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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

La corona de hierba (26 page)

BOOK: La corona de hierba
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—Voy a irme con las niñas a la villa de Tusculum; viviremos allí hasta que regrese Quinto Servilio.

—¿En la villa de Tusculum? —inquirió estupefacta Servilia Cepionis—. Pero, querida Livia, si aquello está hecho una ruina… Creo que fue del primer Livio, y no tiene baño ni letrina, ni una cocina decente. Y te faltará sitio.

—Me da igual —contestó Livia Drusa, cogiendo la mano de su cuñada y llevándosela a la mejilla—. Querida ama de casa, soy capaz de vivir en un tugurio con tal de ser ama de casa. No te lo digo como reproche ni para herirte, pues desde el día en que tu hermano y yo vinimos a vivir aquí has sido de lo más amable, pero debes comprender mi postura. Quiero mi propia casa, quiero sirvientes que no me llamen
dominilla
y no me hacen caso porque me conocen desde niña. Quiero un poco de terreno para pasear y un poco de libertad que me libere del agobio de esta horrenda ciudad. ¡Por favor, Servilia Cepionis, compréndelo!

—Lo comprendo —respondió la dueña de la casa, mientras dos lágrimas corrían por sus mejillas.

—¡No te apenes, alégrate por mí!

Se abrazaron en perfecta armonía.

—Voy a buscar ahora mismo a Marco Livio y a Cratipo —dijo Servilia Cepionis animada, dejando su labor y tapando el telar—. Contrataremos albañiles para que conviertan la villa en algo cómodo donde puedas vivir.

Pero Livia Drusa no pensaba esperar. Tres días más tarde tenía a punto a las niñas, numerosos cubos de libros preparados, y con los pocos criados de Cepio se puso en camino hacia Tusculum.

Aunque no había vuelto a estar allí desde niña, lo encontró todo casi igual. Era una casita enlucida y pintada de un amarillo bilioso, sin un auténtico jardín ni peristilo. Pero su hermano no había perdido el tiempo y ya estaba llena de obreros de un constructor de la localidad, que la recibió en persona, prometiéndole que en un par de meses tendría la obra acabada.

Por lo tanto, Livia Drusa se instaló en medio de aquel caos relativo, con el polvo del yeso, el ruido de martillos, mazas y sierras y el constante alud de instrucciones y comentarios gritados en el latín de los tusculanos, que vivían tan sólo a veinticuatro millas de Roma pero que apenas iban a la ciudad. Las niñas reaccionaron según su carácter: la pequeña Lilla, de cuatro años y medio, estaba en la gloria, mientras que la reservada y sosegada Servilia era evidente que detestaba la casa, la actividad de los obreros y a su madre, aunque no necesariamente en ese orden. De todos modos, la actitud de Servilia no alteró el panorama, mientras que la alborotadora participación de Lilla en todo lo que se hacía acrecentó el caos.

Tras dejar a la pequeña a cargo de la niñera y a Servilia al cuidado del anciano y severo tutor, Livia Drusa, al día siguiente, se fue a pasear por el placentero y tranquilo campo invernal, casi sin acabar de creerse que hubiese roto los barrotes de tan largo encarcelamiento.

Aunque el calendario marcaba primavera, estaban en pleno invierno. Cneo Domício Ahenobarbo, pontífice máximo, no había instado al Colegio de Pontífices que presidía a que hicieran su cometido manteniendo el calendario abreviado en consonancia con las estaciones. Y no es que en Roma y alrededores hubiesen sufrido aquel año un invierno crudo, pues había nevado poco y el Tíber no se había helado, por consiguiente, la temperatura estaba bastante por encima de cero, el viento sólo soplaba frío a ratos y había bastante yerba.

