La atmósfera de la carpa era sofocante. Ella le acarició las mejillas, antes de recoger el abanico de hojas de palmera y agitarlo ante el rostro sudoroso. De nuevo hubo ilusión de viento susurrando en los palmerales, él puso los ojos en esos pechos grandes, en el canalillo mojado de sudor, y le quitó el abanico de entre los dedos. La somnolencia se esfumó como por arte de magia. La agarró por la cintura y ella se dejó arrastrar de buena gana, pasando una pierna por encima para quedarse a horcajadas sobre él.
Emiliano hundió el rostro entre sus pechos y pasó la lengua por entre medias, saboreando el gusto salino del sudor. Ella le estrechó la cabeza contra su pecho, se frotó contra su rostro, él le mordisqueó un pezón. La cogió por las caderas anchas con más fuerza aún y ella se dejó llevar, y se cimbreó arriba y abajo contra el bulto bajo la sábana, él gruñó ante ese envite y le estrujó el sexo depilado. Los dedos se le empaparon y a la nubia fue como si se le cayese del rostro una máscara de actitud distante, con un sonido que era entre jadeo y gañido, y que parecía salirle de muy dentro.
Fue ella la que apartó la sábana y la que, con dedos que el ansia volvía algo torpes, atrapó el miembro para introducírselo ella misma. Al sentir cómo se deslizaba dentro, hasta el fondo, dejó escapar otra vez aquel jadeo que salía de muy hondo, como un ronquido del alma. Para Emiliano, que la tenía bien agarrada por la cintura, fue de repente como si la sacerdotisa perdiera de repente cualquier control y se desbocase encima de él.
Senseneb comenzó a moverse arriba y abajo, sobre el romano, con rapidez y empuje crecientes, él tuvo tiempo de asombrarse de la fuerza que había en esas piernas, porque brincaba encima de él, cada vez más rápido, y los músculos se agitaban en los muslos oscuros. La cama vibraba y retemblaba con cada acometida.
El aire era cálido, pesado, las moscas zumbaban, las sombras de los centinelas seguían pasando tras las telas trasparentadas por el sol. Senseneb sudaba ahora copiosamente, de forma que la piel negra le brillaba lustrosa. No decía nada y sólo de vez en cuando dejaba escapar uno de esos estertores roncos. Pero, según se iba cimbreando cada vez más rápido sobre él, más enseñaba los dientes, como las fieras. Andando el tiempo, Emiliano aprendería que ella podía hacer sexo tanto en silencio como a gritos, con los ojos cerrados o con esa mueca, de labios entreabiertos y dientes al desnudo, que era como un rictus de menade enloquecida.
Olía a hombre y olía a mujer. Y Senseneb se desbocó encima de Emiliano, sintiendo como si un horno se le encendiese dentro, para desparramar fuego por todo su vientre. Emiliano, que sujetaba sus caderas anchas y oscuras, notó cómo dentro de él estallaba algo incontenible. Cerró los ojos, se tensó, y acabó derramándose dentro de ella en una catarata rápida, tal y como suele ocurrir con los hombres que habitualmente duermen solos. Las últimas gotas salieron con un espasmo casi doloroso, que tuvo algo de calambre. Ella, cuando él explotó en su interior, lanzó un último gañido, esta vez mucho más largo, y siguió moviéndose, aunque con ímpetu cada vez menor, apretando los muslos para retener el miembro dentro.
Emiliano se relajó, los ojos aún cerrados, sintiendo ahora todos los músculos flojos y el cuerpo pringoso de sudor. Senseneb acabó por detenerse, descabalgó y se quedó un buen rato tumbada a su lado, sintiéndose empapada por dentro, oyendo cómo se calmaban las respiraciones alborotadas y oliendo los olores calientes.
Más tarde el tribuno, adormilado, pudo notar cómo ella abandonaba su camastro. Volvió la cabeza, entreabriendo los párpados; pero ella ya se había vestido y de nuevo era una figura cubierta de pies a cabeza con velos blancos, con ese gran tocado de la luna de plata que la hacía parecer muy alta. Ella se quedó contemplándole a su vez unos instantes, en la penumbra dorada. Luego se marchó. Las telas de la entrada revolotearon una vez más, la luz brillante del exterior entró y se fue, y Claudio Emiliano se quedó sólo en su tienda, tumbado en el lecho, afiebrado, oyendo zumbar las moscas y viendo cómo danzaban las motas de polvo en la penumbra quieta.
A lo largo de jornadas polvorientas, la columna romana alcanzó el segundo grupo de cataratas que cortaban el Nilo para, una vez allí, reducir de nuevo el ritmo de la marcha y dar tiempo a que los exploradores visitasen las grandes ruinas que se alzaban en esas orillas. Primis estaba ya muy lejos a la espalda y el aislamiento, la monotonía, la aridez del paisaje comenzaban a hacer mella en el ánimo de muchos expedicionarios.
Los veteranos fronterizos conocían bien la locura del desierto, que suele atacar en las horas de más calor, cuando el polvo y los espejismos danzan sobre las dunas, y cuando las mismas colinas parecen temblar en la atmósfera recalentada como reflejos en el agua.
