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Authors: José Luis Gil Soto

La colina de las piedras blancas (5 page)

A partir de aquel momento acudió a los ojos de mi madre una tristeza estremecedora. Apenas salía de casa, pues tenía miedo de la gente del pueblo, que la herían de muerte con sus comentarios, haciendo sangre de la desgracia de nuestra familia. A mi hermana Amelia y a mí nos preguntaban por la calle: «¿es verdad eso de que vuestro padre os ha dejado en la miseria?» Otros hacían conjeturas acerca de nuestras vidas, prediciendo que tendríamos que venderlo todo y emigrar para vivir de la misericordia.

Luego fueron los niños en la calle los que nos castigaron con sus chanzas crueles, pues hablaban de lo que oían en sus casas con la inocencia propia de los infantes. Hasta que las punzadas derivaban en pendencias que me obligaban a pelear contra medio pueblo y llegar a casa chorreando sangre por la nariz, a fuerza de defender mi idea del honor, si es que éste puede sentirse a tan tierna edad.

Mi madre dejó de llorar un buen día, y a partir de ese momento permaneció anclada en sus ojos una tristeza que daba a su rostro un aire neutro, inerte. Cuando acudía yo sollozando a su regazo después de haber mantenido pelea, ella no se apenaba de mi estado lamentable, sino que me curaba sin decir palabra, mirándome tan seriamente que se me cortaba el llanto de puro escalofrío.

Y así pasaron varios meses, durante los cuales vimos cómo las tierras que habían pertenecido a mi padre —y antes que a él a mi abuelo, y al abuelo de mi abuelo—, iban a parar a las manos que suciamente nos las habían arrebatado. Y luego fueron las casas, los graneros, el ganado…

Por mi inocencia, lo que más me importaba eran las habladurías de los demás niños del pueblo, sin caer en la cuenta de que mi verdadero problema no había llegado aún; sólo fui consciente de ello el día en que conocí al capitán Mejía.

Todo sucedió cuando los soldados entraron en el pueblo para hacer gente. Traían conducta para el reclutamiento voluntario, lo cual anunciaban ensalzando las virtudes del soldado, las glorias venideras y la hidalguía que había de ganarse en batallas por medio mundo. Contemplé aquel singular conjunto con la curiosidad del jovenzuelo que ha dejado de ser niño pero que aún no ha alcanzado la condición de hombre adulto. Junto a los pocos amigos que conservaba —aquéllos que no me herían con sus lenguas viperinas— admiraba la verborrea del capitán que hacía uso de licencia para reclutar su propia compañía: un hombre distinguido, erguido junto a su caballo, curtido en mil guerras para engrandecimiento de la patria y de la verdadera religión.

Habían entrado en Yepes por el camino de Aranjuez, y venían en una caravana digna de admirarse. Abrían la comitiva el capitán y sus hombres de confianza, y les seguían los jóvenes que habían conseguido reclutar por los pueblos de la comarca, desde Madrid hasta Ocaña. Los mirábamos boquiabiertos, soñando con ser algún día soldados del rey, armados con espadas, arcabuces y mosquetes, luciendo coseletes y morriones, o sombreros y chapeos que ocultaban cicatrices que más nos parecían condecoraciones y méritos de guerra.

Pararon en la plaza del pueblo, y desde allí dieron a conocer la conducta del capitán otorgada por el rey:

