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Authors: José Luis Gil Soto

La colina de las piedras blancas (10 page)

—¡Me alegro de veros sano, Montiel!

Me giré entonces y descubrí a un sonriente Cuéllar que lucía muy buen aspecto.

—¡Don Francisco!, yo me alegro igualmente —le dije con sinceridad—. Decidme… ¿dónde están los demás? El barco parece muy tranquilo.

—Se está haciendo nuevo reparto de gente. Ha habido muchas bajas y deserciones; y nuevos hombres han acudido a la llamada.

—¿Alguna baja importante? —quise saber.

—El capitán don Francisco de Paredes se encuentra muy enfermo y no acaba de recuperar la salud. No podrá embarcar de nuevo.

Miré con sorpresa a Cuéllar. Tal vez eso quisiera decir que el nuevo capitán del barco seria Ledesma, y de sólo pensarlo se me revolvieron las tripas.

—¿Y quién será el nuevo capitán? —pregunté con temor a oír la respuesta que menos me interesaba.

—Yo mismo, querido Montiel —dijo palmeándome la espalda y sonriendo de oreja a oreja—. Así lo ha querido el rey.

Me mostré encantado con la noticia. Recibió mis parabienes más sinceros, pues el hecho de que tanto Mejía como él estuviesen al mando, me garantizaba protección frente a Ledesma y me hacía gozar de ciertos privilegios que no hubiera tenido de otra manera. Las cosas no podían ir mejor desde mi recuperación.

Luego fueron subiendo a bordo el resto de los hombres. Me fui abrazando a mis compañeros, que se felicitaron de verme sano y fuerte. Ledesma embarcó también, con cara de pocos amigos. No sólo no se alegró de verme, sino que el nombramiento de don Francisco de Cuéllar como capitán le había dejado un poso de rencor que afloraba sin disimulo a su semblante.

Me contaron entonces que las bajas habían sido cuantiosas, entre fallecidos, enfermos, desertores y caballeros que se pensaron mejor si tal aventura era para ellos. Hasta que no vieron la posibilidad de que en aquellos barcos pudiera pasarse tanta miseria y calamidad, no se hicieron a la idea de los peligros que les acechaban, así que decidieron abandonar. Uno de los abandonos fue el de don Lope de Vega, a quien no volvimos a ver sin saber por qué, y temimos que hubiese muerto. Luego supe que se encontraba sano y salvo y me alegré harto, pues durante la estancia en Lisboa pude compartir con él momentos de deleite en lo que al verbo se refiere, y mostrábase como un gran y ocurrente escritor que merecía ser apartado de tan peligrosa empresa y puesto a buen recaudo.

Y así fue como pusimos rumbo a Inglaterra, alentados por miles de personas que quisieron despedirnos desde el puerto. Como los grandes barcos estaban varias millas mar adentro, nos hacían señales con banderolas y sombreros desde la costa. Si la despedida que nos había prodigado Lisboa hizo aflorar la emoción y las lágrimas en los hombres rudos que éramos, la de La Coruña nos abrió las carnes de puro escalofrío. Tal vez hasta ese momento no entendimos los soldados y marinos españoles cuál era la magnitud de aquella empresa, y cómo el acontecimiento formaba parte de la grandeza de nuestra Corona y de la Iglesia de Roma.

Aunque yo seguía muy preocupado por las consecuencias que podía acarrearme tener por superior en aquel navío a Martín Ledesma, la recuperación tras mi enfermedad me hacía ver el futuro con optimismo. Tal vez Dios quisiera verme a su lado en pocos días, cuando al fin nos entregásemos al combate en las aguas del canal o en sus proximidades, pero ahora estaba vivo, sano y fuerte, y me deleitaba con la contemplación de la flota, más unida y bella que nunca, con sus barcos recién reparados y sus hombres descansados y bien alimentados. ¡Qué maravilla contemplar nuestra Armada!