La conocía de sobra Salvio Seleuco y en ella iba pensando mientras cabalgaba cansinamente a lo largo de la ribera occidental, sin escolta alguna. El calor era espantoso y la luz cegaba. Con ojos entrecerrados, contempló la hilera de figuras que se acercaba a pie desde los desiertos occidentales. En la distancia y con el temblor del aire ardiente, no eran más que siluetas indistintas, como fantasmas de las arenas que hubiesen salido a pasear a plena luz.
Venían a trancos regulares sobre las arenas, con jabalinas en las manos y, según se iban acercando al prepósito, que había hecho detenerse a su caballo y les aguardaba desde lo alto de la silla, los párpados entornados, fueron perdiendo ese aspecto fantástico para convertirse poco a poco en una partida de libios, de faldas y embozos de telas, con pieles de animales sobre los hombros, y escudos livianos y lanzas en las manos, encabezados por un oficial romano de túnica verde y casco de cimera roja.
Se detuvieron todos a dos docenas de pasos, excepto el oficial, que no era otro que Flaminio, que se adelantó a grandes zancadas, como si estuviese gastando las últimas fuerzas después de una caminata agotadora por las arenas, a pleno sol.
—Ha huido por el desierto, directo al oeste —señaló con la mano hacia las dunas y las colinas—, como si pensase que andando hacia poniente pudiera llegar a algún lado.
Seleuco le miró con gesto de cansancio, el otro le sostuvo la mirada sin parpadear y por fin el primero desmontó con pesadez. Flaminio se quitó el casco para pasarse los dedos por el cabello negro y espeso. Tanto él como su partida de libios tenían un aspecto polvoriento y cansado y, en el caso del romano, también de mal humor.
Seleuco fue a poner un pie sobre una roca, aún a pleno sol, con la mano izquierda reposando en el pomo de la espada y la túnica blanca ondeando cada vez que se levantaba un golpe de aire caliente. Se pasó la mano por el rostro sudoroso, pensando.
—¿Y hay algún lugar al que pueda llegar?
—Ninguno en absoluto.
—¿Seguro?
—Y tan seguro. Hacia allí no hay otra cosa que desierto: desierto de piedras o desierto de arenas, tiene donde elegir. Hemos seguido sus huellas durante
millia
y se dirigen directas al oeste. No tardará en morir de sed o de insolación, si es que no lo ha hecho ya.
—¿Por qué no le habéis seguido un poco más entonces? Podríais haber traído el cadáver.
Flaminio le lanzó una mirada atravesada.
—Escucha, Seleuco. Le hemos seguido hasta llegar a unos arenales en los que el viento había borrado sus huellas. Hubiéramos tardado bastante tiempo en volver a encontrar el rastro, así que decidí abandonar la persecución y volvernos.
Seleuco hizo una mueca. A sus espaldas, los rápidos rugían y espumaban con gran furia, saltando entre peñas redondeadas por milenios de erosión. Había allí un frescor y una humedad que eran el fruto de la cercanía de las aguas, los rociones y las salpicaduras, y que eran un bálsamo para el romano, en comparación con la sequedad y el aire abrasador de los desiertos, que comenzaban a pocos pasos de la misma ribera.
Se volvió con los brazos en jarras, a contemplar el Nilo mientras le daba vueltas al asunto que les ocupaba. Cerca de donde se hallaban se alzaba una de las enormes fortalezas de ladrillo cocido que los faraones, siglos atrás, habían construido en esas orillas para mejor controlar Nubia, cuando ésta era provincia egipcia. Dejó puestos los ojos en aquellas ruinas masivas, aunque Flaminio no hubiera podido decir si las estaba viendo o no.
—¿Y si todo fuese un ardid? ¿Y si lo que nuestro fugitivo quiere es hacernos creer que se ha perdido en el desierto, para dar en realidad un rodeo y volver al río?
—Por Serapis, Seleuco. Y luego eres tú el que dice que soy un suspicaz y que ando siempre buscándole tres pies al gato. Ese infeliz no ha planeado nada de nada. Es una víctima de la locura del desierto: mató al optio de su centuria por una discusión banal y acto seguido huyó con lo puesto. Eso es todo. Ha huido al desierto sin equipo, ni agua, y ahí morirá.
—Supongo que tienes razón.
Se quedaron los dos en silencio, contemplando la vieja fortaleza egipcia, que se recortaba rojiza contra las arenas amarillentas y el cielo azul. El abandono de siglos, unido a la acción del sol y los vientos, habían ido devorando el ladrillo y carcomiendo las formas originales, hasta dar a aquella construcción enorme —que en tiempos había albergado a miles de soldados y funcionarios egipcios— el aspecto de un termitero gigantesco. Cerca, las aguas corrían rugientes y llenas de espuma. Los libios, con sus jabalinas de moharras caladas entre las manos, se habían acuclillado a la sombra de las palmeras ribereñas, sin prestar la menor atención al paisaje o a los oficiales romanos.
