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Authors: José Luis Gil Soto

La colina de las piedras blancas (11 page)

Era media mañana cuando nos aproximamos a la costa. Enseguida supimos que habíamos sido vistos por los primeros pobladores de la isla, porque una inmensa hoguera se encendió a poniente. Luego, otras respondieron a la señal, más lejos; y pronto la costa fue un rosario de fogatas que avisaban de nuestra presencia.

—Así se quemen en el infierno estos herejes —dijo un soldado andaluz al que le faltaba un ojo, que estaba junto a mí contemplando el espectáculo.

Al atardecer, el Almirante mandó anclar la flota formando una larga hilera y varias pinazas se alejaron hacia el norte y hacia el oeste.

—Estamos cerca —oí decir al contramaestre.

Me aproximé a Idiáquez para interrogarlo y no hizo falta formular pregunta alguna, pues él mismo respondió intuyendo mi curiosidad:

—Enviamos pinazas para localizar a los ingleses. Medina Sidonia y su Estado Mayor consideran que debemos de andar muy cerca de ellos y sólo falta por determinar dónde se encuentran.

—¿Dónde estamos nosotros? —pregunté, pues para un hombre de tierra firme resulta difícil orientarse en alta mar, sin entender nada acerca de cartas y útiles de navegación.

—A sotavento del cabo Dodman. Si el capitán no se equivoca, pronto avistaremos los primeros barcos ingleses.

Y no se equivocaba. Cuando el sol se perdía por poniente y la luz bañaba de naranja el horizonte, los vigías dieron la voz de alarma y algunos pudimos ver las primeras gavias inglesas, antes de que unos oscuros nubarrones trajeran agua y oscuridad. En nuestras mentes dejó de existir otro pensamiento que no fuera matar para vencer. Y al ver por primera vez los barcos ingleses, un nombre acudió a nuestros labios y a nuestro pensamiento: Drake.

SEGUNDA PARTE

DRAKE

Capítulo 13

H
áganse cargo, pues, de lo que fue aquella primera noche tras haber avistado naves inglesas: transcurrió con mucho alboroto, en medio de órdenes y contraórdenes, todos afanados en poner el armamento a punto por si se producía la batalla.

Aunque era Howard el Almirante de la flota inglesa, para el mundo entero aquella armada era la de sir Francis Drake, el corsario. Así lo entendíamos también nosotros, de tal modo que cuando la oscuridad se tragó de nuevo los barcos en el horizonte, tras los primeros momentos de silencio, comenzamos a gritar exclamaciones y amenazas:

—¡Ven aquí, maldito
Draque
! Acércate si tienes lo que tiene un hombre —le decían los marineros sujetos a la jarcia, para tener mejor vista.

—¡Eso, deja que nos veamos de cerca! ¡Vamos, acércate! —decíamos todos a voz en grito.

Algunos escalaban por los flechastes hasta media altura, y otros se encaramaban en las cofas:

—¡Por España! ¡Santiago!

El viento era oeste-suroeste y navegábamos a barlovento de la flota inglesa, con lo que, desde un principio, contábamos con una importante ventaja con respecto a los herejes. Al amanecer habría que sacar provecho a esta situación y avanzar rápidamente con todo el trapo, a fin de obligarlos a retroceder o enfrentarnos a ellos para dejar despejado el paso hacia el interior del canal. Por eso dormimos poco y se sucedieron los turnos de guardia con refuerzos de vigilancia. Ninguno de los soldados nos apartamos durante aquellas horas de nuestras armas y mantuvimos cerca picas, espadas, dagas, coseletes, arcabuces, mosquetes, plomo, salitre y pólvora.

Antes del alba, muy temprano, los oficiales dieron la orden de formar, con el fin de estar preparados por si se producía el choque entre las flotas. Anduve siempre cerca del alférez Idiáquez, por no perder de vista sus movimientos de buen soldado y de gran marino. Repasamos cureñas, pólvora, balas y cañones; ajustamos culebrinas; comprobamos mechas; y tanto él como el sargento Orellana pasaron revista a nuestros hombres.

Luego, como cada día, se celebró la Santa Misa. Don Antonio de la Fragua, dispuso el altar con su frontal de damasco azul y blanco que llevaba bordada la imagen de Nuestra Señora y las armas reales recamadas, y colocó el cáliz con su copa de plata y pie de latón dorado, junto a la patena también de plata. El vestía una casulla de damasco azul con una cruz de damasco blanco, haciendo juego con el altar. Abrió el misal de la imprenta nueva del Concilio Tridentino, y todos rezamos y nos encomendamos a Nuestro Señor Jesucristo y a su Santa Madre. Luego, cada uno elevó una plegaria en susurros a las diferentes advocaciones de sus pueblos respectivos.

Me llamó la atención un extremeño del ducado de Feria, aferrado a una imagen en bronce de una diminuta Virgen:

—Si regreso vivo, Virgen de Gracia, te prometo subir a la ermita cargando sobre mis espaldas diez arrobas de trigo para alimento de los pobres —decía con gran devoción y lágrimas en los ojos.