Feliz como no lo había sido en su vida, Livia Drusa recorrió las tierras de la casa, saltó una cerca de piedra y caminó detenidamente por el perímetro de un campo que estaban arando, saltó otra divisoria de piedra y entró en un prado con ovejas. Bien tapados con sus abrigos de lana, los estúpidos animales trotaron alejándose de ella cuando intentó atraerlas; sonriendo, se encogió de hombros y siguió andando.

Más allá del prado encontró un hito divisorio pintado de blanco junto a un altarcito cubierto, delante del cual aún se notaba la mancha de sangre de un sacrificio. En las ramas más bajas del árbol que le daba sombra, colgaban muñequitos y pelotas de lana y cabezas de ajo, todo descolorido y ajado por la intemperie. Detrás del altar había una cazuela de barro boca abajo. Livia Drusa la levantó con curiosidad para soltarla de inmediato, pues escondía el cadáver descompuesto de un gran sapo.

Demasiado hecha a la ciudad para entender que si seguía caminando entraba en propiedad ajena —y que se hallaba en tierras de alguien escrupuloso con las atenciones debidas a los dioses del suelo y los límites— Livia Drusa siguió andando. Cuando vio el primer azafrán se arrodilló para contemplar mejor su flor amarilla; luego se puso en pie y contempló las ramas desnudas de un árbol como si fuese la primera vez que veía algo semejante.

A continuación se encontró con un huerto de perales; quedaban algunos frutos sin recoger y Livia Drusa sucumbió fácilmente a la tentación. La pera era dulce y jugosa y se puso las manos hechas una pena. Oía correr agua no muy lejos y cruzó por entre los frutales en dirección al murmullo hasta dar con un arroyuelo. El agua estaba helada, pero no le importó; metió las manos en la corriente y, riendo por lo bajo, se las secó al sol, que ya estaba alto y calentaba. Se quitó la
palla
, arrodillada junto al arroyo, la extendió y la dobló en un rectángulo fácil de llevar y se levantó. Y entonces le vio.

Estaba leyendo y tenía el rollo en la mano izquierda, ya enroscado porque se había distraído mirando fijamente a la furtiva. ¡El rey Odiseo de ítaca! Al mirarle a los ojos, Livia Drusa se quedó sin respiración, pues, efectivamente, eran los ojos de Odiseo, grandes, grises y hermosos.

—Hola —le dijo, sonriéndole sin timidez ni cortedad. Después de los años que habían pasado desde la época en que le veía desde el balcón, parecía realmente el viajero que había vuelto al hogar, un hombre al que conocía tan bien como la reina Penélope a Odiseo.

Se puso la
palla
doblada en el brazo y se dirigió hacia él, sonriente y sin dejar de hablar.

—He robado una pera —dijo—. ¡Qué buena estaba! No sabía que en esta época del año hubiera peras en los árboles. Sólo salgo de Roma en verano para ir al mar, pero es muy distinto.

Él no decía nada y se limitaba a dejar que se acercara, mirándola con sus luminosos ojos grises.

Sigo amándote, iba diciéndose ella para sus adentros. ¡Aún te amo! Me da igual que seas descendiente de un esclavo y de un campesino. Te amo. Había olvidado el amor, igual que Penélope. Y ahora te encuentro al cabo de los años. Sigo amándote.

Cuando se detuvo, estaba ya demasiado cerca de él para considerarlo un encuentro fortuito de dos desconocidos; él notaba el calor que irradiaba su cuerpo, y aquellos grandes ojos oscuros que se clavaban en los suyos le miraban como reconociéndole. Con amor, dándole la bienvenida. Por consiguiente, le pareció perfectamente natural acercársele hasta casi rozarla y rodearla con sus brazos. Ella alzó el rostro y le rodeó el cuello con los suyos, y los dos se besaron sonrientes. Viejos amigos, antiguos amantes; un esposo y una esposa que no se ven desde hace veinte años, separados por maquinaciones ajenas, divinas y humanas, y que se gozan en el reencuentro.

