—¿Y qué nombre le darías tú?
—Germania no tiene un rey de reyes, y Nubia sí.
—Nos estamos desviando del tema —Claudio Emiliano se puso en pie de un tirón, de repente irritado, alto y apuesto como un dios griego, con su túnica roja y el cabello rubio recién rizado por el peluquero de los pretorianos.
—Tienes razón —admite encogiéndose de hombros el prefecto—. Lo que importa es que, por esas razones, la enviada de los reyes meroítas no puede hacer nada para impedir que los nómadas nos hostiguen.
—¿Cómo que no?
—Puede ordenárselo en nombre del rey arquero y la Candace, claro, pero dudo que le hagan caso. Los sobornos de nuestros misteriosos enemigos van a pesar siempre más en los nómadas que la palabra de una enviada real.
—¿Y qué vais a hacer vosotros? ¿Vais a cruzaros de brazos mientras nos van matando por el camino?
Emiliano, aburrido, le hizo callar con un gesto, antes de volverse hacia Tito, que seguía sentado.
—¿Tú qué dices, prefecto? ¿Qué medidas podemos tomar?
—Asumir que marchamos por territorio enemigo. Formar la columna en consecuencia, doblar las guardias y aplicar la más vieja de las reglas militares.
—¿Cuál?
—Que no hay que salirse de la fila para mear.
Los pretorianos, incluido Emiliano, cogidos por sorpresa, se echaron a reír a mandíbula batiente.
—Sabia regla —asintió el tribuno con sonrisa torcida, antes de ponerse serio de nuevo—. ¿Qué pasa con los pozos?
—No creo que envenenen las aguas. Un acto así, en un país desértico como éste, es un crimen inmundo. Habría guerra y venganza de sangre contra la tribu que hiciese una cosa así. Los pozos se consideran sagrados, intocables, porque son la vida de los nómadas.
—De todas formas, conviene que los guías y los exploradores estén avisados al respecto.
—Eso siempre. Y hablando de estar alertas, no descuidemos lo que pueda ocurrir dentro de nuestra expedición. Te recuerdo que estoy convencido de que hay traidores entre nosotros.
—¿En la
vexillatio
?
—Supongo que no. Más bien estoy pensando en la caravana.
—¿Crees que puedan tratar de asesinar a alguien? —de nuevo se palpó a través de la túnica las cicatrices.
—No lo sé. Yo más bien estaba pensando en un incendio, que es fácil de provocar y causa grandes estragos. Pero lo dicho para los pozos vale también para los asesinatos: es mejor no bajar la guardia.
—¿Corremos entonces peligro? —volvió a interrumpirle Paulo.
—Siempre; desde que nuestra madre nos trae al mundo —sonrió Tito con aspereza—. Pero, en las presentes circunstancias, la respuesta es sí, y unos más que otros.
—¿Eso vale también para mí?
—Bueno: es bien sabido que gozas de la confianza del césar y que te sientas a su misma mesa.
Emiliano, aún de pie, se quedó mirando al cortesano.
—¿Quieres que destaque a un par de hombres a vigilar tu tienda? —se ofreció con falsa amabilidad.
Antes Paulo se había puesto de todos los colores, pero ahora fue blanco y sólo blanco.
—No, no —balbuceó—. Mis esclavos sabrán protegerme. Gracias, tribuno, pero no.
Nadie dijo nada, alguno tuvo que ocultar una sonrisa y, cuando la reunión terminó poco después y cada cual se fue por su lado, Salvio Seleuco y Antonio Quirino fueron a pasar una inspección a los puestos de guardia en puerta y estacada, y estuvieron largo rato riéndose a mandíbula batiente, al pensar en la cara que se le había quedado al liberto.
—Casi se caga encima —Seleuco se carcajeaba.
—Creí que se desmayaba —Quirino sonreía de medio lado, a la luz de la linterna de barro que sostenía su compañero—.ése se ha pensado que Emiliano le quería poner pretorianos para hacerle degollar y luego echarle la culpa a traidores.
