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Authors: José Luis Gil Soto

La colina de las piedras blancas (4 page)

En las semanas siguientes fueron llegando al puerto nuevas piezas de bronce, cañones, semicañones, culebrinas y semiculebrinas, procedentes de Madrid y de la propia Lisboa, así como algunas que habían sido compradas a barcos extranjeros que habían anclado en puertos españoles y portugueses. Aunque no logró reunirse el número de piezas que había pedido Santa Cruz y que había vuelto a solicitar Medina Sidonia, y a pesar de que el tamaño de las que habían llegado no era el más adecuado —pues eran piezas del calibre seis, cuatro o dos—, se consiguió una buena colección que fue instalada en poco tiempo según el criterio de distribución que había dictado el Almirante.

—¿Cree vuestra merced que zarparemos pronto? —pregunté a Orellana mientras repasábamos los arcabuces que nos habían dejado para las prácticas de tiro de la escuadra.

Orellana ocultaba su cara bajo un sombrero emplumado. Tenía un bigote diminuto, como si le costase crecer y sólo lo hiciese a fuerza de ser retorcido una y otra vez en sus extremos.

—Parece que han cambiado las cosas —dijo—. Lo que hace escasamente un mes era desorden y desconcierto se ha convertido en trabajo y disciplina. He visto esto otras veces. O mucho me equivoco o desplegaremos velas antes de terminar la primavera.

Miguel Medina, que estaba a nuestro lado, me miró con extrañeza y resopló mientras apartaba la vista del arcabuz y la dirigía más allá del último galeón anclado en el río, hacia el mar. Y luego, entre molesto e incrédulo dijo:

—Antes de terminar la primavera… como quien dice en dos días. No hemos empezado marzo. De aquí a junio lo mismo nos ha dado pasaporte un aire, o esa comida que nos dan, que no la quiere un puerco.

Pensándolo bien tenía razón. Habíamos pasado el invierno entre tabernas y peleas, sueltos por Lisboa hasta que nos obligaron a embarcar y permanecer en las tripas del galeón sin salir de allí hasta nueva orden. Pero era lo que había, y no zarparíamos mientras el duque no tuviera claro que aquélla era la gran Armada que se pretendía.

—Habrá que tener paciencia —dije resignado—. Drake nos esperará, aunque tardemos.

—El hideputa —intervino Agustín de la Parra, que se afanaba en sacar brillo a un coselete, mirándolo con los ojos entreabiertos y la cabeza, como siempre, ligeramente hacia atrás.

Luego permaneció en silencio un rato, y al fin volvió a hablar:

—¿Sabéis? Lo que peor llevo es no poder salir de aquí y volver a visitar a las africanas de
A pérola preta
, o como se llame. Había una mora que me tenía loco. Una mora con ojos de color miel que si no fuera por esta maldita guerra y esta miseria, me la llevaba a casa para darle una vida como a una reina.

—¿Sabes su nombre? —le pregunté, aunque no hacía falta que me lo dijese; yo sabía que era Lucinda, aunque bien podía ella emplear un nombre u otro en función de quien se lo preguntase.

—Ni lo sé, ni me importa. Sólo sé que cuando me toca se me abren las carnes. De buena gana me la llevaba en el barco. Aunque… pensándolo bien, tal vez no sea buena idea. Con tanto animal aquí, lo mismo me la destrozaban entre unos y otros.

Orellana y yo nos miramos. No quise seguir hablando, pues era tal el brillo en los ojos de nuestro amigo, que la ceguera le impedía ver lo evidente. Su temor a que Lucinda fuese objeto de deseo de la soldadesca era algo que ocurría cada noche en el lupanar, y no hacía falta que ella visitara el barco para que un día tras otro se ganase el sustento a fuerza de yacer con el primero que estuviera dispuesto a pagar su precio.

Y así pasaron los días hasta que Medina Sidonia decidió desembarcar a una buena parte de la tropa que hacía vida en ciertos galeones, con el fin de que estuviésemos alejados del barco, con la orden de mantenernos bajo la custodia de nuestros capitanes y siempre alerta, levantándonos muy temprano por si había que acudir a trabajar al puerto.

Permanecimos en el campamento muy holgados, lo que para un soldado viene a ser lo mismo que echarse a perder de tanta quietud, pues nuestro natural nos empujaba a la guerra y no a contemplar menesterosos ni a visitar tabernas a destiempo. Así, viendo don Álvaro de Mejía que nos desviábamos de nuestra habitual conducta, encomendó a Escalante someternos a duras sesiones de entrenamiento, a pesar de que las mismas acentuaban el hambre y la sed, lo cual nos llevaba a comer más de lo que podíamos permitirnos.

