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Authors: León Arsenal

Tags: #Narrativa histórica

La boca del Nilo (22 page)

BOOK: La boca del Nilo
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Emiliano, tendido desnudo en su lecho, entre sábanas húmedas, con el torso de estatua brillante de sudor, cerró del todo los ojos, lanzó un suspiro muy largo y asintió muy despacio, maldiciendo para sus adentros el pulso de poder que mantenía con Tito.

Poco después, envuelto en un manto rojo y rodeado por sus tres guardaespaldas germanos, salía por la puerta Pretoria. Se abrió paso ceñudo entre la soldadesca que se arremolinaba en el exterior. Tito estaba sentado a la sombra de un toldo, con expresión sombría en el rostro, y algunos legionarios con los
pila
en las manos tenían arrodillados ante él, a unos pocos pasos, a media docena de nubios. Eran nómadas casi desnudos, con la piel cubierta de tierra coloreada, largas melenas trenzadas con barro y las frentes y mejillas llenas de cicatrices rituales. Eran, como es común en su raza, altos y proporcionados, de rasgos hermosos, algo afeados en aquellos momentos por el miedo.

Al acercarse, el tribuno vio que, por algún motivo, había sobre una mesa dos gacelas muertas. Las moscas, gordas y negras, zumbaban furiosas sobre esas carnes.

Tito, apenas vio aparecer al tribuno, se incorporó, aunque le esperó a la sombra del palio. Y Emiliano se acercó hasta él, después de indicar con una seña a los germanos que se quedasen atrás.

—¿Qué ocurre, prefecto?

El aludido se le quedó mirando, primero con la cabeza puesta en el asunto que le ocupaba, y después más fijamente, intrigado.

—No tienes muy buena cara, tribuno. ¿Estás enfermo?

Emiliano, que había salido de su tienda con la cabeza tapada por un pliegue del manto rojo, más para ocultar su estado a los soldados que para protegerse del sol, hizo un ademán displicente. Titubeó unos momentos y al cabo decidió no destocarse, porque sentía el cabello mojado por el sudor.

—No es más que un golpe de fiebre. No es el primero por el que paso. Supongo que no estoy restablecido del todo. Pero ya me lo conozco: mañana estaré bien.

El prefecto, alto, huesudo, con la tez aún más renegrida gracias a la túnica blanca de legionario, la espada ceñida al costado y su vieja vara de centurión en la mano, agitó despacio la cabeza y no dijo nada. Echó otra mirada a los prisioneros.

—¿Y bien, prefecto? —insistió el tribuno.

—Esos bárbaros vinieron hace un rato a nuestro campamento, con esas dos gacelas de regalo.

Emiliano observó las dos piezas sobre la mesa. Era bastante normal que los nómadas se acercasen a la columna romana con presentes como ésos, en gesto de amistad, y que se fuesen de ella con algún regalo.

—Carne fresca —se encogió de hombros y miró al prefecto, perplejo—. ¿Eso es malo?

—Lo es, si es carne envenenada.

—¡Envenenada! —esa palabra logró por unos instantes ahuyentar la lasitud en la que le hundían las fiebres.

Los ojos se le aclararon de repente, como agua que se hiela, y se volvió a escrutar el rostro oscuro de los prisioneros con una mirada bien distinta.

—Envenenada… —masculló, como el que masca algo de sabor repugnante. La ortodoxia militar romana rechazaba de plano el uso de venenos en la guerra, fuese para emponzoñar las aguas o para eliminar a jefes enemigos. Una repulsión que era mayor en Claudio Emiliano que en otros oficiales, ya que había crecido en un ambiente donde se vivía en perpetuo temor a ser asesinado mediante esos métodos—. ¿Estás seguro de lo que dices o es una suposición?

—No hay duda de ello. Quirino receló algo, a saber qué, pero ese hombre sabe de más materias de las que uno podría imaginar, él hizo llamar a Flaminio y éste a uno de sus salariados libios, que tiene el olfato de un sabueso.

