separados por el espacio, Aurelia estaba de espaldas contra el llamativo mural de la pared, como queriendo perder corporeidad, y Sila junto a la mesa, jadeante, con el sol incendiándole el pelo.

—¡No… puedo! —exclamó ella con un grito sordo.

—¡Pues ojalá no vuelvas a sentirte en paz!

Decidido, en medio de aquella colérica vorágine, a no hacer nada que pudiera provocar hilaridad en ella, recogió con augusto ademán su toga, caída en el suelo, y, con pasos inexorables que denotaban que jamás volvería, salió de la casa como si hubiese obtenido una victoria.

Pero no le satisfacía la victoria y estaba furioso de su derrota; siguió caminando hasta su casa con tal furia que todos se apartaban a su paso. ¡Cómo se atrevía! ¡Cómo osaba permanecer sentada con la lujuria en los ojos, provocándole para que la besara… de aquel modo, y luego decirle que no podía! Como si no lo hubiera deseado tanto como él. Habría debido matarla, retorcerle el esbelto cuello, o verla descomponerse por efecto de algún veneno, ver aquellos ojos violeta abotagarse mientras sus manos se cerraban en torno a la garganta. Matarla, matarla, matarla, matarla, le decía la voz del corazón, la sangre que hinchaba las venas de su frente y de sus sienes. Matarla, matarla, matarla. Y lo peor de aquella inmensa furia era que sabía que era tan incapaz de hacerlo como lo había sido con Julilla, con Elia, con Dalmática. ¿Por qué? ¿Qué tenían aquellas mujeres que no tuvieran Clitumna y Nicopolis?

Al verle entrar en el vestíbulo de aquel modo, los criados se dispersaron, su esposa se retiró sin decir nada a sus aposentos y la casa entera se encogió enmudecida. En el despacho, fue directamente al templete de madera en el que guardaba la máscara mortuoria de su antepasado el
flamen dialis
y abrió el cajoncito oculto en la peana. El primer objeto con que tropezaron sus trémulos dedos fue un frasquito; allí lo tenía, en la palma de la mano, con su blanco contenido preso en el vidrio verdoso. Lo estuvo mirando durante un buen rato; mirándolo.

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