Seleuco resopló de nuevo, porque era hombre grande y los calores le afectaban más que a los pequeños o a los enjutos. Lejos, sobre las dunas, el aire vibraba, y la sensación de soledad era aterradora. Flaminio y sus hombres habían estado persiguiendo a un gregario que, por unas palabras menores, había matado a un oficial, antes de desertar. No era el primer caso de peleas, y menos de deserciones, y el
praefectus castrorum
se tomaba mucho interés en aquellos temas. Y ahora, el
praepositus
volvía con las manos vacías.
—A Tito no le va a gustar nada.
—¿Qué no le va a gustar nada?
—Que vuelvas sin el desertor.
—Que se joda.
—¿Esa es la explicación que piensas darle?
—Seleuco, ya te he dicho las razones que he tenido para volverme. Tito es un oficial veterano y conoce todo esto de primera mano.
—Ya. ¿Seguro que nuestro desertor no tiene ninguna oportunidad de sobrevivir? Hay caza en el desierto.
—Aun así, moriría de sed. Te recuerdo que huyó sin llevarse una jabalina. No tiene más que su espada y su daga, y ni tan siquiera cuenta con un pellejo de agua. No puede sobrevivir cazando gacelas o perdices a pedradas y, aunque llegase a un pozo, no alcanzaría el siguiente.
—¿Y si se topa con una tribu nubia?
—La posibilidad es remota: Sin agua, le quedan unas horas de vida, si es que no está muerto ya. Si se encuentra con nómadas, lo más seguro es que éstos le maten, y si llega a las cuevas de los trogloditas, casi seguro que también.
Salvio Seleuco se encogió de hombros, como si quisiese así ahuyentar las dudas.
—Necesito estar seguro de lo que le voy a contar a Tito. Quería a toda costa que le capturases vivo o muerto, preferentemente lo primero, para dar un castigo ejemplar.
—Tito y sus castigos ejemplares… —gruñó el prepósito.
—Ya sabe cómo se pone a veces cuando las cosas no salen como él quiere.
—Bueno. Ya hablaré yo con él.
Pero Seleuco negó con la cabeza, al tiempo que sonreía con acidez.
—Deja, deja. Lo mejor es que yo se lo explique.
Flaminio frunció el ceño.
—¿Explicar? —en un arranque, golpeó con la palma su casco, que era de modelo antiguo, con cresta roja y dos plumas blancas laterales, haciéndolo resonar—. ¿Pero qué es lo que hay que explicar?
Los libios, acuclillados a la sombra, le observaron sin gran curiosidad, porque ya conocían de sobra su carácter, lo mismo que el ayudante del prefecto. Este último se encogió de hombros.
—Ya te lo he dicho. Tito últimamente está muy picajoso.
—Te voy a contar una cosa, Seleuco. Abandoné la persecución porque consideré que era lo que debía hacer. Pero, si de mí hubiese dependido, le hubiese seguido hasta atraparle o recuperar su cadáver, o lo que los chacales hubiesen dejado del mismo. No lo hice porque me debo a los intereses de la expedición y a los hombres a mi cargo, y no es lógico andar dando vueltas por el desierto durante saben los dioses cuándo, detrás de un muerto.
—Entiendo.
—Ya me hubiera gustado traerle de vuelta para que Tito pudiera clavarle en una cruz.
—¿Te hubiera gustado? —Seleuco miró inquisitivamente a su amigo.
—Por supuesto.
—A veces no te entiendo, Flaminio. ¿No acabas de decir tú mismo que no es ningún asesino, sino un legionario de lo más normal que mató a su optio en un momento de enajenación?
—Eso he dicho, y eso sostengo. El pobre hombre sucumbió a la locura del desierto y no hay que darle más vueltas ni buscar otros motivos.
—Entonces ¿a qué viene tanta saña de tu parte? ¿Por qué? ¿Es que te está afectando también a ti el desierto?
Flaminio le observó durante unos instantes. Luego desarrugó el ceño, inspiró hondo, puso los ojos en la gran fortaleza terrosa y por último se dio la vuelta, con un suspiro largo.
—Yo no tengo ningún motivo de inquina personal con ese pobre
gregarius
—volvió a suspirar—. A lo mejor tienes razón, y me estoy dejando llevar por la locura; pero no es la locura del desierto, sino la de la caza.
—¿Y no te da vergüenza? Te creía de otra madera, Flaminio: nuestro desertor no es en realidad un asesino, y es mejor que muera en el desierto. Dicen que era un buen hombre, y no creo que merezca la cruz.
—Claro que no se la merece; pero hay otros factores a tener en cuenta.
—¿Cuáles?
—No es bueno que un
gregarius
mate a un
principales
y salga impune; impune a ojos de sus compañeros, por más que nosotros sepamos que ha muerto y de muerte horrible, de sed y calor. Estamos en tierra extranjera, lejos de nuestras bases, y hubiera sido bueno castigarle delante de todos, o al menos enseñar su cadáver, para mantener la disciplina.
—Ahí tengo que darte la razón, aunque me pese…