—¿Y?

—Y lo dicho: han envenenado esa carne.

El tribuno se llegó a la mesa y examinó las gacelas, al tiempo que trataba de espantar, en vano, a las moscas. A simple vista él no advertía nada anormal, así que se giró para encararse con los prisioneros.

—¿Por qué han hecho estos hombres algo así?

—Es evidente.

—Puede que para ti, pero no para mí —con la cabeza aún cubierta por el pliegue de tela, se aproximó a los nubios arrodillados, que agacharon la cabeza. Más allá, los soldados se agolpaban comentando—. ¿Cuánto daño puede causar a una
vexillatio
la carne envenenada de dos gacelas? ¿A cuántos hombres podrían matar así?

—No es cuestión de a cuántos, sino de a quiénes en concreto.

Como de mala gana, Tito abandonó la sombra del toldo para reunirse a pleno sol con Emiliano.

—Vamos a ser claros. La dieta es poco variada en este viaje y las pocas piezas de caza que conseguimos no acaban en el rancho de los
milites
, sino en la mesa de los
principales
. Quien urdió esto lo sabía y contaba con que fuésemos tú, y yo, y nuestros inmediatos subordinados quienes comiésemos esta carne.

El tribuno se le quedó mirando y, bajo la sombra del manto rojo, sus ojos azules se enfriaron aún un poco más.

—Entiendo.

—Los oficiales superiores de la
vexillatio
hubiéramos muerto o enfermado de gravedad. Hubiera sido descabezar de un golpe a esta expedición.

—Está bien pensado, no se puede negar —se quedó mirando a los prisioneros y éstos, viendo esos ojos helados, humillaron aún más la cabeza, temiendo cada uno atraer su atención en concreto y ganarse una muerte inmediata y desagradable—.

¿Pero por qué estos nómadas han hecho una cosa así?

—Les he interrogado con ayuda de los intérpretes y ya han hablado. No ha hecho falta ni amenazarles con llamar a los
quaestionarii
y sus instrumentos de tortura.

—¿Han confesado sin más? ¿Tan cobardes son? —les miró con gran desdén—. Típico de envenenadores.

—No son cobardes, sino pastores; gente sencilla. Nadie les ha dicho que guardasen el secreto y, en cuanto les hemos preguntado, ellos nos lo han contado.

—Bien. ¿Y qué han dicho?

—Que el jefe de su tribu les ordenó traernos las gacelas.

Emiliano suspiró, agobiado por el calor, la luz hiriente y esa pesadez propia de las fiebres que le tenía el cuerpo dolorido y sin fuerzas.

—¿Y por qué un jefe nómada iba a planear la matanza de los jefes de una columna romana? Hemos venido a Nubia en son de paz, como amigos, e incluso viaja con nosotros un representante de los reyes de Meroe.

—No creo que tengan nada contra nosotros. Al parecer hace unos días unos extranjeros, griegos a juzgar por la descripción que me han dado estos infelices, visitaron su campamento y estuvieron reunidos con el jefe y los ancianos, y les dieron oro y regalos.

—Aristóbulo Antipax…

—él y sus hombres. ¿Quiénes si no?

—Son ingeniosos, no cabe duda.

—Sí: del tipo de ingenio que se premia con la cruz.

—Bueno —el tribuno se volvió a él con fatiga—. ¿Y qué sugieres que hagamos con estos bárbaros traidores?

El prefecto, de piel oscurecida y túnica blanca, se acercó a los prisioneros y se les quedó contemplando en silencio, jugueteando con su vara.

—La decisión es tuya, tribuno, pero yo sugiero que les dejemos marchar en paz. Emiliano le observó casi boquiabierto, y lo mismo hicieron los tribunos menores, los
extraordinarii
y el resto de presentes. Aquello era lo último que cabía esperar en principio de alguien como Tito, conocido precisamente por su mano dura en ciertos temas.