Ceñíamos el viento alternativamente por cada banda, dando bordadas en maniobras que llamaban poderosamente la atención a los hombres de tierra que embarcaban por primera vez. Las viradas se sucedían a gran velocidad arribando y orzando para impulsar la nave con viento de través.

El capitán gritaba desde lo alto de la escala de babor de la toldilla, con el palo mesana a sus espaldas:

—¡Cazad! ¡Soltad!

Sus gritos y los del contramaestre recorrían cada banda en busca de la gente que a cada orden ejecutaba los movimientos, cazando escotas en perfecta sincronización para que el barco no perdiese velocidad, mientras navegábamos a un descuartelar.

Las indicaciones cambiaban al son del viento, y tan grande mole como era el galeón se escoraba o adrizaba según se antojaba a aquellos hombres que parecían haber nacido a bordo del
San Marcos.

—¡Timonel! ¡Esa caña! —se desgañitaba el contramaestre—. ¡Vosotros! ¡Largad las escotas!

El sol lanzaba destellos desde el agua y hacía brillar morriones y coseletes desde la toldilla al bauprés, la mayoría inútiles aún, pero preparados para prestar servicio en abordaje o en tierra, que tanto daba, si bien la infantería prefería jugársela teniendo materia firme bajo sus pies.

Desde el
San Marcos
podía divisar la mayoría de las embarcaciones surcando las aguas del Atlántico, y me parecía increíble que tales fortalezas flotantes abrieran el océano en dos con su proa, dejando luego un resplandor de plata abriéndose por la popa y perdiéndose en una estela de burbujas. Estaba yo tan acostumbrado a las galeras del Mediterráneo, mucho más pequeñas y manejables, que disfrutaba con aquella visión fantástica de los galeones de velas cuadras elevando al cielo sus mástiles coronados por los estandartes del rey: emblemas que habían de hacer temblar al diablo si éste osara cruzarse en nuestro camino.

A medida que nos aproximábamos al sur del Canal de la Mancha los nervios atenazaron a muchos de los embarcados. Yo miraba a un lado y a otro, ponderando el proceder de los que tenía más cerca, y sólo pude ver hombres hechos a la guerra, curtidos en mil batallas, con cicatrices de un palmo por todo el cuerpo, algunas de ellas sin cerrar, consecuencia de campañas o de malos lances por una cuestión de honor, mujeres o hacienda.

Vi a Pedro de la Vega con su toledana al cinto, apoyada la mano en el pomo. Dormía siempre con ella, por estimar que en su interior habitaba su ángel de la guarda. Había sido reclutado por el propio duque de Osuna, quien aportó al rey cuantos infantes pudo hacer al margen de la conducta de los capitanes.

Vega era de tradición campesina, hijo único de un labriego acomodado que necesitaba el impulso del ejército para hacerse un hueco entre los hombres principales de su villa. Su única ambición era triunfar contra Inglaterra, volver a su casa y hacerse cargo de su hacienda y de sus mayores, a los que mentaba cada día en un andaluz tan cerrado que era difícil de comprender.

A su lado, Juan Díaz el
Carbonero
oteaba el horizonte sin pestañear. Era un hombre corto de entendederas, pero hábil en el manejo de las armas y de cualquier herramienta que cayese en sus manos. De difícil verbo, su expresividad y sus ojillos negros y vivos transmitían lo que su lengua era incapaz, a fuerza de gesticular y moverse ágilmente mientras hablaba. Y aunque —como casi todos los demás— no había aprendido ni a leer ni a escribir, como soldado no tenía precio, y poseía esa sabiduría que sólo da el haberse criado sin tener más para comer que un duro mendrugo de pan y un pedazo de tocino medio rancio desde que despunta el alba hasta que se oculta el sol.

