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Authors: José Luis Gil Soto

La colina de las piedras blancas (12 page)

BOOK: La colina de las piedras blancas
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Entonces vi sonreír muy quedamente a Idiáquez, ese zorro viejo que se las sabía todas, y no pude resistir la tentación de arrimarme a él para que me contase el motivo de su actitud, cuando realmente no parecía que las cosas pintasen nada bien para Recalde.

—Don Juan sabe lo que hace —comenzó a decirme—. Sabe que Howard nunca irá al abordaje… salvo que tenga la ocasión de ir contra un barco solo y a la deriva.

Entonces empecé a comprender el planteamiento de Recalde. Probablemente había dado orden a sus barcos de no seguir al
San Juan de Portugal
, para dejarlo solo y provocar el abordaje. Drake, Howkins y Frobisher no se resistirían ante la perspectiva de hacerse con tan singular botín: el mayor barco de la Armada española. Entonces, una vez echados los garfios sobre uno o dos de los ingleses, Recalde recibiría el apoyo de su escuadra y se produciría el descalabro general: el abordaje masivo entre los barcos de ambas escuadras, unos acudiendo en apoyo de las otros. En ese caso, por fin podríamos entrar en acción los infantes y hacer efectiva la mejor de nuestras armas, en lugar de mantenernos siempre a distancia de culebrinas y semiculebrinas que podían terminar muy lindamente con nuestros barcos a fuerza de abrir vías de agua por todas partes.

—Sin embargo…, eso es contravenir la orden del duque —le dije a Idiáquez.

—Recalde nunca reconocerá haber maniobrado así voluntariamente; está loco, pero no es un necio.

Pero si Recalde no era un necio, tampoco lo era Drake. Igual que nuestro vicealmirante había interpretado a la perfección el pensamiento de los ingleses, éstos lo hicieron con él, y lo cañonearon a la prudente distancia de unas trescientas yardas, sin acercarse, por lo que el
San Juan de Portugal
tuvo que aguantar las andanadas por espacio de más de una hora, sin poder hacer efectivo su plan. Al cabo, se acercaron otros barcos de la escuadra vizcaína y los ingleses se retiraron por miedo a un ataque directo, y permitieron que el galeón de Recalde se refugiase en el centro de la media luna para reparar los escasos desperfectos que había sufrido.

Aunque la batalla podía haber terminado aquí, Medina Sidonia consideró que había llegado la hora de responder a la osadía de los herejes, así que deshizo la media luna defensiva y dispuso la flota en columnas de escuadras en perfil de proa, navegando de bolina en pos de Drake y los suyos. En este movimiento, el
San Marcos
quedó junto al
San Martín
, navegando a toca penóles, y pudimos ver con nitidez al duque junto al capitán de su barco, don Alonso Venegas. Los casi cuatrocientos hombres que navegábamos en el galeón dirigimos la mirada hacia nuestro alcázar, para ver cómo los nobles de alta cuna como don Enrique de Guzmán, don Alonso Téllez Girón —hijo del duque de Osuna—, o don Alonso de Arquillos, saludaban al duque en un movimiento estudiado y bien medido. Luego, a impulsos de una ligerísima brisa, arremetimos contra los ingleses durante más de tres horas de lucha inútil, porque cada vez que íbamos contra ellos la ligereza de sus barcos los ponía a buen recaudo, a suficiente distancia para que nuestra artillería fuese del todo inofensiva.