—¿Qué íbamos a ganar matándoles? Estos desgraciados no son más que los instrumentos de su jefe y poco vamos a sacar desollándoles.

El tribuno torció el gesto, aún desconcertado y tratando de ponderar las razones del prefecto. Pero antes de que pudiera contestar nada, irrumpió en escena y de muy malos modos Paulo, que andaba como siempre metiéndose por todos lados, sin que ni
gregarii
ni
principales
se atrevieran a cerrarle el paso.

—¿Qué estás diciendo, prefecto? —graznó con su voz desagradable—. ¿Pero qué estás diciendo? ¡Han tratado de matarnos a todos!

—A todos no; sólo a unos cuantos —le respondió Tito, tan comedido como siempre a la hora de tratar con aquel esbirro del césar.

—No puedes dejarles marchar sin castigo.

—No se trata de castigo. Es una cuestión de estrategia.

—¿Qué estrategia? Tenéis que dar a los nubios un escarmiento.

—¿Y qué escarmiento van a sacar de la muerte de éstos? Me opongo a ejecutarlos como me opongo a destruir al puñal del asesino. Mírales: no son más que un puñado de pastores que han venido a nosotros porque su jefe se lo ha ordenado. Si les matamos, nos llenaremos de vergüenza y daremos motivos de rencor a los nubios. Y de paso nuestros enemigos, ésos que nos siguen como hienas, tendrán una baza más para incitar a las tribus nómadas a atacarnos.

—¿Tienes miedo de lo que unos bárbaros…?

—¿Por qué no te callas, Paulo? —le cortó con dureza el tribuno, que se sentía cada vez más mareado y sudoroso, al que le latía la cabeza como una fruta pasada a punto de estallar, y que tenía los ojos tan doloridos que hasta le costaba enfocar la mirada—. ¿Quién te ha nombrado a ti consejero militar? Tiene la mala costumbre de dar tu opinión a quien no debes, cuando no debes y sin que nadie te la haya pedido.

—Te olvidas de a quién represento, tribuno —el otro agitó las manos, en una actitud mezcla de soberbia y servilismo, muy suya.

—Y tú te olvidas de quién soy yo, liberto.

Lo de «liberto» fue lanzado como una bofetada y su destinatario se amilanó de forma perceptible, y se quedó callado y con los ojos llenos de rencor. Emiliano le dio la espalda y lo que decidió acto seguido fue más motivado por las ganas de zanjar el tema y volverse a su tienda, así como por dejar en mal lugar a Paulo, que porque hubiera ponderado las razones de Tito Fabio.

—Supongo que tienes razón, prefecto. Si opinas que lo más acertado es soltarles, yo no tengo inconveniente. Lo dejo en tus manos.

Se giró tras dedicar a su interlocutor un saludo lo mejor compuesto que pudo, y sus tres guardaespaldas germanos se apresuraron a rodearle, altos como torres. Se fue mientras Tito llamaba a voces a los intérpretes, para que comunicasen a los cautivos que eran libres, éstos acogieron la noticia con aullidos de gratitud y grandes gestos, y se arrojaron al polvo, a la manera de los bárbaros, antes de marcharse a buen paso del campamento.

Pero de todo esto último ya no se enteró el tribuno, que se alejaba hacia la puerta del campamento, sin poder pensar en otra cosa que no fuera la penumbra silenciosa y quieta de su tienda.

* * *

Emiliano se acostó de inmediato y, aunque pasó una noche agitada, llena de duermevelas inquietas, con escalofríos y empapado en sudor, a la mañana siguiente se despertó él solo, antes de que los esclavos fueran a avisarle. Se encontraba débil, pero despejado y sin fiebre, así que llamó a sus criados a voces, para que le vistiesen, en esa ocasión con la túnica de tribuno, y salió fuera a respirar el aire frío del desierto.