En cuanto al alojamiento, algunos pudimos volver a dormir al barco, aunque los nobles y otros mandos del ejército seguían procurándose camas y pucheros por media Lisboa, en ocasiones tan calientes unas como otros, mientras el resto de la infantería se buscó la vida como mejor le fue dado. Hasta que sucedió lo que tenía que suceder y empezaron a ser frecuentes por la ciudad los actos de pillaje y correrías sin fin, y más de un marido despechado murió al enfrentarse con soldados que habían ofendido a sus esposas, o con aquellos otros que, sin ofenderlas, las habían tomado con el beneplácito de éstas. Y hasta nuestro camarada Agustín de la Parra perdió el juicio y desapareció una noche, y lo estuvimos buscando por toda la ciudad hasta que se me ocurrió visitar el lupanar donde oficiaba la mora; también ella había desaparecido dejando atrás una cuadrilla de matones con la orden de atravesar a espada a quien se la hubiera llevado.

Capítulo 6

L
legaron las primeras lluvias de primavera y con ellas nuevos barcos y bastimentos, lo que aumentaba la sensación de que cualquier día partiríamos rumbo a Inglaterra. También llegaron más hombres, hasta completar los treinta mil que deseaba el Almirante.

Teníamos por maestre de campo general a don Francisco de Bobadilla, y contábamos con hombres de la valía de don Alonso Martínez de Leyva, general de la caballería de Milán, pariente y predilecto de Su Majestad, quien había de ser, según se decía por los mentideros de Lisboa, el sucesor de Medina Sidonia si a éste le ocurriese alguna desgracia.

Como aún no habíamos recibido órdenes precisas acerca de la misión, el duque de Medina Sidonia convocó a todos los capitanes para comunicarles, de viva voz, cuál sería la ruta y cómo habíamos de proceder cuando la flota de Drake saliese a nuestro encuentro. Además, sabíamos que no todas las tripulaciones estaban al completo y que habría cambios de última hora para reordenar tanto a marineros como a soldados en cada navío. Teníamos la certeza de que don Álvaro de Mejía navegaría en nuestro galeón, y que tendríamos por capitán de mar a don Francisco Paredes, un experimentado marino curtido en mil batallas. También se embarcaría con nosotros don Francisco de Cuéllar. Este había mostrado su disposición y su deseo de servir como capitán en alguno de los navíos, pero no le había sido concedido por el momento tal privilegio. Sin embargo, no conocíamos aún el nombre de quien había de ser segundo del capitán de la gente de mar, ni si nuestra compañía había de ser dividida o, como todos deseábamos, navegaríamos juntos. Esto no era capricho, ni ánimo de juntarnos por ser amigos o conocidos unos de otros, sino por la costumbre que teníamos de combatir coordinados, sin necesidad de gritarnos órdenes en medio de la batalla, cuando las cosas ya no tienen solución.

Así que hubo de nuevo consejo en el
San Martín
, terminado el cual se armó mucho revuelo en el puerto, por el deseo de saber el resultado y hacer la última composición antes de partir. Como teníamos permiso hasta mediodía, nos juntamos más de diez hombres para recorrer toda Lisboa, si era preciso, en busca de De la Parra, sobre quien pesaría pronto —si no dábamos con su paradero— orden de busca y captura por deserción, amén de la que ejercerían los matones que esperaban ajustar cuentas y cobrarse los servicios prestados por la mora desde que saliera de
A pérola preta
. Recorrimos la ciudad de punta a punta, desde el fuerte de San Julián hasta los arrabales del norte, y no encontramos ni rastro del de Coria. Supusimos entonces que había escapado de allí camino de España, aunque todos sabíamos que no llegaría lejos, salvo si se hacía de una buena cabalgadura o si lograba refugiarse en la quietud de los campos hasta poder zarpar hacia Italia o cualquier puerto del Mediterráneo.

Como la búsqueda no daba resultado regresamos al muelle y encontramos el galeón con mucha actividad, con los marineros pintando el casco y ajustando la jarcia, mientras los soldados que habían permanecido a bordo se afanaban en colocar en la santabárbara nueva munición y en las bodegas más víveres y algo de ropa. Había hombres colgados de los obenques y los estays, otros subían por los flechastes y una buena parte permanecía reparando burdas y repasando vergas como si fuesen a desplomarse de penóles a cubierta en cualquier momento.

—¿Ha venido ya Mejía? —pregunté al manchego Francisco Chico, cuyo apellido servía de chanza entre la tropa dada su escasa altura.

—Está abajo. Ya tiene equipo —me dijo mientras contaba las balas de plomo que guardaba en el cinto.

—¿Quiénes son? —me interesé.

Me miró apartando la vista de las pelotas de plomo, enarcó las cejas y se encogió de hombros mientras me decía:

—Ni idea. No los conozco. Han venido dos con él, además de don Francisco de Cuéllar.

—Lo mismo llaman a los oficiales, así que no nos apartaremos de aquí hasta nueva orden —nos sugirió Idiáquez—. Esto se está poniendo al rojo vivo y no me extrañaría que diesen la orden de zarpar antes de que nos demos cuenta.