Pertenecía a nuestra escuadra y era amigo del
Carbonero
. Se había incorporado en alguna ocasión a nuestras tertulias, pues había entablado amistad con el portugués Pinto, por ser éste oriundo de un poblado cercano a la frontera y habérselas bien con los españoles.

De modo que háganse una imagen vuestras mercedes de lo que ocurrió en el amanecer de aquel treinta y uno de julio de mil quinientos ochenta y ocho, todos dispuestos para el combate, marineros e infantes pertrechados y armados hasta los dientes, esperando el abordaje; y olor a pólvora y mechas encendidas desde bien temprano. Las voces e insultos del día anterior habían dado paso a un silencio que denunciaba incertidumbre, todos mirando al horizonte para ver quién era el primero en distinguir los estandartes ingleses, mientras navegábamos con velas acortadas, esperando encontrarnos frente a frente de un momento a otro.

Esos instantes de calma son siempre desconcertantes. Prefiere un soldado entrar en acción o saber que no habrá batalla, pero la espera se agarra a las entrañas y descompone los cuerpos, sin saber qué y cómo va a suceder en las próximas horas. Así estuvimos un buen rato, en silencio, sin escucharse más que los gritos de los marineros y algún que otro comentario de los soldados.

Yo me encontraba en la amura de babor, junto a Chico, Vega y el pequeño de los Mendoza. Idiáquez oteaba el horizonte a estribor, un poco más hacia popa. De vez en cuando, con el pretexto de buscarlo con la vista, miraba yo al alcázar y veía a Martín Ledesma muy empingorotado, como si fuera a dirigir la batalla desde lejos; aunque, en un abordaje, hasta el capellán tuviese que empuñar un arma y defender su vida, porque al hereje le iba a dar una higa si quien tenía delante era más o menos principal, o si venía de parte de Nuestro Señor Jesucristo.

—¿Tenéis hijos? —me preguntó el castellano Medina, que estaba a mi lado.

—No. ¿Y vos?

Permaneció un momento en silencio, mirando las tenues olas que se perdían al chocar contra la madera del casco.

—Dos. En Valladolid —volvió a hacer una larga pausa y yo no lo quise incomodar, y luego movió la cabeza a derecha e izquierda alternativamente, en señal de negación, y añadió—: cuando huelo a batalla me cago en la vida, por si la pierdo y los dejo sin padre.

No era frecuente que hubiese soldados con mujer e hijos. De hecho, los reclutamientos se hacían prohibiendo tal circunstancia; pero si se trataba de un soldado viejo o un voluntario, la cosa era distinta. Pensé que, al fin y al cabo, en aquella coyuntura era mejor ir como yo, sin esposa ni hijos, aunque siempre pensaba en mi pobre madre y el desamparo en que quedarían tanto ella como mi hermana si yo daba con mis huesos en el fondo de aquel mar.

—No os preocupéis. Esto saldrá bien —lo animé.

—Dios os oiga. Tengo ganas de pasar una temporada en casa.

Luego escuchamos al capitán, que daba órdenes desde el alcázar. Si había abordaje nos dividiríamos para atacar por partes: unas escuadras a proa y otras a popa, haciéndonos con la santabárbara y anulando rápido las baterías. Luego, volvió a hacerse el silencio, y Medina volvió a preguntarme:

—¿Estáis prometido, Montiel?

Durante unos instantes medité la respuesta. La verdad es que tenía yo edad suficiente para estarlo, pero no deseaba que se interpretara como signo de escasa hombría o que se desconfiara de mi condición de hidalgo que debería haber contraído matrimonio desde hacía tiempo.

—Flandes me quitó todo el tiempo del mundo —respondí al fin—. Las trincheras no son buen sitio para desposarse.

Medina rió levemente la ocurrencia, asintiendo, lo cual me dejó aliviado. Bien pensado, la triste historia de mi señora madre había impedido concertar un buen matrimonio para mí y, además, no había conocido yo más mujeres que las de mi casa, siendo por esto poco experto en cosas de amores. Aunque, háganse cargo vuestras mercedes: yo era un mozo espigado y bien parecido, de rostro agradable y boca bien cuidada, ojos verdes como la oliva y pelo abundante. Y, como pude comprobar al poco de aquello, no pasaba desapercibido a los ojos de las damas.

Los oficiales de mar no hacían más que conjeturar acerca de nuestra desgracia: si la noche anterior habíamos dejado la flota inglesa a sotavento, ahora aparecían sus velas a barlovento, como si se hubiera obrado un prodigio en la oscuridad. Todos coincidían en que habíamos ido a la deriva varias millas hacia el este y que Howard había aprovechado la circunstancia navegando de bolina alrededor del sector de nuestra Armada más adentrado en el mar. De este modo nos ganaban ventaja a dos leguas al este del cabo Eddystone, y lo que sólo unas horas antes había sido motivo de alegría, se convirtió en un contratiempo que podía costamos el triunfo de la empresa.