Don Felipe, por la gracia de Dios, rey de Castilla, de León, de Aragón, de las dos Sicilias, de Jerusalén, de Portugal, de Navarra, de Granada, de Toledo, de Valencia, de Galicia, de Mallorca, de Sevilla, de Cerdeña, de Córdoba, de Córcega, de Murcia, de Jaén, de los Algarves, de Algeciras, de Gibraltar, de las Indias Orientales y Occidentales, Indias, islas y Tierra Firme del Mar Océano, archiduque de Austria, duque de Borgoña y de Bravante y de Milán, conde de Aspurg, de Flandes y de Tirol, de Barcelona, Rosellón y de Cerdaña, señor de Vizcaya y de Molina, etc. A vos, los concejos, justicias, regidores, caballeros, escuderos, oficiales y hombres buenos de todas las ciudades, villas y lugares destos mis reinos y señoríos, salud y gracia. Sepádes que por algunas causas convenientes al servicio de Nuestro Señor y mío y bien destos reinos, he acordado que se haga cierto número de infantería y dado cargo a Álvaro de Mejía, mi capitán, se haga y levante doscientos y cincuenta infantes; por ende, y a vos mando, que cada uno de vos en los dichos vuestros lugares y jurisdicciones deis y hagáis dar al dicho capitán todo el favor y ayuda que hubiere menester. Asimismo os mando que al dicho capitán y gente que así hiciere le hagáis aposentar en los dichos vuestros lugares, sin les llevar por el aposento dineros ni otra cosa alguna, y que no consintáis revolver entre ellos ruidos ni cuestiones algunas. Antes le hagáis todo buen tratamiento como a gente que ha de residir en mi servicio, y le hagáis dar por sus dineros los bastimentos, bestias de guía y otras cosas que hubieren menester a precios justos y razonables. Todo ello so pena de la mi merced y de diez mil maravedís para mi Cámara a cada uno que lo contrario hiciere…

Tan regias palabras resonaban en eco por las fachadas de la plaza. Luego el capitán nos deleitó con una sonora perorata llamando a la obligación de la defensa de nuestra patria. Cuando terminó, comenzaron sus ayudantes a tomar nota de su botín, alistando a los voluntarios. Habían de permanecer allí al día siguiente para terminar su labor, y los muchachos seguimos a tan distinguido personaje por ver dónde paraba aquella noche, y cuál sería la ilustre casa que lo acogiese haciendo caso a las palabras que el rey había plasmado en su conducta.

Junto a uno de sus hombres abandonó la plaza y tomó la calle principal, que era la mía, hasta que paró el caballo, descabalgó y, para envidia de todos los jovenzuelos del pueblo, entró a pernoctar en mi propia casa. Y es que el capitán Mejía resultó ser pariente de mi madre y camarada de mi señor padre, que en paz esté.

Mi madre abandonó por unas horas su voz neutra y se desahogó mucho, lamentándose de su desgracia durante la cena. Y por primera vez fui consciente de que aquella miseria me afectaba muy directamente, cuando mi madre nos mandó a la cama a mi hermana y a mí y escuchamos la conversación mirando por el ojo de la cerradura.

—Álvaro, por amor de Dios —le imploraba sollozando mi madre—, sabíais lo de Jerónimo y no me avisasteis.

El capitán la miraba cariacontecido. Lo del testamento parecía ser el fin del mundo. Ahora, transcurrido el tiempo sé que lo era; al menos, el fin de nuestro mundo.

—Vamos, Teresa. Esas cosas no se saben nunca —intentaba justificarse.

—Pero servisteis con él en Flandes. Y en Berbería… Y contra el Gran Turco, ¡cómo no ibais a saber que andaba con esa…!

—Vamos…, vamos —intentaba él consolarla.

—¡Pero si es que nos ha dejado en la miseria! —y se echó a llorar amargamente.

—Yo sólo puedo hacer lo que os he dicho —le dijo don Álvaro a mi madre señalando nuestra alcoba.

De súbito creí morir al comprenderlo. Tal era la miseria y la desesperación de mi madre, que no dudaba en pedir a don Álvaro que me acogiera a su vera y me adiestrara para el oficio de soldado.

—Es la única forma de recuperar el honor perdido, Álvaro —decía entre lágrimas—. Y de subsistir.

