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Authors: José Luis Gil Soto

La colina de las piedras blancas (9 page)

El alférez se fue en derechura para Orellana, lo sujetó por el brazo y lo arrastró hasta donde me encontraba. Me miró enfurecido y luego se volvió hacia el cabo.

—Si volvéis a armarla, no tenéis cuartel —nos amenazó.

El océano nos abrazó lentamente. Las urcas navegaban tan a la deriva que resultaba imposible mantener la flota agrupada y a la misma velocidad. Aunque los vientos no soplaban favorables y continuamente teníamos dificultades que retrasaban nuestra marcha, los navíos formaban un grupo más o menos cohesionado, salvo las urcas, como digo, que nos obligaban con frecuencia a poner los galeones en facha o arrizar velas para esperarlas. De este modo, tardamos más de trece días en recorrer unas ciento sesenta millas hasta llegar a la altura de Finisterre, donde Medina Sidonia había pensado anclar para cargar víveres y algo de agua fresca.

Como ciertas naves venían con retraso, estuvimos cuatro días esperando, pues precisamente las más lentas eran las que acarreaban las vituallas, y hasta que no llegasen a nuestra altura no podíamos enviar las pinazas a la costa para llenar las bodegas.

Sucedió entonces que recibimos señales del
San Felipe
para comunicarnos que carecían de agua potable.

—No es posible. Llevamos apenas quince días de navegación, más el tiempo que estuvimos en el río, antes de poder hacernos a la mar, en Lisboa… aproximadamente un mes —calculó el capitán Mejía.

Tendría que haber agua para más de cuatro meses; pero los barriles fabricados con duelas verdes y aquéllos que eran tan viejos que apenas podían soportar su propio peso, habían podrido el agua o la habían derramado, dejando sin existencias al galeón.

En los días siguientes se repitió el problema del agua en otros navíos. Y luego ocurrió lo mismo con la comida, de modo que pronto empezaron a sucederse el desabastecimiento y las enfermedades, pues el interior de los barriles era una masa pútrida con la que difícilmente podía alimentarse a una bestia. Y aunque los soldados de Su Majestad éramos poco menos que alimañas hechas a todo tipo de sufrimientos, nuestras entrañas aún sabían distinguir los víveres sanos de aquéllos que no lo eran, y en todos los barcos aparecieron casos de enfermos que preferían echarse por la borda a tener que soportar los espasmos y las fiebres.

En muy poco tiempo, una epidemia de tabardillo de pintas rojas vino a mermar las fuerzas y a sembrar la alarma entre los oficiales, que no sabían cómo actuar al ver a sus hombres caer uno tras otro y retorcerse sobre los jergones a soldados que habían aguantado semanas enteras sin comer más que un mendrugo de pan duro como una piedra, en las trincheras de Flandes.

Sólo había una solución: teníamos que entrar en el puerto de La Coruña a llenar las bodegas, sin esperar a los rezagados, por lo que se acordó que unas cincuenta embarcaciones completásemos la operación mientras el resto esperaría en alta mar.

Pero quiso el destino que nuestras desgracias no viniesen solas. Cuando entramos en el puerto comenzó a azotarnos un viento endiablado que anunciaba tormenta. A eso de la medianoche de aquel día la tempestad causó estragos en la flota: una pinaza rompió amarras y se precipitó contra un galeón. Luego, varios barcos maniobraron apresuradamente, siendo arrastrados mar adentro sin orden alguno, desapareciendo sus fanales de nuestra vista.

El
San Marcos
, bien dirigido por Paredes y con el piloto maldiciendo, consiguió mantenerse en el puerto con gran dificultad. Pudimos ver cómo algunos de los que habían entrado con nosotros eran tragados por la oscuridad, y tanta era la incertidumbre, que incluso los soldados ayudábamos cuanto podíamos achicando agua de la sentina y maniobrando la jarcia cuando nos lo pedía la gente de mar.

—Aplaca Señor tu ira… —rezaba repetidamente Francisco Chico.

El manchego odiaba las tormentas. Había visto morir a uno de sus hermanos partido en dos por un rayo, cuando volvían a casa después de haber hecho buena presa en una tarde de caza. Cuando se desencadenó la tempestad, su hermano acudió a cobijarse bajo un árbol, mientras él, afanado en amarrar el perro que los acompañaba, quedó lejos del improvisado refugio. Entonces, desde donde se encontraba, pudo ver el destello deslumbrante, y cómo la chispa era engullida por la tierra después de haber atravesado de cabeza a pies al pequeño de los Chico.

—Ve abajo, si quieres —le dije, pues conocía la historia y no era imprescindible que ayudase en cubierta.

—Aplaca Señor tu ira… —dijo por toda repuesta, y siguió afanado con la escota, cerrando los ojos mientras tiraba fuerte.

La lluvia nos maltrataba como si nos estuviesen asaeteando desde la verga del trinquete. Si mirábamos arriba para comprobar el movimiento de los mástiles, las gotas nos cerraban los ojos y nos golpeábamos unos contra otros al perder el equilibrio por el vaivén del barco.