—¿Y cómo no lo iba a pensar, si es algo que hacen todos los días en Roma?
—¡Siempre igual! ¿Pero qué sabrás tú de lo que hacen o dejan de hacer en Roma? Si nunca has estado allí.
—Ni tú tampoco.
—Por eso no presumo de saber lo que ocurre en ella.
—Yo sé escuchar, y todo el mundo sabe que los políticos de Roma, cuando no hay circo, se entretienen haciéndose asesinar los unos a los otros.
—Eso: tú créete todo lo que te cuenten, que ya verás…
* * *
Más o menos a la misma hora, algo después de la puesta de sol, Senseneb estaba tumbada en su tienda, la más exótica y lujosa de toda aquella variopinta columna. Ardían mechas en vasos llenos de aceite y dispuestos al azar, de forma que el interior estaba lleno de sombras y penumbras. Había gran profusión de vasijas de barro, marfiles, pieles de león y leopardo, oro, cobre y cristal colorido. En un pequeño pebetero de arcilla se quemaban hierbas olorosas y las espirales de humo ascendían perezosas entre las sombras, para remansarse en los altos de la tienda.
La sacerdotisa dormitaba desnuda, bocabajo, con los ojos cerrados y la cabeza sobre los antebrazos, sintiendo en la piel la tibieza que aún restaba de la tarde, mientras sus dos esclavas la masajeaban con ayuda de aceites aromáticos. No muy lejos de ella estaba sentado Iuput, el eunuco, observando en silencio.
Las luces palpitaban, arrancando destellos al cuerpo untado de aceite. Las esclavas, vestidas ahí dentro con tan sólo un cinturón, amasaban y pellizcaban la piel oscura de su ama, haciéndole proferir a veces un suspiro que era mezcla de dolor y placer. Iuput, un hombre muy alto y fornido, de rasgos hermosos y tendencia a engordar, bebía la espesa cerveza nubia. Había llegado esa misma tarde con un séquito de arqueros, desde la ciudad de Kawa, para informarse de la marcha de aquella inquietante embajada romana.
Observó una vez más a la sacerdotisa, luego miró dentro de su copa, como sorprendido de que se hubiese vaciado ya, y él mismo se escanció más cerveza. Al oír cómo entrechocaban la jarra y la copa, Senseneb abrió a medias los párpados.
Los ojos lánguidos de la sacerdotisa se toparon con esos otros, oscuros y sorprendentemente duros, del cortesano; ojos que, como los del romano Agrícola, tenían ese brillo hastiado del que parece haberlo visto ya todo. Se sostuvieron la mirada durante unos instantes, entre el agitar de las luces. Luego Iuput se llevó la copa a los labios para saborear la cerveza antes de tomar la palabra.
—Señora —dijo con la suavidad de una serpiente deslizándose sobre mosaicos—.
¿Estás segura de que sabes lo que estás haciendo?
Ella le miró como miran los gatos, con pupilas que casi parecían brillar al resplandor de las mechas.
—¿De qué me estás hablando, eunuco?
—Lo sabes muy bien —su interlocutor sonrió con amabilidad. Era muy negro de piel, algo que su túnica blanca resaltaba aún más; un hombre de modales suaves, de ésos que pocas veces dicen una palabra más alta que otra, y que tienen las manos rojas con la muerte de muchos hombres, aunque ellos nunca empuñen el cuchillo o el hacha—. No trates de jugar conmigo, señora; no con el hijo de mi madre. Te estoy hablando, y tú lo sabes, de los dos jefes romanos.
—¿Te parece mal que tenga dos amantes?
—Eso en sí me tiene sin cuidado; pero esos dos representan a su emperador. Ya bastante mal se llevan entre ellos sin necesidad de que enciendas tú ningún fuego. Sí, sé eso y también muchas otras cosas. Me pregunto si serás capaz de manejar una situación así; si no se te escapará de las manos.