Lo miraba mi madre con sus ojos tristes de siempre. En realidad, ni mi hermana Amelia ni yo supimos si tanta tristeza se debía a su viudedad o al honor mancillado; aunque tal daba, pues descubrir la causa no iba a ahuyentar la tristeza.

—¿Y vosotras? —quiso saber él.

—He recurrido a la única hermana de Jerónimo, doña Tecla. ¿Os acordáis? Nos conocimos en la juventud, en Toledo, y hemos mantenido siempre buena relación a pesar de la distancia. Quería mucho a su hermano y me ha escrito mostrándose encantada de acogernos en su casa. Ahora vive en Llerena, en Extremadura, donde posee tierras y buenas casas que eran de su difunto esposo. Partiremos cuando haya conseguido vender lo poco que nos ha dejado y pagar las deudas.

A la mañana siguiente mi madre me preparó un petate con lo imprescindible para la partida, siguiendo las instrucciones de don Álvaro. Cuando se completó el reclutamiento en el pueblo nos dispusimos a partir. Antes de que la caravana se pusiera en marcha, mi madre le imploró que cuidase de mí.

—Teresa —le dijo él muy solemnemente—, sabéis por Jerónimo que el oficio de soldado no es un camino de rosas. Si todo sale bien, Rodrigo será un hombre respetado dentro de poco. Su condición de hidalgo le servirá para ascender y ocupar algún cargo cuando haya servido al rey en campaña.

Ante tales augurios mi madre pareció algo más conforme, aunque la despedida fuera lo más trágico que me había sucedido nunca. Nos encaminamos hacia las afueras del pueblo y ella, junto a otras madres y parientes de reclutas, vino a decirnos adiós por última vez con mi hermana de la mano.

—Cuídate hijo mío —me dijo sin más, con esa tristeza fría y gris en la mirada.

—No os preocupéis, madre. Don Álvaro será como un padre y sabrá enseñarme cuanto necesito para hacer carrera en la milicia —le decía yo animoso, aunque ocultaba a duras penas mis irreprimibles ganas de llorar.

Abracé a mi hermana Amelia, que tenía por entonces catorce años y estaba en esa edad en que una madre tiene que decidir su futuro por siempre. Mucho me temía yo que iría a parar a un convento, o que se concertaría un matrimonio que le fuese ventajoso en la medida de lo posible, pues sin dote que ofrecer ningún hidalgo la querría, pese a ser descendiente de uno de los linajes más afamados de Toledo. Al despedirme de ella, la vi más guapa que nunca y percibí que se estaba haciendo una mujer.

Al fin nos pusimos en marcha. Les dije adiós con un nudo en la garganta y se me desplomó el alma a los pies cuando las vi permanecer inmóviles mientras me alejaba; allí, como pasmadas, aguardando un futuro incierto lejos de aquellas tierras.

Ahorraré trámites y diré únicamente que mi primer destino fueron los presidios de Italia, pues en mi condición de bisoño no podía participar aún en misión alguna para la que se requiriesen veteranos hechos a las duras campañas de Flandes o del Mediterráneo. Luego, cuando hube adquirido instrucción y me hice un hombre a fuerza de padecimientos, partí para Levante, en misiones casi siempre inciertas de control de nuestras costas, en busca de corsarios y yendo contra el moro las más de las veces. Me forjé en labores de marear, viendo cómo los diestros marinos españoles hacían de las jarcias un simple juego de marionetas, llevándonos desde Cartagena hasta el Adriático. Curtido en cosas de moros, regresé a España por poco tiempo. Cuando quise disponer de unos días para visitar a mi madre y a mi hermana, tuve de nuevo que partir, esta vez hacia Flandes, y serví allí durante algo más de dos años, pasando cuantas calamidades puede pasar un soldado de infantería de los tercios de Su Majestad Católica. Es aquella nación un humedal infinito, que se mete en los huesos para no salir jamás, donde sólo los hombres más curtidos pueden sobrevivir a los rigores del clima. Padecimos hambruna y enfermedades, sufrimos estocadas, malas cicatrices y plagas de piojos, y no dejamos de ser medio animales hasta que el capitán nos comunicó que regresábamos a España para armarnos de nuevo y cumplir una importante misión por las costas de Berbería.