Así estuvimos toda la noche. Antes del amanecer, comenzó a amainar y muchos de los hombres pudieron irse a descansar. Yo preferí permanecer en cubierta, ayudando a limpiar cuanto fuese necesario; la noche de vigilia me había espabilado el sueño. Cuando el sol asomó por encima de la ciudad, arrojó luz sobre el mar en calma y pudimos ver con asombro cómo había desaparecido todo rastro de la Armada. Donde la noche antes había más de cien barcos quedaban sólo unos pocos, pues los demás habían sido arrastrados por el vendaval y no había ni rastro de ellos.

El duque envió un despacho a lo largo de la costa y ordenó a varias pinazas salir en busca de la flota perdida. Al atardecer supimos que Leyva se encontraba en un punto cercano al puerto de Vivero y que en Gijón habían recalado dos galeazas a la deriva.

A mediodía del día siguiente aparecieron velas en el horizonte. Resultó ser Juan Martínez de Recalde con diez barcos, lo cual supuso gran contento entre la marinería y los soldados que nos encontrábamos en el puerto llenando las bodegas de los pocos que quedaban allí. Todavía ignorábamos el paradero de casi treinta barcos, entre los que se encontraban tres de las mejores naves de la flota. De los treinta mil hombres que habíamos salido de Lisboa, más de seis mil se encontraban en las embarcaciones desaparecidas, y de los que nos hallábamos en el puerto la mayoría se encontraban gravemente enfermos, retorciéndose en sus jergones y maldiciendo de la comida, del agua y de la señora madre de la reina Isabel.

Como la situación seguía siendo delicada, se celebró consejo en el
San Martín
con el fin de decidir si levábamos anclas en busca de los navíos extraviados o avanzábamos hacia Inglaterra. Finalmente se determinó que permaneceríamos anclados en La Coruña, a la espera de que apareciese el resto de la flota. Si es que aparecía.

Durante la espera yo también caí enfermo. Parecióme que dejaba este mundo cuando, una noche, tras cargar el último barril de agua limpia, me apoyé sobre unas cajas de madera antes de dejarme caer en un jergón con mucho dolor y descomposición de vientre. Corrí a colgarme de la borda, para proceder como solíamos, dejando un presente en el amplio mar; pero no hubo tiempo ni para eso. De inmediato perdí el control de mi cuerpo y en un amén me hice todo encima como si fuese un niño, estremeciéndome por el frío sudor y las fiebres, a modo de los otros soldados que había visto enfermar al llegar a Finisterre. El serviola acudió raudo a mi encuentro para evitar que cayese al agua.

Fui empeorando. Los dolores de vientre dieron paso a altas calenturas, espasmos y delirios, por lo que, al cabo de unos días, me trasladaron a la urca hospital
San Pedro el Mayor
, la única que quedaba para tales menesteres después de que la
Casa de Paz Grande
hubiera desaparecido con los otros barcos. Allí me tumbaron en un lecho dispuesto sobre una tarima corrida: un jergón de anjeo relleno de paja, arropado hasta la cabeza por dos frazadas. Recibí las atenciones de los médicos y barberos, y me administraron los boticarios cuantas medicinas puede ingerir un hombre. Los cuidadores se afanaban de un lado para otro, asistiendo también a las decenas de enfermos que acudían cada día desde los otros barcos.

Así que fueron semanas de delirio recibiendo los cuidados de unos y otros, hasta que flaqueó mi ánimo y creí morir en las tripas de aquel barco. Luego, viendo que no había solución, me trasladaron al hospital que el duque había improvisado en La Coruña para el cuidado de los enfermos de la flota, que cada vez éramos más; y allí acudían a visitarme algunos de mis camaradas cuando les era concedida licencia para desembarcar en busca de carne fresca, pescado, verdura y frutas.

En una de estas salidas vino a verme el alférez, justo en el momento más delicado de mi estado de ánimo, pues me encontraba tan enfermo que a cada momento se me hacía ver la muerte a los pies de mi cama. Lo miré sin ser capaz de hacerle siquiera un gesto de saludo. Entonces saqué fuerzas de mis entrañas y le dije muy por lo bajo:

—Creo que hasta aquí hemos llegado.

Mi voz no salía del cuerpo. Más bien era cosa de hígados que pudiera yo elevarla por encima de lo inaudible. Obligué a Idiáquez a inclinarse sobre el jergón para escuchar lo que tenía que decirle:

—Pláceme haberos conocido —le dije sinceramente—. Sois hombre cabal y razonable, y por eso habéis de ser quien ejecute mi última voluntad.

El vasco hizo una mueca de desagrado, como maldiciendo su mal sino. O como desaprobando mi triste final. No pocos hombres habían sido arrojados por la borda en alta mar como consecuencia de aquellos males, o habían encontrado sepultura en La Coruña durante los últimos días por menos de lo que yo estaba padeciendo.

—Dígame vuestra merced… —dijo sin rebatir la hipótesis sobre mi próximo fallecimiento, lo que vino a asestarme la cuchillada final.