El tacto seguro y firme de sus manos también le pareció conocido, y no tuvo necesidad de decirle adónde ir ni lo que había que hacer; era el rey de su corazón y siempre lo había sido. Con la seriedad de una niña a quien han confiado un tesoro, se desnudó y le ofreció sus senos, y le fue desvistiendo mientras él extendía la amplia túnica en el suelo, y se tumbaron en ella. Temblorosa de placer, le besó el cuello y le lamió el lóbulo de la oreja, cogió su rostro entre las manos y volvió a besarle, acariciando su cuerpo con deleite y musitando mil ternuras cuando los labios de él rozaban su piel.

Frutos dulces y pegajosos; ramas desnudas entrelazadas bajo un cielo muy azul; la sacudida de un estirón de pelo; un pajarillo con las alas inmóviles atrapado en los sutiles zarcillos de una nube; un nudo de desbordada euforia por la naciente —ya renacida— libertad… ¡Libertad, oh, qué éxtasis!

Estuvieron echados en aquella túnica durante horas, calentándose mutuamente los cuerpos, sonriéndose embobados, atónitos de haberse encontrado, sin temor por la transgresión, embebidos en el encanto de toda clase de descubrimientos.

También charlaron. Estaba casado con una Cuspia, hija de un
publicanus
, y su hermana era la esposa de Lucio Domicio Ahenobarbo, el hermano menor del pontífice máximo. La dote de su hermana había constituido un enorme gasto, al que únicamente había podido hacer frente casándose con Cuspia, que tenía un padre inmensamente rico. Aun no tenían hijos, pues él tampoco encontraba en su esposa nada digno de amor ni de admiración; y explicó que la mujer ya empezaba a quejarse al padre de que no le hacía caso.

Cuando Livia Drusa le dijo quién era, Marco Porcio Catón Saloniano se quedó muy parado.

—¿Te has enfadado? —inquirió ella, irguiéndose y mirándole angustiada.

Él sonrió y negó con la cabeza.

—¿Cómo voy a enfadarme si los dioses me han escuchado y te han enviado a las tierras de mis antepasados? En cuanto te vi en el arroyo supe que eras para mí. Y si estás vinculada a familias tan poderosas, debe ser otra señal de que me favorecen.

—¿De verdad que no tenías idea de quién era?

—En absoluto —contestó él, algo entristecido—. No te había visto en mi vida.

—¿Nunca? ¿No salías nunca al balcón de Cneo Domicio, ni me habías visto en el balcón de mi hermano, más arriba?

—Nunca —contestó él.

—Yo te he visto muchas veces durante años —dijo ella suspirando.

—Me alegra profundamente que te gustase la visión.

—Me enamoré de ti a los dieciséis años —dijo ella reclinando la cabeza en su hombro.

—¡Qué perversos son los dioses! —comentó él—. Si hubiese mirado hacia arriba y te hubiese visto, no habría descansado hasta casarme contigo. Ahora tendríamos muchos hijos y no nos veríamos en esta terrible situación.

—No puedo divorciarme hasta que regrese mi marido —dijo ella, estremecida—. Tardará un año, por lo menos. Y no creo que mi hermano y mi esposo te acepten. Seguramente no tendré dote y perderé a mis hijas.

—Yo no puedo divorciarme de Cuspia —añadió él muy entristecido—. Tardaré diez años en pagar la dote de mi hermana, porque no tuve más remedio que hacerlo a plazos, a pesar de la fortuna de Cuspia.

Se abrazaron instintivamente, con una mezcla de placer y aflicción.

—¡Oh, será horrible si nos descubren! —exclamó ella.

—Sí.

—No es justo.

—No.

—No deben enterarse, Marco Porcio.

—Debemos unirnos con honor, Livia Drusa, no sintiéndonos culpables —replicó él, rebulléndose.

—No faltamos al honor —insistió ella muy seria—. Sólo por las circunstancias parece lo contrario. Yo no siento vergüenza.