—Por eso no te preocupes.
—Si se produce algún incidente desagradable; una disputa que pueda achacarse a los celos…
Ella, la cabeza afeitada reclinada sobre los brazos, los ojos entrecerrados con pereza, el cuerpo lustroso por el aceite, se echó a reír.
—Iuput. Déjame que te recuerde que son dos jefes romanos, no un par de pastores dispuestos a disputarse a lanzazos a una mujer.
—Por supuesto. Pero hay muchas formas de pelear y si ocurre algo, lo que sea, y los romanos te culpan a ti de haber atizado la enemistad entre sus dos jefes, a la corte de Meroe no va a gustarle nada.
—Por eso, estate tranquilo. Nada va a ocurrir.
El eunuco le dedicó otra mirada de serpiente, y bebió más cerveza. Senseneb volvió a cerrar los ojos y a abandonarse a las manos de sus esclavas. Ellas seguían masajeando en silencio, como sordas y mudas, con dedos ágiles, usando a veces los antebrazos, e incluso los codos, para amasarle la espalda.
Iuput, desde su asiento, las observaba inclinadas sobre el cuerpo de su ama en la penumbra, recorriéndolo de arriba abajo. A veces los pezones casi rozaban la piel de la sacerdotisa. Olía a aceite, a mujer y a perfumes. De vez en cuando, una de las dos lanzaba una mirada de soslayo al eunuco que, a su vez, las contemplaba con una especie de diversión fría. Estaban jugando a provocarle con malicia, y él lo sabía; porque en su caso, como en el de tantos eunucos, la castración había matado la capacidad, pero no el deseo. Pero hacía ya mucho, mucho tiempo, que Iuput se había acostumbrado, en los harenes de Meroe, a ese juego cruel que trataban de jugar aquellas dos con él allí, y era algo que le había servido para templar su carácter, famoso por su frialdad.
Bebió.
—Hay algo más. Aparte de que puede ser peligroso, me pregunto por qué lo haces, señora.
Ella volvió a levantar los párpados, para dedicarle otra mirada somnolienta.
—Es muy fácil, eunuco: es una forma de llegar a saber.
—¿Saber qué?
—Averiguar si los romanos están estudiando la idea de invadir Meroe. Si esta embajada es una excusa, una misión de reconocimiento para tantear el terreno y conocer nuestras fuerzas, antes de enviar a sus legiones.
—¿Y crees que sus jefes te lo van a decir? —sonrió con dureza.
—Tú no sabes lo que se suelta la lengua de los hombres en la cama —repuso con maldad.
—Creo saber calibrar a los hombres, y ninguno de esos dos romanos me parece de los que pierden la cabeza por una mujer; al menos, no hasta ese punto. Y no me lo tomes a mal, señora.
—No lo son. Nunca me contarían nada directamente, ni yo lo espero. Pero el sexo, al menos el satisfactorio —sonrió lánguida—, hace bajar a los hombres la guardia y es el momento en el que se les escapan comentarios sueltos, banales por sí mismos, pero que unidos a otros pueden hacerme saber si corremos el riesgo de ser invadidos por Roma. Yo sirvo a los mismos amos que tú, eunuco.
—Y era necesario liarse con los dos…
—Ay, los celos… —sonrió de nuevo, esta vez con abandono.
—¿Los celos? ¿Va a alentar voluntariamente los celos entre esos dos jefes?
—No he tenido que mover ni un dedo. Los hombres son así.
—¿Y piensas que eso les soltará la lengua?
—Por supuesto. Una forma de vencer al rival es demostrar que se es más importante que él —sonreía como entre sueños, la cabeza apoyada en los brazos.
—Ya.
Hubo un silencio largo. Iuput se quedó contemplando cómo las esclavas masajeaban el cuerpo oscuro y lustroso de su ama.