Era aún de noche; soplaba un viento cortante y al oeste colgaba una gran luna menguante. Las estrellas centelleaban sobre el río, el aire hacía susurrar el follaje ribereño y, en la orilla contraria, se distinguían las luces de guardia de las atalayas de Kawa. Envuelto en un manto grueso, se quedó contemplando el gajo pálido de la luna y una vez más reparó en lo tumbada que se veía, en comparación con la luna de Italia. Era aquel un fenómeno que se acentuaba según se adentraban en el sur y, de pasada, se hizo el propósito de preguntar a Basílides.

El campamento estaba todavía en calma. Aquel día lo pasarían allí, frente a Kawa, y se iba a dar un descanso a los soldados. En cuanto a él mismo, allí parado, disfrutando del fresco de la última hora de la noche, decidió que aprovecharía para arreglar algunas cuestiones burocráticas.

Y así ocupado, entre pergaminos, renegando de la burocracia militar, le encontró a media mañana su ayudante Marcelo cuando irrumpió de golpe en la tienda. Fue una entrada tan extraordinaria que Emiliano se sobresaltó, y aún más lo hizo al ver la expresión de su rostro. A punto estuvo de echar mano a la espada, temiendo un ataque o un motín; pero no se oía en el campamento la barahúnda que un suceso así tenía que haber provocado.

—Tribuno…

—Dime, Marcelo.

—¿Podrías acompañarme?

—¿Qué es lo que sucede?

—Ven conmigo y lo verás por ti mismo.

Como Marcelo no era hombre que hablase o actuase sin motivos, el tribuno apartó los rollos y los libros, se puso en pie y, tras ceñirse el cinturón con la espada y la daga, siguió fuera a su ayudante. Los tres germanos, que estaban sentados a las puertas, con sus túnicas verdes de auxiliares, jugando a los dados, se incorporaron y le saludaron según su costumbre, dando unas voces que más parecía que estuvieran vitoreando al propio césar, cosa que a Emiliano le apuraba bastante. De nuevo salieron por la puerta pretoria, enfrente de la cual estaba el campamento de la caravana. Había soldados ociosos allí agolpados, se oían muchos gritos, y Emiliano frunció el ceño.

—¿A qué se debe ese jaleo?

—Al parecer, el prefecto envió ayer por la tarde a un destacamento en secreto. Veinte jinetes y otros tantos arqueros.

—¿Sin informarme? ¿Sin consultarme?

—Eso parece —Marcelo hizo una mueca apurada.

—¿Y qué tipo de misión les encomendó? —sus ojos iban palideciendo, como si se estuviesen llenando de hielo.

—Mejor que lo veas por ti mismo —se volvió a los germanos—. Abrid paso al tribuno, amigos.

Los tres avanzaron como barcas por entre las plantas acuáticas, haciendo a un lado sin contemplaciones a los mirones. No pocos se revolvían encrespados, sólo para encontrarse con aquellos tres gigantes de túnicas verdes y grandes barbas rubias.

—Paso —decían con su acento gutural—. Paso al tribuno. Y nadie se atrevía a replicar.

Emiliano se introdujo por aquel túnel humano, hasta llegar al centro del ruedo de hombres. Y entonces se detuvo consternado. Allí, legionarios, auxiliares, mercenarios, e incluso algunos pretorianos estaban jugando a la pelota con cabezas humanas, entre grandes risas y gritos. Se las lanzaban unos a otros, como si estuviesen en las termas, y el tribuno pudo ver que no sólo eran de hombres, sino que también las había de mujeres y niños.

Se quedó mirando en silencio aquel espectáculo inesperado, y los soldados más cercanos enmudecieron al ver allí al tribuno, rubio, con ojos helados, con la túnica blanca y púrpura, y la espada ceñida al costado. Marcelo estaba a su lado, sin decir palabra, y detrás los tres germanos, que lanzaban miradas ceñudas a los que se aproximaban demasiado.

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