En el muelle alguien se afanaba en dictar las cuentas pendientes con proveedores de Lisboa y de otros lugares de Portugal y también de España: «
6.600 escudos a Juan López por 3.000 quintales de bizcocho
; 7.
700 escudos a García Núñez por 3.300 quintales de pan; 1.500 escudos a Martín Gómez por 450 vestidos de lienzo; 1.500 escudos a Baltasar Alonso por 7.000 sacos de anjeo…
»

Me entretuve escuchando aquella relación de los dineros que se debían, hasta que anunciaron que se pasaría revista y nos ordenamos en cubierta marineros, grumetes, pajes, infantes, alférez, sargentos, cabos… Todos formamos lo más decorosamente vestidos que pudimos, ajustándonos los arreos y echando mano a morriones, picas y alabardas. Permanecimos unos minutos a la espera, hasta que al fin apareció Mejía en solitario y se dirigió a la compañía:

—Subirá en un momento el capitán Paredes que, como sabéis, se hará cargo de este galeón en cuanto a las cosas y gentes de mar. También subirá su segundo, a quien, en mi ausencia y en la de don Francisco, debéis obediencia so pena de muerte. Eso no hace falta que os lo diga. Va de oficio.

Alguno de los nuestros masculló algo así como «amén», y Mejía miró muy serio a la fila.

—Si vuestras mercedes tienen algo que decir lo harán dando un paso al frente, como corresponde a hombres e hidalgos españoles, pues si no tendré que creer que la madre de alguno es de dudoso origen. ¿Cierto?

Nos miraba muy serio, apretando los dientes y con la mano apoyada en el pomo de la espada que colgaba del cinto. Era don Álvaro como un padre, cariñoso por las buenas y severo por las malas, y no le temblaba el pulso al infligir castigo cuando consideraba que se habían traspasado los límites de lo correcto.

El incidente no pasó a mayores y siguió durante un rato sermoneándonos acerca de la disciplina, el deber y la defensa de la verdadera fe, de nuestro servicio a la Corona y a la persona de Su Majestad Católica y de lo mucho que temían en Inglaterra a la infantería española. Nos comunicó que desplegaríamos velas en apenas unos días y que los barcos habían de estar cargados y preparados para zarpar sin más demora. Nos dirigiríamos hacia el Canal de la Mancha, y teníamos como objetivo principal favorecer el paso de las tropas de Flandes —al mando del duque de Parma, don Alejandro Farnesio— a las costas inglesas, a la altura de la desembocadura del Támesis o donde fuera dable hacerlo. Tras el gran ejército, nosotros desembarcaríamos también, dejando en los barcos la gente imprescindible para mantener el bloqueo del canal.

En Inglaterra seríamos bien recibidos por los católicos de aquel país y tendríamos que guerrear contra los ejércitos de la reina y contra cualquier hereje que se les uniese, pero si todo salía como estaba pensado, no habría ejército en la isla para hacer frente a nuestra infantería y a la del duque de Parma juntas.

—¿Alguna pregunta? —nos interrogó mirándome fijamente, como si al dirigirse a un hombre de su mayor confianza quisiera dar por zanjada la cuestión.

Nadie se atrevió a preguntar, aunque eran tantas las cuestiones que se dejaban en el aire que necesitaríamos mucho tiempo para conocerlas. Todos sabíamos que era cuestión de paciencia el enterarse de los pormenores, y no era el momento de entrar en detalles, pues Mejía no iba a contestar a los asuntos más delicados. Sin embargo, no podía resistirme a hacer una sola pregunta, pues deseaba conocer cuál era la composición de la flota inglesa y cómo eran sus barcos y la infantería que iba en ellos. Cuando me disponía a interrogar sobre ese particular al capitán, aparecieron Cuéllar y Paredes, con el segundo de a bordo. Al dirigir mi mirada hacia el grupo me flaqueó tanto el ánimo que estuve a punto de saltar por la borda.

—¡Señores! —gritó Mejía—, les presento a don Martín Ledesma de Guzmán, el segundo de a bordo. Hombre de gran experiencia y sobradamente preparado para ello. Viene de Llerena, de Extremadura, y pertenece a un noble linaje de cristianos viejos. El se hará cargo de este galeón si a nosotros, Dios no lo quiera, nos sucediera una desgracia.

En esos momentos, mi primo hermano Martín Ledesma me miró con los ojos inyectados en sangre y odio, fríos como el acero de una daga.

Capítulo 7

N
o cabe duda de que mi existencia ha sido un penar desde la infancia, pero ninguno de los infortunios que he sufrido puede compararse con haberme cruzado en el camino con mi primo Martín.

Siendo yo todavía un mozalbete, los llantos por la muerte de mi padre resonaron durante días en la alcoba de al lado y durante meses por toda la casa. Al principio fue su ausencia, el vacío, la marcha de un ser querido; pero luego vino la humillación, cuando mi señora madre abrió el testamento ante los albaceas y pudo comprobar que casi toda nuestra herencia la había malgastado con una fulana con la que mi padre la había estado engañando durante los últimos años de su vida. Si algo nos había correspondido eran deudas que habríamos de pagar vendiendo lo que por fuerza heredaríamos sus hijos.

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