Y así terminó el primer día de batalla. Al atardecer, dispuestos de nuevo en actitud de defensa, determinamos los turnos de guardia y acudimos a la misa vespertina que se celebró en cubierta. Don Antonio de la Fragua pidió acierto para nuestros capitanes, con el fin de poner orden en la verdadera religión. Luego, bajamos ordenadamente en busca de la segunda y última comida del día: algo de bizcocho y pescado en salazón, regado con vino aguado y agua sucia y maloliente. Los oficiales, que cenaron en abundancia carne, pan y confituras, se retiraron a sus aposentos y nosotros nos dispusimos a dejarnos caer en nuestros lechos, hacinados en las entrañas del galeón, en aquella pocilga llena de piojos en la que se iba convirtiendo poco a poco la segunda cubierta. Cuando estaba a punto de prepararme para dormir, habiéndome desprendido ya del cinto y los doce apóstoles, después de haber depositado mis armas en el suelo y haberme descalzado, vino a buscarme un mozo para que subiera a la toldilla. Sin saber yo qué ocurría, acudí presto a la llamada y cuando subí a cubierta sentí la brisa fría del canal en mi rostro. Me dirigí a la toldilla y, pese al frío de la noche, un calor insoportable me recorrió el cuerpo cuando vi a Martín Ledesma esperándome, apoyada la mano diestra en el pomo de su espada, firme como un tronco y con el gesto torcido y feo a más no poder.

—Dígame, Montiel, ¿sabe usted algo de lo ocurrido a De la Parra durante nuestra estancia en Lisboa? —preguntó sin más trámite.

El corazón se me salía del pecho y las sienes me latían en un fuerte compás, como si me fuese a reventar la cabeza.

—Lo ignoro, señor —dije por toda respuesta.

Me miró con ojos de acero, frío y emanando odio por todos los poros de su cuerpo. Si hubiésemos estado solos en el establo de su casa de Llerena, desarmado como yo estaba, me habría atravesado de parte a parte con su espada. De cualquier forma —pensé en un instante— aquello era cuestión de tiempo, porque no iba a dejar escapar la oportunidad que tenía de herirme de muerte aprovechando su superioridad en aquel barco.

—Sabéis que no os daré cuartel —dijo escupiéndome a la cara—. Os enviaré al infierno antes de que logréis ver de nuevo el rostro de vuestra puerca madre y de vuestra hermana, a la que daré lo que busca sin que vos podáis remediarlo.

La sangre me hervía. Arremeter contra él con el ánimo de arrojarlo por la borda era harto arriesgado, pues antes de que fuese capaz de aproximarme ya me habría atravesado con su acero. Así que, agaché la cabeza en señal de asentimiento y entonces me propinó una patada que me hizo dar un traspiés, sangrando por la nariz como un cerdo. Me llevé la mano a la cara y lo miré fijamente, mientras me decía:

—Si decís una palabra de esto, os ahorcarán por desobediencia. Y por haberos encerrado en una taberna —siguió diciendo ante mi mirada de asombro por su mentira—, poniendo en riesgo la vida de varios de vuestros camaradas, en el intento por salvar a la puta de la que os habéis enamorado perdidamente.

Capítulo 15

S
e me puso la nariz como el hocico de un lechón, por lo que no pude evitar tener que dar explicaciones ante tan evidente desaguisado. Desde luego no podía denunciar abiertamente lo que me había ocurrido, sino que tenía que aguantar y resignarme, tragarme mi odio por el momento y aguardar mejor ocasión para hacer justicia, si es que antes no acababa conmigo semejante animal.

—Di con las fauces en las tablas al tropezar en cubierta, mientras me dirigía al jardín. El barco se movía como un diablo —le dije a Idiáquez cuando me vio la nariz hinchada y sanguinolenta.

—Vaya…vaya —respondió incrédulo.

Iba a replicarle cuando vino a nosotros Agustín de la Parra. Había permanecido encerrado en enfermería, después de su ataque de ira. Al llegar a nuestra altura se hincó de hinojos, sollozando:

—Habéis de perdonarme. He sido un incauto, indigno de mi linaje y de los padres que me engendraron y me dieron el apellido y la fe en Cristo.

Miraba el suelo con las manos en el pecho. Su imagen había cambiado mucho desde que me propinó la coz en el bajo vientre y yo le respondí brutalmente. Su barba estaba recortada y sus blancos dientes parecían puestos de nuevo en su sitio. Fuerte y bien vestido, con sus ropas recién lavadas, parecía un noble arrodillado ante el altar.