A nuestro regreso a Madrid nos comunicaron que, en tanto se ponía en marcha de nuevo el tercio, contábamos con suficiente tiempo como para visitar a nuestras familias, alimentarnos lo imprescindible para rellenar los costillares y reponer fuerzas para aguantar otros dos años malcomiendo y padeciendo calamidades por doquier. Así que yo, deseoso de ver a mi madre y de conocer a esa familia de Llerena que había acogido a la mía, me encaminé hacia el sur y me despedí de algunos de los amigos que había hecho durante los años pasados en Flandes, con la promesa de volver a vernos muy pronto, de nuevo entre pólvora, salitre y sudor.

Recuerdo gratamente el viaje hacia el sur, entre encinares interminables, jarales olorosos y paisajes de ensueño, muy lejos de los malos pasos de Flandes, donde los pantanos nos cubrían de agua hasta la cintura.

Oí las campanas de Llerena en lontananza y, al aproximarme a sus calles, me sorprendió sobremanera la grandeza de la población, pues yo me figuraba apenas una aldea cuando en realidad se trataba de un gran asentamiento donde se levantaban iglesias, conventos y casas solares de cierto abolengo.

Mientras me adentraba por las calles de Llerena, en busca de la casona donde vivía mi madre con mi tía, junto a una de las parroquias, notaba yo cómo las mozas con las que me cruzaba sonreían coquetas al ver a un curtido y apuesto soldado del rey.

Vivían mi madre y mi hermana con mi señora tía y sus dos hijos varones, pues la única hembra que había parido profesaba en el convento de Santa Ana de Badajoz y no pude conocerla. En cuanto a mis primos, uno era muy dado a canciones y a oficios poco provechosos; y el otro era un marino de prestigio, que había viajado en los galeones de las flotas de Indias y se encontraba ahora disfrutando de un permiso antes de volver a incorporarse al servicio.

Me llamó la atención el recibimiento, pues accedí a la casona por la puerta falsa, por donde entraban y salían bestias, mercancías y asalariados, y fui a encontrarme con mi madre y con mi hermana en aposentos que diríanse de servidumbre, cosa poco propia para nuestro linaje y para la honra con que lucía en Llerena el nombre de doña Tecla.

No voy a detallar cuánto se holgó mi madre de verme, ni tampoco cuánto lloró lamentándose de encontrarme flaco y malgastado, mientras una y otra vez me acariciaba una barba que antes no tenía y me besaba la frente poniéndose de puntillas sobre un tajo de corcho. Me miró de arriba abajo con sus ojos tristes y noté en ella una amargura añadida, algo que había cambiado desde que cinco años atrás la viera por última vez, a las afueras de Yepes.

—¡Estás hecho un hombre! —me decía, y me abrazaba y acariciaba de nuevo, mascullando el nombre de mi padre, sin atreverse a nombrarlo en voz alta y exaltar mi parecido con él.

Pasadas las lisonjas y los rezos, vine a averiguar que mi madre había dispuesto ya la marcha de aquella casa, conviniendo con mi tía el alojamiento en una pequeña hacienda a las afueras, en compañía de una vieja criada y un lacayo bien resuelto, que cuidarían de ella.

Al parecer, durante los primeros años, todo habían sido alabanzas y buenas maneras, pero vino a torcerse la convivencia cuando el mayor de mis primos, don Martín de Ledesma y Guzmán regresó de Indias.

Los detalles de lo ocurrido me fueron ocultados en un primer momento, pero cuando Amelia advirtió que yo me percataba de que algo anormal ocurría en aquella casa, dejó de disimular, se derrumbó y me contó toda la verdad:

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