—Por eso no se ven más pueblos —dijo el guía—. Aquí hace frío y el buen tiempo dura poco, por eso la gente excava la vivienda en esas torres de piedra, que en verano son frescas y en invierno calientes. ¿Para qué van a construir casas si ya se las da la Gran Diosa?
—¿Cuánto tiempo hace que viven en esas casas de piedra? —inquirió Mario, fascinado.
—Desde que existe el hombre —contestó el guía, que lo ignoraba—. En Cilicia decimos que los primeros hombres llegaron de Capadocia y ya entonces vivían así.
Seguían cabalgando por aquellos barrancos llenos de torres, cuando Mario comenzó a otear la montaña; estaba casi aislada y era la más alta que él había visto, más alta que el monte Olimpo de Grecia, incluso más alta que las de la cordillera que bordea la Galia itálica. El macizo principal era cónico, pero tenía otros conos menores en las laderas y estaba totalmente cubierta de nieve, que brillaba bajo un cielo límpido. Naturalmente sabía de qué montaña se trataba: era el monte Argacus, descrito por los griegos y que sólo unos pocos occidentales habían visto. Y sabía que a sus pies estaba Eusebia Mazaca, la única ciudad de Capadocia y sede del rey.
Lamentablemente, viniendo de Cilicia se aproximaban a la montaña por el lado desde el que no se podía ver la ciudad, situada al norte a la orilla del Halis, el gran río rojo de Anatolia central, río que era el mejor medio de comunicación de Mazaca.
Poco después de mediodía Mario avistó las edificaciones apiñadas detrás del monte Argacus, y estaba a punto de lanzar un suspiro de alivio cuando se dio cuenta de que estaban entrando en un campo de batalla. ¡Que extraordinaria sensación cabalgar por un terreno en el que habían luchado y perecido miles de hombres pocos días antes, sin tener noticia de que hubiera habido una batalla! Por primera vez en su vida, Cayo Mario, vencedor de Numidia y de los germanos, cruzaba como observador un campo de batalla.
Sentía picor, escozores y calor, pero continuaba cabalgando hacia la pequeña ciudad sin preocuparse mucho. No habían hecho nada por limpiar aquella extensión y por doquier se veían cadáveres hinchados en descomposición, desprovistos de armadura y ropa, y en la hedionda atmósfera sólo campaban nubes de moscas. El guía lloraba y los dos esclavos habían enfermado, pero Cayo Mario seguía cabalgando como si nada, atento a descubrir algo menos atroz; el campamento de un ejército vivo y victorioso. Y allí estaba, a tres millas al noreste, un mar enorme de tiendas de cuero bajo un tenue palio azulado de los innumerables fuegos.
Mitrídates. No podía ser otro. Y Cayo Mario no cometió el error de pensar que el ejército de cadáveres era el de Mitrídates. No; el suyo era el indemne y victorioso, porque aquel terreno por el que cabalgaba estaba lleno de capadocios; miserables habitantes de cuevas en la roca, pastores nómadas y probablemente —se dijo, recobrando su sentido práctico— también cadáveres de mercenarios sirios y griegos. ¿Dónde estaría el pequeño rey? No había necesidad de preguntarlo. No se había presentado en Tarsos ni había contestado a las cartas porque había muerto. Igual que los correos, sin duda alguna.
Quizá otro hombre habría vuelto grupas, alejándose precipitadamente con la esperanza de que no hubiesen detectado su llegada; pero no Cayo Mario. Por fin había dado con el rey Mitrídates Eupator, aunque fuera de su reino. Y lo que hizo fue azuzar en los flancos a su cansada montura para apresurar el encuentro.
Cuando se dio cuenta de que no había guardia y no habían detectado su avance, que nadie le salía al paso al cruzar la gran puerta de la ciudad, Mario quedó asombrado. ¡Qué seguro debía de sentirse el rey del Ponto! Deteniendo la sudorosa cabalgadura, atisbó los bloques en ascenso de las calles en busca de una acrópolis o ciudadela y vio en la ladera, detrás de la ciudad, lo que dedujo sería el palacio: un edificio en piedra blanda poco resistente al mordisco de los vientos invernales, pues estaba enlucida y pintada de azul oscuro, en el que destacaban las columnas de color rojo fuerte y con capiteles en rojo aún más oscuro, realzados por relucientes dorados.
¡Allí debe de estar!, se dijo Mario. Hizo entrar al caballo por una de las estrechas calles en cuesta, orientándose hacia el palacio, que circundaba una tapia pintada de azul y asomaba en medio de unos jardines desnudos. La primavera se hace esperar en Capadocia, pensó, lamentando que el joven Ariarates no hubiera alcanzado a verla. Era evidente que las gentes de Mazaca se habían escondido, pues las calles estaban desiertas, y cuando llegó a la puerta del recinto de palacio se la encontró sin guardia alguna. ¡Sí que se sentía seguro Mitrídates!
Dejó el caballo en manos de los criados que había al pie de la escalinata de la puerta principal, una doble puerta de bronce cincelado con relieves representando escenas del estupro de Perséfone por Hades, con increíble lujo de detalles. Disponía del tiempo que quisiera para fijarse en aquellas repugnantes bufonadas y se detuvo un momento a la espera de que contestasen a su atronadora llamada. Finalmente, oyó crujir y chirriar la puerta y se abrió una de las hojas.