—Levantaos, por favor —le rogué.

—No, hasta que me hayáis perdonado —dijo mansamente mientras permanecía con la barbilla clavada en el pecho y los brazos cruzados por debajo, como sujetándose los hombros.

Idiáquez y yo nos miramos uno al otro, y luego de asentir éste le dijo:

—No hay de qué perdonaros. Así es la guerra y así somos los hombres.

Entonces De la Parra se puso en pie y me miró muy fijamente, con los párpados a medio abrir.

—Es cierto que me salvasteis la vida, y os lo agradezco de veras. Creí que podía ser feliz con aquella mujer, que tantos cariños me daba, pero perdí la cabeza. Si no llega a ser por vos y por los otros camaradas, a estas horas estaría yo dando de comer a las alimañas en un callejón de Lisboa.

Idiáquez me miró. Sin duda, él ya conocía la historia con todos sus pormenores, pero yo no le había referido el episodio, por lo que vino a recriminármelo con aquella mirada.

—Bueno… —dije para salir del paso y zanjar la cuestión—. Cosa olvidada. Yo no sé de qué me habláis y vos no estuvisteis nunca en callejón alguno.

Luego permaneció en silencio, mirando a Idiáquez. Al cabo le dijo:

—Gracias.

Idiáquez fue reclamado desde el alcázar, por lo que se excusó y nos dejó a solas.

—Por cierto —me preguntó De la Parra—. ¿Qué fue de la mora?

La verdad es que ninguno habíamos preguntado a Pinto sobre aquel particular. Todos temimos una respuesta imprecisa, a sabiendas de que el portugués había aprovechado el tiempo con Lucinda, pero sin saber qué había hecho con ella después de la escaramuza de la taberna.

—No lo sé, creedme. Es a Pinto a quien hay que preguntarle —le contesté sinceramente, a la vez que le señalaba al portugués con un movimiento de cabeza.

—Le preguntaré, por curiosidad. Esa mujer es buena persona, aunque el destino la haya llevado a un lupanar. Acompañadme, os lo ruego, quiero preguntarle a Pinto —y entonces advirtió en mí la cara de preocupación, pensando yo que su actitud no era más que un disimulo y en realidad quería sonsacarnos acerca del paradero de la mora—. Creedme, por favor, no es lo que pensáis. Es simple curiosidad. Me enamoré de ella perdidamente, pero he recapacitado.

Fuimos hasta la aleta de estribor, donde se encontraba Pinto oteando el horizonte, por ver si distinguía alguna vela enemiga en lontananza. Cuando el extremeño le preguntó por su amada, el portugués me miró sin saber qué decir y luego fijó sus ojillos en Agustín, antes de responderle:

—La dejé a resguardo. Oculta en la mansión de unos familiares. Sabrán cuidarla:

Nuestro camarada sonrió satisfecho, aunque yo bien sabía que el portugués mentía, pues aquella noche, con las prisas de reunirse de nuevo con nosotros para hacer la escolta, no podía haberle dado tiempo de fornicar con la meretriz y luego ponerla a resguardo. Pero preferí guardarme la curiosidad para mejor ocasión y yo también sonreí satisfecho, estreché la mano de Agustín y, cuando me disponía a hilvanar un discurso acerca de la lealtad y la camaradería, sonó una atronadora explosión.

El buque
San Salvador
, insignia de la escuadra de Oquendo, había perdido las dos cubiertas del castillo de popa y ardía ante la desesperación de los hombres que habían sobrevivido, que se afanaban en apagar el fuego y salvar la nave. Enseguida advertimos que no había sido un ataque del enemigo, sino una terrible explosión de la santabárbara.