—Ni yo —añadió él, sentándose y abrazándose las rodillas, pero su mirada era triste—. Mi deseo es poder casarme contigo, y mantener este secreto será muy penoso.

—Penoso o no, yo lo guardaré —dijo ella muy decidida—. Te he encontrado, mi rey Odiseo, y no te perderé.

Él volvió a abrazarla y la retuvo hasta que ella dejó oír su protesta, deseosa de mirarle, tan bien formado, aquellos brazos y aquellas piernas, la tez cremosa y con un vello escaso, del mismo color llamativo que el cabello, en un cuerpo musculoso, el rostro anguloso. Un auténtico Odiseo. O, en cualquier caso, su Odiseo.

—Te amo, Marco Porcio Catón —dijo.

—Yo también te amo, Livia Drusa.

La tarde estaba avanzada cuando le dejó, después de acordar que se verían en el mismo lugar y a la misma hora al día siguiente; pero prolongaron tanto la despedida que cuando llegó a la casa de Druso los obreros ya habían acabado la jornada. Mopsus, el mayordomo, estaba a punto de enviar a la servidumbre en su busca. Volvía tan contenta y eufórica que no se le había ocurrido pensar en aquellos aspectos de la realidad, y se quedó mirando como una estúpida a Mopsus, a la tenue luz del crepúsculo, sin saber qué decirle como excusa.

Tenía un aspecto lamentable. La melena en su espalda era una maraña plagada de ramitas y de yerbas, sus vestiduras estaban manchadas de barro y los delicados zapatos que calzaba los llevaba colgando de la mano: tenía sucias la cara y las manos y los pies llenos de barro.


Domina
,
domina
, ¿qué os ha sucedido? —exclamó el mayordomo—. ¿Os habéis caído?

Ante tales palabras, Livia Drusa volvió a la realidad.

—Efectivamente, Mopsus —respondió animosa—. Ha sido una terrible caída, pero estoy viva.

Los criados, alborotados, la rodearon y la entraron en la casa, donde la prepararon una antigua bañera de bronce en la sala de estar. Lilla, que había estado llorando por la ausencia de su madre, salió correteando tras la nodriza para ir a cenar, mientras Servilia seguía en silencio a su madre y desde un rincón observó cómo una criada le desabrochaba la túnica, lanzando exclamaciones al ver el estado de su cuerpo, más sucio que las ropas.

Cuando la criada se dio la vuelta para ver si el agua estaba bien de temperatura, Livia Drusa, desnuda y sin pudor, estiró los brazos por encima de la cabeza tan lenta y voluptuosamente que la discreta Servilia, que estaba junto a la puerta, comprendió el sentido de aquel gesto a un nivel primitivo y atávico que sólo con el tiempo esclarecería definitivamente. Livia Drusa bajó los brazos y se llevó las manos a los redondos senos, jugueteando unos instantes con los pezones sin dejar de sonreír. Luego entró en la bañera y se volvió para que la criada le echase agua por la espalda y le frotase con una esponja, por lo que no vio que Servilia abría la puerta y salía.

Durante la cena, en la que a Servilia se la permitía acompañar a la madre, Livia Drusa charló animadamente por los codos de la pera que se había comido, de la flor del azafrán, de los muñequitos en el árbol del altar limítrofe, del arroyuelo, y adornó su imaginaria y vertiginosa caída por un terraplén con toda clase de detalles. Servilia permanecía sentada, comiendo con melindre, inexpresiva. Un desconocido habría considerado el rostro de la madre como el de una niña feliz, y el de la hija, como el de una madre preocupada.

—¿Te sorprende mi felicidad, Servilia? —inquirió la madre.

—Sí, es muy raro —contestó la hija sosegadamente.

Livia Drusa se inclinó sobre la mesita que compartían y apartó un mechón de pelo de la frente de su hija, auténticamente interesada por primera vez en aquella réplica en miniatura de sí misma, y los recuerdos de su desgraciada niñez acudieron a ella en tropel.

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