—¡Sí, sí, ya he oído! ¿Qué deseáis? —preguntó un anciano en griego.
Mario sintió en lo más profundo de su ser unas ganas incontenibles de echarse a reír y habló con voz temblona, casi burlona.
—Soy Cayo Mario, cónsul de Roma. ¿Está el rey Mitrídates?
—No —contestó el viejo.
—¿Y se le espera?
—Sí, antes de que anochezca.
—¡Estupendo! —dijo Mario cruzando la puerta y entrando a una vasta sala, que sin lugar a dudas era el salón del trono o de recepción, haciendo gesto a sus servidores para que le siguieran—. Necesito alojamiento para mí y estos tres hombres. Hemos dejado los caballos fuera, necesitan ser conducidos al establo. Para mí, un baño caliente ahora mismo.
Cuando supo que llegaba el rey, Mario, revestido con la toga, salió al pórtico del palacio y aguardó solo en lo alto de la escalinata. Por las calles de la ciudad se veían avanzar tropas de caballería al paso, bien montadas y bien armadas; llevaban escudos rojos con el emblema de una luna creciente ciñendo una estrella de ocho puntas, vestían túnica roja sobre corazas de plata sin cincelar y cascos cónicos, rematados no por plumas o crines de caballo, sino por un creciente de oro en torno a una estrella de plata.
El rey no encabezaba el cortejo y era imposible distinguirlo entre aquellos centenares de soldados. Quizá no le preocupe que no haya guardia en palacio cuando él no está, pensó Mario, pero desde luego, cuida bien de su persona. El escuadrón cruzó la puerta y llegó hasta la escalinata, en medio del curioso ruido que hacen los cascos sin herrar, lo que a Mario le hizo recordar que el Ponto era un país no lo bastante desarrollado para disponer de herreros para las monturas. Naturalmente, él era perfectamente visible y permanecía majestuosamente envuelto en su toga bordada en púrpura varios pies por encima de aquella tropa.
El escuadrón abrió filas y el rey Mitrídates Eupator salió del centro en un gran caballo bayo. Llevaba una capa púrpura, igual que el escudo que portaba su escudero, aunque con el mismo emblema del creciente y la estrella. Pero él no llevaba casco, sino que se tocaba con una piel de león, cuyos colmillos superiores le rozaban las cejas, con las orejas erguidas y las cuencas de los ojos vacías. Por debajo de la coraza dorada llena de adornos y la faldilla de tiras asomaba otra faldilla y las mangas de una malla dorada; calzaba unas preciosas botas griegas de piel de león con cordones de oro y borlas en forma de cabeza de león.
Mitrídates bajó del caballo y se detuvo al pie de la escalinata, mirando a Mario desde una posición inferior que en absoluto parecía complacerle. Pero reaccionó inteligentemente y en seguida comenzó a ascenderla. Debe tener la misma contextura y estatura que tenía yo, pensó Mario. No era guapo, aunque su rostro era agradable, bastante ancho y cuadrado, con barbilla redonda prominente y nariz grande, ligeramente torcida. Era de tez clara, con destellos de cabello dorado y patillas que asomaban por debajo de la cabeza de león, y ojos castaños; la boca, pequeña y de labios muy rojos, daba a entender que el rey era colérico y malhumorado.
Vamos, ¿cuándo habrás visto antes a alguien con
toga praetexta
?, se dijo Mario, repasando mentalmente lo que sabía del rey, sin recordar ninguna ocasión en que hubiera podido verla, ni siquiera una
toga alba
. Porque Mitrídates no había dejado traslucir ninguna duda de que no hubiese identificado a un consular romano, de eso estaba seguro Mario, pues la experiencia le decía que los que no habían visto nunca la vestidura siempre quedaban fascinados, aunque la conocieran por referencias. ¿Donde has visto tú un cónsul?
El rey Mitrídates Eupator acabó de ascender con soltura la escalinata y, ya en lo alto, tendió la mano derecha con arreglo al gesto universal de paz. Se estrecharon la mano, y ambos fueron lo bastante inteligentes para no convertir la ceremonia en una pugna de fuerza.
—Cayo Mario —dijo Mitrídates, en un griego con igual deje que el de Mario—, es un inesperado placer.
—Rey Mitrídates, ojalá pudiera decir lo mismo.
—¡Pasad, pasad! —dijo el monarca, cordial, echando un brazo por encima de los hombros de Mario y empujándole hacia la puerta entreabierta—. Espero que la servidumbre os haya hecho sentir cómodo.
—No puedo quejarme, gracias.
Una docena de miembros de la guardia real se les adelantaron en el salón del trono, cerrando el cortejo otros doce. Revisaron todos los rincones y recovecos y la mitad de ellos salió para seguir registrando el resto del palacio, mientras los que quedaban no apartaban la vista de Mitrídates, quien se dirigió al trono de mármol con cojín púrpura y tomó asiento, chascando los dedos para que colocasen al lado un sillón para Cayo Mario.