Algo más allá, en el alcázar, silencioso y pensativo, Idiáquez leía algo que no pude identificar desde mi posición. De vez en cuando levantaba la vista y miraba donde estaban los otros: el portugués Pinto, engrasando sus botas y su jubón de cuero; el manchego Chico, empeñado en aprender las diferencias entre la jarcia firme y la de labor, mientras uno de los oficiales del barco lo miraba con recelo por considerar que distraía a los marineros haciendo preguntas acerca de la función de obenques, escotas, drizas y estays; y más allá, don Diego Manrique de Lara, caballero voluntario, heredero de un noble de alta cuna de la Vera de Plasencia, que se preció de ser amigo del Emperador, y que apoyaba su mano en el pomo de la espada como si fuese a desenvainar de un momento a otro.

Avanzábamos, según decían, hacia el cabo Lizard. A la altura de Ushant, el viento cesó por completo y el cielo empezó a cubrirse de nubarrones que auguraban lluvia. Estuvimos así varias horas, mirándonos unos a otros como si estuviese a punto de cumplirse un presagio, y la incertidumbre se prolongó hasta mediodía. En las primeras horas de la tarde el viento comenzó a soplar de nuevo, acompañado de chubascos y tan violentamente que lanzaba las gotas de agua contra la piel como si fueran aguijones. Pronto nos cubrió una oscuridad siniestra y los barcos empezaron a dispersarse, aunque no nos perdíamos de vista unos a otros. Las galeras, por ser más largas y bajas que los galeones, empezaron a sufrir las consecuencias del oleaje. La
Diana
lanzó señales pidiendo permiso a la nave capitana para retirarse al primer puerto amigo que encontrase; sus cuadernas se habían agrietado y se habían abierto varias vías de agua. Medina Sidonia se lo concedió y lo extendió al resto de galeras que tuvieran dificultades, pero ninguna más fue a refugiarse a puerto alguno, sino que avanzamos conjuntamente en medio de las tinieblas.

La noche se presentaba difícil. Todos echábamos una mano a las órdenes del contramaestre y de nuestros mandos, ayudando a los marineros a gobernar la jarcia en momentos de tanta necesidad. El capitán se desgañitaba desde el alcázar, dando órdenes a babor y a estribor, recorriendo con su mirada el galeón a lo largo de la eslora. No había tregua; el viento roló al oeste-noroeste, soplando aún con mayor fuerza. Nos esforzamos hasta el amanecer por mantener los barcos a flote, entre voces y gritos de ánimo y esfuerzo. Luego, cuando el alba nos devolvió la tenue luz, las olas se tornaron gigantescas y desafiantes. Pese a todo, los navíos de la Armada continuaban sin perder el contacto entre ellos, siguiendo la estela del
San Martín
que nos guiaba hacia el norte. Cuando parecía que el temporal iba a abandonarnos definitivamente, volvió con más fuerza y nos tuvo sin dormir todo el día y parte de aquella noche, hasta que por fin comenzó a amainar y caímos rendidos sobre nuestros lechos, sin descuidar los turnos de guardia. Yo, harto de bregar con tanto cabo y destrozado de achicar agua, entré en una duermevela que me mantuvo agitado durante horas. Escuché con nitidez al grumete que cantaba la hora dando la vuelta a la ampolleta, hasta que al amanecer, el que había estado de guardia desde las tres, entonó su habitual cantinela:

«Bendita sea la luz

Y la Santa Veracruz,

Y el Señor de la verdad

Y la Santa Trinidad.

Bendita sea el alma

Y el Señor que nos la manda,

Bendito sea el día

Y el Señor que nos lo envía»

Luego rezó un Padrenuestro y un Avemaria, saludó a la tripulación y concluyó su recorrido por cubierta con el cambio de guardia.

Me ajusté el jubón y las calzas, y me ceñí al cinto la daga y la espada. Enrollé mi hamaca y, sombrero en mano, fui a dar cuenta de mi porción de bizcocho y agua antes de subir a cubierta.

—¡La sonda! ¡Echad la sonda! —gritaban desde el alcázar—. ¡Más abajo!