—Señora, haz lo que creas más conveniente —aceptó por ultimo—. Pero procura no encender ningún fuego que luego no puedas controlar.
Ella no respondió nada a eso, ni abrió siquiera los ojos.
—Y una cosa más.
—¿Sí? —ahora sí que alzó una pizca las pestañas.
—Esa no es la única razón para que juegues con esos dos. A mí no me tomes por tonto.
Ella le miró durante largo rato, luego cerró los ojos y volvió a sonreír como un gato.
—No —admitió con voz suave—. Quizás al principio sí; pero ya no. Esos dos romanos me gustan, cada uno a su manera. Me gustan, sí, y mucho. No voy a negarlo.
El eunuco se echó a reír de repente con voz queda. Rara vez reía y las dos esclavas volvieron la cabeza, porque la suya era una risa extraña, sin demasiada alegría. Su ama en cambio ni se inmutó; siguió tumbada, como dormida y con la sonrisa en los labios, él se puso en pie, apuró la copa de cerveza antes de depositarla con sumo cuidado en la mesa, como si tuviera miedo de romperla. Se alisó la túnica blanca y recolocó collares y brazaletes, entre tintineos.
—Te dejo ya, señora, con tu permiso. Te deseo suerte en tu juego.
—No necesito suerte. Me basta con mi habilidad.
—Permite que lo dude. Se puede jugar con serpientes venenosas y salir indemne, señora, pero sólo a condición de hacerlo de vez en cuando y sin olvidar lo peligrosas que son. El que trastea con ellas de continuo, tarde o temprano acaba recibiendo una picadura.
Ahora fue él quien sonrió, al ver cómo ella abría los ojos, algo sorprendida.
—Procura que alguna de esas dos serpientes no se te escapen de las manos, se revuelva y te muerda, porque seguro que su picadura debe ser de lo más dolorosa —hizo un gesto formal—. Te deseo una buena noche, sacerdotisa de la madre Isis, y un buen viaje, y que llegues sin novedades a Meroe.
Se marchó, apartando el lienzo de cuero que cerraba la entrada a la tienda. Senseneb cerró los ojos y casi enseguida olvidó esas últimas palabras. Sus sirvientas siguieron amasándole con dedos hábiles el cuerpo aceitado, entre el chisporroteo de las llamas, y el temblor de las luces y sombras dentro de la carpa.
Demetrio tenía costumbre de caminar al flanco de la caravana, como un guardia más, durante las jornadas largas y polvorientas que les conducían hacia el sur. Los arrieros se habían acostumbrado ya a ese griego alto y fuerte que andaba a largos trancos, con su túnica amarilla, el cinturón ancho y una espada más larga que las de los legionarios apoyada con descuido sobre el hombro. Poseía una cota de mallas, escudo, lanzas y casco, pero dejaba todo eso en la mula que transportaba sus efectos y los de Agrícola, para poder desenvolverse con mayor libertad.
Disfrutaba del viaje, de verse libre de las obligaciones de los guardias y también de echarles una mano en ocasiones, por simple capricho. El calor era asfixiante, el aire reseco y ardiente, y los insectos un verdadero martirio. El paisaje a occidente estaba formado por colinas estériles y desiertos de dunas arenosas. Soplaba un viento sofocante en las horas de más calor, que agitaba polvaredas y espejismos, y el griego se detenía a veces a observar las danzas de esas imágenes fantasmales sobre las arenas.
Algún que otro día se le unía el geógrafo Basílides, con su túnica parda y un báculo en la mano. Había ido cogiendo un color tostado, gracias al sol y los vientos, y ya sí que nadie hubiera podido suponer que aquel sujeto fuerte y de aire rudo era un estudioso de la Biblioteca de Alejandría. Más bien un estibador o un esportillero, a juzgar por su porte y ademanes, él disfrutaba aún más que Demetrio de esas largas caminatas al aire libre, entre polvaredas, rebuznos, gritos, con las ropas agitadas por el viento reseco del desierto.