—Os ¿an ofrecido refrescos? —Inquirió el rey.
—He preferido tomar un baño —contestó Mario.
—Pues ¿qué os parece si cenamos?
—Bien. Pero ¿por qué no lo hacemos aquí mismo, a menos que deseéis otra compañía? No me importa comer sentado.
Dispusieron, pues, una mesa entre ambos, trajeron vino y un sencillo plato de ensalada… yogur mezclado con ajo y pepino y unas sabrosas albóndigas de cordero a la parrilla. El rey no hizo ningún comentario respecto a la sencillez de la comida, sino que se dedicó a dar cuenta de ella con voracidad, igual que Mario, hambriento por el viaje.
Sólo una vez que hubieron acabado, y ya retirados los platos, se dispusieron a hablar. Afuera aún se veía un crepúsculo añil de ensueño, pero el salón del trono había quedado a oscuras; los aterrados criados iban de lámpara en lámpara, creando puntos de luz con una llamita temblona debido a la mala calidad del aceite.
—¿Dónde está Ariarates VI? —inquirió Mario.
—Ha muerto —contestó Mitrídates, hurgándose los dientes con un palillo de oro—. Murió hace dos meses.
—¿De qué?
La escasa distancia de un descansillo que separaba a Mario del rey le permitía ver que Mitrídates tenía los ojos tirando a verdes y que el color marrón se debía a múltiples motas, un detalle bastante notable. Ahora, aquellos ojos se tornaron glaciales, desviándose, para volver a fijarse en él muy abiertos y candorosos; va a mentirme, pensó inmediatamente Mario.
—De una enfermedad incurable —contestó Mitrídates con gesto compungido—, Creo que murió en palacio. Yo no estaba.
—Disteis batalla fuera de la ciudad —dijo Mario.
—No tuve más remedio —contestó escuetamente Mitrídates.
—¿Por qué?
—Porque había un pretendiente sirio al trono, una especie de primo seléucida. Hay mucha sangre seléucida en la familia real de Capadocia —añadió el rey.
—¿Y eso en qué os concierne?
—Atañe a mi suegro, uno de mis suegros, que es capadocio. El príncipe Gordio. Y mi hermana era madre del difunto Ariarates VII y de su hermano menor, que sigue vivo. Ese hijo es ahora, naturalmente, el rey, y así garantizo que se siente en el trono de Capadocia el rey debido —contestó Mitrídates.
—No sabía que Ariarates VII tuviese un hermano más joven —dijo Mario con voz queda.
—Oh, sí. No os quepa duda.
—Debéis decirme qué sucedió.
—Pues que recibí una petición de ayuda en Dasteira el mes de Boedromion y, naturalmente, puse en pie mi ejército y marché sobre Eusebia Mazaca. Estaba desierta, el rey había muerto y su hermano había huido a las tierras de los trogloditas. Yo ocupé la ciudad y en ésas se presentó el pretendiente sirio con sus tropas.
—¿Cómo se llama ese pretendiente sirio?
—Seleuco —se apresuró a contestar Mítrídates.
—¡Ah, un nombre verdaderamente apropiado para un pretendiente sirio! —comentó Mario.
Pero aquella cruda ironía no la captó Mitrídates, que no poseía la sutileza romana o griega respecto a las palabras, y seguramente apenas reía. Es mucho más raro que Yugurta de Numidia, pensó Mario; quizá no tan inteligente, pero sí mucho más peligroso. Yugurta asesinó a muchos parientes próximos, pero siempre consciente de que los dioses le exigirían cuentas, mientras que Mitrídates se cree un dios e ignora toda vergüenza o culpabilidad. Ojalá supiese más cosas de él y del reino del Ponto. Lo poco que me contó Nicomedes no me sirve de nada, seguramente se imagina que conoce a este hombre, pero no sabe nada de él.
—Creo entender que os enfrentasteis y derrotasteis a Seléuco, el pretendiente sirio —dijo Mario.
—Exacto —dijo el rey con desprecio—. ¡Era una tropa deplorable! Los matamos a casi todos.
—Eso he visto —dijo Mario con sequedad, inclinándose hacia adelante—. Decidme, rey Mitrídates, ¿no es costumbre en el Ponto limpiar el campo de batalla?
Mitrídates parpadeó, mostrando su perplejidad por la falta de recato del romano.
—¿En esta época del año? —replicó—. ¿Para qué? Cuando llegue el verano ya se habrán descompuesto.
—Ya entiendo. — Erguido, porque era el modo romano de sentarse, ya que la toga no permitía rebullirse mucho, Cayo Mario apoyó las manos en los brazos del sillón—. Me gustaría ver al rey Ariarates octavo, si es que así se llama. ¿Sería posible?
—¡Desde luego, desde luego! —replicó Mitrídates afablemente, y dio unas palmadas—. Que vengan el rey y el príncipe Gordio —ordenó al anciano servidor que acudió a la llamada—. Hallé a mi primo y al príncipe Gordio a salvo entre los trogloditas hace diez días —añadió, dirigiéndose a Mario.
—¡Qué suerte! —comentó éste.