Tenía la boca seca y los sudores de mi frente empapaban un paño que a modo de emplasto me habían puesto para aliviar el tránsito. El capellán estaba avisado de que había de administrarme la extremaunción y yo lo esperaba como agua de mayo, para confesar mis pecados antes de obtener el pasaporte para donde tuvieran a bien acomodarme en la eternidad. Recordé entonces las palabras que mi madre había subrayado en el libro de salmos: «
…que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti
», y me llevé la mano al pecho para apretar fuertemente la medalla de la Virgen de Hontanar que me había dado el día en que nos separamos. Se me saltaron las lágrimas en un irreprimible llanto de pura pena, de hondo pesar por verme así, lejos de aquellos brazos que me habían asido cuando era pequeño, reconfortándome en mis temores cuando mi señor padre pasaba meses fuera de casa en busca de una gloria que nunca consiguió.

—Mi madre… —empecé a decir con mucha dificultad—. Mi madre se encuentra en una hacienda y mi hermana en el convento de la Concepción, ambas en Llerena.

El alférez asintió mirándome fijamente y luego volvió a aplicar su oído a corta distancia de mi boca, pues era tal mi debilidad que apenas me comunicaba por un hilillo de voz; como si al hablar terminase con la escasa vida que me quedaba.

—Martín Ledesma de Guzmán es un pariente que me odia.

Al escuchar aquello Idiáquez abrió los ojos como platos y meneó la cabeza de un lado a otro. Resopló y volvió a aplicar el oído cuando vio que yo entornaba los ojos en señal de asentimiento. «Hágome cargo» — le decía con aquél gesto— «Hágome cargo de mi propia suerte».

—¿Y qué tiene esto que ver con vuestra madre y vuestra hermana? —me susurró.

—Están en un aprieto porque Ledesma las echó de su casa, donde vivían con su madre, hermana de mi señor padre, como sabéis, fallecido hace tiempo —hice una pausa para tomar aliento y proseguí—. Enviad la paga que me corresponde como soldado del rey, y socorredlas si Ledesma las persigue, especialmente a mi hermana, a la que pretende con malos modos.

Idiáquez asintió sin convencimiento, con más preocupación en el gesto que con determinación de proceder según mis instrucciones. Aunque, llegado el momento, sabía que al menos se interesaría por el estado de la cuestión, pues era hombre de palabra y no podía defraudarme si moría yo en tales circunstancias. La última voluntad de un muerto puede perseguirte hasta tu ocaso.

Capítulo 12

D
esaparecieron los nubarrones y brilló el sol el mismo día en que mi salud mejoró milagrosamente, hasta el punto de permitirme volver al
San Marcos
. El puerto de La Coruña había ido recibiendo embarcaciones durante los últimos días y la flota se encontraba al completo, con sus hombres afanados en limpiar los cascos y reparar los desperfectos causados por la tempestad. Calafates, carpinteros, marinos y soldados transportaban toda clase de aparejos que iban y venían por cubierta, como si se tratase de un hormiguero ocupado en llenar sus almacenes antes del crudo invierno. Aunque en realidad, a nosotros no nos esperaba tal cosa, sino una travesía que no podía fracasar por el bien de nuestra nación y de todas las naciones que profesaban la fe católica.

Holgábame mucho de haber notado mejoría, recibiendo los cuidados de médicos, boticarios, enfermeros y monjas; comiendo y bebiendo como hacía años no había hecho y durmiendo confortablemente sin armas al cinto ni olor a pólvora. Si habitualmente comíamos menestra de habas, tocino o tasajo y algo de bizcocho con un tercio de azumbre de vino, durante mi estancia en el hospital había sido alimentado con lo que denominábamos «la dieta»: gallina, carnero, huevos, azúcar, frutos secos, frutas, verduras, pasas y confituras, de modo que vine a engordar algo y a reponer muchas fuerzas.

Cuando noté bajo mis pies las tablas de la cubierta del barco sentí grande alivio, lo que incrementó mis ganas de trabajar y de hacerme a la mar de nuevo para ir contra Inglaterra. Sabíamos que no íbamos a sorprenderlos después de nuestros contratiempos, pero confiábamos en que Drake y su flota nos esperase con el miedo que, por fuerza, tenía que causarles un enfrentamiento con nuestra Armada pues, como digo, durante los días que permanecimos en La Coruña los barcos cambiaron de aspecto y lucieron trapos, jarcias y palos nuevos, se limpiaron cubiertas, se ajustaron cureñas y ondearon de nuevo las cruces de Borgoña como emblema de nuestros tercios, más dispuestos que nunca a cumplir la misión encomendada.

Me complacía en comprobar que la suerte nos sonreía de nuevo. Aquella mañana el mar estaba en calma, la temperatura era agradable y sentía en mi rostro una ligera brisa que me acariciaba suavemente. Cerré los ojos y aspiré el olor a mar que tanto me gustaba, mientras escuchaba el graznido de las gaviotas que acudían a los barcos. Se oía el ruido monótono de martillazos y clavos hundiéndose en la madera, sierras, tenazas, berbiquíes… Me dejé llevar por una profunda relajación, intentando retener ese instante de bienestar, hasta que sentí una mano en mi hombro que me sacó de la profundidad de mis pensamientos. Antes de que pudiera girarme escuché:

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