En un movimiento ágil, el duque envió varias embarcaciones pequeñas para ayudar en las labores de extinción, salvar a cuantos hombres fuera posible y remolcar la nave para no dejar atrás botín alguno del que pudieran beneficiarse los barcos de la reina. Al
San Marcos
se le ordenó aproximarse para recoger a algunos soldados. Cuando vimos la cubierta incendiada, temimos que explotara el polvorín que aún quedaba íntegro, por lo que preferimos guardar una distancia prudente y que fuesen los pequeños barcos los que trajesen a los hombres que habíamos de cobijar. El incendio era infernal y el olor a pólvora y carne humana quemada provocó náuseas en algunos de nuestros hombres. Vimos cómo los muertos eran arrojados por la borda desesperadamente, y los heridos pasaban a los botes para ser llevados a la urca hospital, entre quejidos lastimeros y gritos que lamentaban la pérdida de una pierna o de un brazo, arrancados de cuajo por el violento estallido.

Vimos también a fray Bernardo de Cáceres, el capellán de aquella escuadra, llorando en lo alto del castillo de proa, bendiciendo los cadáveres que se sumergían en las profundidades, asemejándose a troncos de encina carbonizados por un rayo.

Cuando más entretenidos estábamos, auxiliando a los que venían a bordo, escuchamos un cañonazo del
San Martín
, alertando de otro incidente: el
Nuestra Señora del Rosario
, nave insignia de la escuadra andaluza de Pedro de Valdés, había chocado con otro navío andaluz dando al traste con su bauprés. Era un problema menor, comparado con el incendio, por lo que en principio no hicimos caso de ello; se nos fue el día en apagar fuego, atender heridos, escuchar llantos y lamentar pérdidas de amigos y parientes. Pero cuando la noche se nos vino encima, la mar fue embraveciéndose paulatinamente y fue entonces cuando el incidente de la nave de Valdés tomó su verdadera dimensión, porque se fue a la deriva y en un golpe de mar perdió el palo trinquete.

De nuevo se escuchó un cañonazo para ordenar a la flota que detuviese su avance, con la esperanza de poder remolcar el
Rosario
gracias a la pericia del capitán Marolín de Juan, que dirigía con permiso de Medina Sidonia las maniobras difíciles desde el
San Martín
. Casi en tinieblas, estuvimos observando preocupados cómo conseguían echarle un cable; pero, sin tiempo para remolcarlo, se soltó definitivamente, yendo a la deriva. Cuando varias pinazas se disponían a intentarlo de nuevo, Diego Flores de Valdés, comandante de los galeones de Castilla y jefe del Estado Mayor, aconsejó al duque reanudar la marcha, aduciendo que en medio de la tempestad los barcos podían chocar unos contra otros en el intento de salvar al
Rosario
, y podría darse peor desenlace tras el desorden. Así pues, el
San Martín
viró de nuevo y regresó a su posición mientras Medina Sidonia era testigo desde su alcázar de cómo la nave de Valdés se perdía de vista, abandonados los hombres a su suerte y tragada por la oscuridad de la noche. Entonces recordó que Diego Flores, además de primo de Pedro de Valdés, era su peor enemigo. Y supo que la pérdida del
Rosario
era también su primer fracaso.

Capítulo 16

S
egún pudimos saber después, sir Francis Drake fue el encargado de abrir el paso y servir de guía a la flota inglesa, en medio de aquella noche oscura. Sin embargo, ordenó a sus hombres que apagasen el farol de popa, con el fin de abandonar la disciplina de la línea y caer como vil corsario sobre el
Rosario
. Al navegar sin guía, la flota inglesa se dispersó, de modo que al amanecer nos sorprendimos al ver la nave almiranta de Howard siguiendo por error el farol de popa de uno de los navíos de don Hugo de Moneada quien, al apercibirse de tal circunstancia, pidió permiso al duque para arremeter contra el
Ark
. Sin embargo, Medina Sidonia consideró que aquello debía de ser una trampa, pues no era creíble que el lord Almirante hubiese navegado a la deriva tras la flota española y estuviese a solas ante el peligro. El caso es que, ante tanta duda, se escapó la posibilidad de dar batalla al general de la flota contraria, hecho que bien mirado en la distancia me resulta fácil criticar, pero que, siendo justo, en aquellos momentos fue tan solo una decisión más.

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