Entonces escuchamos la señal que nos dirigían desde el
San Martín
: un disparo de cañón que ordenaba formar en orden de batalla. Todos los navíos fueron maniobrando con gran pericia, unos adelantándose y otros quedándose atrás o cambiando de rumbo, hasta que nuestra flota formó una media luna. Esta formación, que había sido bien estudiada por nuestros mejores oficiales, extendía los flancos hacia la escuadra enemiga, de forma que las puntas estaban formadas por potentes galeones de guerra, difíciles de atacar, y el centro muy reforzado por si osaban introducirse entre líneas. Dejábamos así poca opción a los luteranos, que sólo podrían atacar los flancos; y si alguna de sus naves resolvía navegar entre los tentáculos para atacar el centro, éstos la encerrarían en un círculo del que no podría escapar.

Era digno de ver cómo una flota tan heterogénea y pesada podía ejecutar con tanta exactitud aquel movimiento. La formación de la media luna era cosa reservada a marinos como los españoles, de forma que incluso con barcos mucho más maniobrables y ligeros como los ingleses, la flota enemiga no hubiera sido capaz de formar así ni aun con siglos de entrenamiento. Lo cual, como pueden imaginar vuestras mercedes, nos llenaba de orgullo y reforzaba nuestra confianza en la victoria, al sabernos guiados por tan experimentados hombres en aquellos mares que daban miedo, tan distintos a los del Levante, que había surcado yo cuando íbamos a enfrentarnos con la Sublime Puerta.

Con la media luna dispuesta y la armada inglesa a barlovento, permanecimos en calma tensa un buen rato, al cabo del cual se escuchó un murmullo que derivó en gritos de aliento: «¡Santiago!, ¡Santiago!». Dirigimos nuestras miradas al
San Martín
, por si alcanzábamos a ver a don Alonso de Guzmán hacer algún gesto. Apretábamos los dientes y volvíamos a gritar: «¡España! ¡Santiago!». Y fue entonces cuando el Capitán General de los Océanos mandó izar en lo alto del palo mayor de la nave capitana el pendón sagrado, para mostrar a nuestra flota —pero, sobre todo a la enemiga— que iba a dar comienzo el combate.

Capítulo 14

L
a flota del lord Almirante Howard se nos vino en ala, un barco detrás de otro, contra el flanco norte de la media luna. En aquel extremo —el más próximo a tierra— navegaba la escuadra de Levante, con don Alonso Martínez de Leyva al mando de su nave
Rata Coronada
. Cuando el
Ark Royal
de Howard se aproximó por la popa, el español adoptó una posición de lucha de flanco a flanco y fue ayudado inmediatamente por Bertendona, que navegaba en un galeón de dimensiones descomunales, el
Regazona
, casi tan grande como el
Triumph
de la reina de Inglaterra y que desplazaba más de mil doscientas toneladas.

Desde nuestra posición no perdíamos detalle de lo que ocurría. Navegábamos muy próximos al duque, en la escuadra de Portugal, componiendo el núcleo central de aquella formación magnífica. El silencio había dado lugar ahora a un ruido ensordecedor, donde las andanadas que se intercambiaban Leyva y Howard se mezclaban con los gritos de los marinos al maniobrar y de los soldados animando a nuestros compatriotas del flanco norte:

—¡España! ¡Santiago! ¡España!

Entre «muertes al hereje» y «queremos la cabeza de la reina», vimos cómo Howard nos trataba con cautela en aquella primera aproximación, manteniéndose a distancia del
Rata Coronada
, no sabíamos si por prudencia o porque su táctica sería —como nos habíamos temido—, mantenerse siempre a tiro de culebrina y fuera del alcance de los grandes cañones de más de cuarenta quintales.

Cuando aún mirábamos hacia Leyva y los levantiscos, el extremo opuesto de la luna fue atacado también, esta vez… ¡por el temible Drake! No había hombre en nuestra flota que no soñara con capturar al corsario y cubrirse de gloria en una acción como aquélla. La leyenda que envolvía al personaje no sólo lo hacía peligroso, sino que además lo convertía en una presa deseada, por lo que todos esperábamos verle el rostro y tenerlo cerca para poder contar algún día habérnoslas visto con él. Así es que escudriñábamos en la distancia, comprobando cómo el
Revenge
de Drake, acompañado por el
Victory
de Howkins y el
Triumph
de Frobisher, se acercaba a la escuadra vizcaína del vicealmirante, don Juan Martínez de Recalde, que comandaba el
San Juan de Portugal
, el mayor de los galeones de la Armada.

Pero entonces ocurrió algo inesperado. El vicealmirante, en lugar de mantenerse firme en el extremo de la media luna, borneó para hacer frente a los tres barcos ingleses, y su escuadra se alejó dejándolo a su suerte, sin que ninguno de los galeones que la componían fuese en su ayuda o le diese cobertura en retaguardia.

—Pero… ¿qué está ocurriendo? —oí preguntarse a Mejía.

—¡Dios mío! O Recalde está loco o su escuadra está desertando —se extrañó el contramaestre, que había acudido a proa como un rayo, para ver desde mejor posición lo que pasaba en aquella parte de la batalla.

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