Me encontré al subir con el capellán de nuestra compañía, don Antonio de la Fragua, un hombre santo y paciente, algo dado a la bebida y a los naipes, que nos escuchaba como un padre y reconfortaba como una madre. Me gustaba echar con él ratos largos de charla, pues de tan letrado fraile aprendía cuanto se pude aprender si uno muestra interés por hacerlo; pero con tanto ajetreo lo había descuidado en los últimos días, desde que me recuperé del tabardillo padecido en La Coruña. Intercambié con él unas palabras de cortesía y, aunque me hubiera gustado departir durante horas, pospuse la charla para otra ocasión, pues me interesaba lo que se cocía en el barco tras la tempestad.

—¡Setenta y cinco brazas! —gritaron.

Luego tomaron muestras de arena del fondo y consultaron las cartas, y al cabo determinaron que nos encontrábamos a unas setenta y cinco leguas al sur de las islas Scilly. Entonces, el duque de Medina Sidonia puso rumbo al norte, enviando tres pinazas a buscar los barcos extraviados y en misión de exploración. Como íbamos con velas acortadas navegábamos a escasa velocidad, para dar tiempo a obtener la información que se necesitaba. Cuando volvieron las pinazas, dieron cuenta de lo que había sucedido con los navíos que nos habían abandonado y supimos que habían corrido desigual suerte: cuatro galeras habían recalado en diferentes puertos y no podíamos esperar su regreso, porque no estaban en condiciones de navegar. Aunque estas bajas eran importantes, no lo eran tanto como la del
Santa Ana
, nave capitana de la escuadra vizcaína de Recalde. Se trataba de un galeón que desplazaba más de setecientas toneladas y treinta cañones, algunos de ellos grandes piezas de bronce. Había sufrido varias averías hasta que tuvo que abandonar la flota en medio de la tormenta, recalando en el puerto de La Haya, sin posibilidad de regresar. Se habían perdido con él más de trescientos hombres, víveres y enseres, pero sobre todo capacidad de dar batalla. Por suerte, Recalde no estaba a bordo, sino en el
San Juan de Portugal
, como vicealmirante de Medina Sidonia.

Por la tarde se celebró consejo en el
San Martín
. Allí acudieron los capitanes de escuadra para acordar lo que había de hacerse en aquel punto. Según supimos luego, Medina Sidonia tenía órdenes del rey de no entretenerse ante las provocaciones de los ingleses. La misión era clara y no habíamos de desviarnos del plan trazado, sino que debíamos acudir en auxilio de don Alejandro Farnesio para que éste pudiese pasar desde Flandes hasta Inglaterra con sus soldados. Alguno de los capitanes sugirió la idea de atacar a la flota inglesa antes de adentrarnos en el canal. Howard y su vicealmirante Drake, habían unido sus barcos en Plymouth, según nos informó un pesquero apresado por una de las tres pinazas que había enviado el duque en misión de reconocimiento. Si atacábamos y los encerrábamos en el puerto, aniquilaríamos de un solo golpe toda la armada inglesa y así podríamos cumplir con tranquilidad nuestra misión en el canal. Pero esa acción era muy arriesgada, pues no teníamos la certeza de que su escuadra al completo se encontrase en Plymouth. Si no era así, mientras entablábamos batalla podía ocurrir que el resto nos atacase por barlovento, con lo cual habríamos fracasado en nuestra empresa, desobedeciendo, además, las órdenes de Su Majestad.

Cuando se dio por finalizado el consejo, los capitanes volvieron a sus navíos y se dio orden de avanzar hacia el canal. Primero iban las naves levantinas dirigidas por Bertendona; más atrás, el cuerpo principal a las órdenes del Almirante, flanqueado por las escuadras guipuzcoana y andaluza. En la retaguardia, en un bloque compacto y sólido, Recalde navegaba con los vizcaínos y el resto de galeones.

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