Hubo un silencio entre los dos. Pasó una ráfaga de aire ardiente, robándoles el aliento y haciendo ondear las túnicas.
—Me das la razón, pero… —apuntó al final Flaminio, al que no se le había pasado por alto que el otro había dejado la frase en suspenso.
—Pero creo que aquí se está haciendo uso de una crueldad desmedida y que nada tiene que ver con la necesidad. A veces pienso que tanto sol y tanta arena están despertando en algunos una sed que no es de agua, sino de sangre.
Flaminio, el casco bajo el brazo, le miró dolido.
—Seleuco: eso no es justo. Tengo que tener la mano dura y tú lo sabes perfectamente. Los nómadas y los bandidos nos acechan, me han tendido ya más de una emboscada y éstos —señaló con la cabeza a los libios— seguirán con nosotros mientras nos vean fuertes. Son valientes pero bárbaros, y reverencian la fuerza. Desertarán si olfatean debilidad, porque eso les hará creer que la expedición está perdida.
—No me refería a ti, sino a esta columna en general. Hay
principales
que tratan con demasiada dureza a los hombres, me parece, y Tito se lo consiente. De hecho, él mismo se está volviendo a veces demasiado feroz.
—Ya te he dicho…
—Sí. Te doy la razón: estamos lejos de Egipto y no contamos más que con nosotros mismos. Es cierto que hay que mantener la disciplina; pero abusar de los castigos no mejora las cosas, sino que las empeora.
Se quedaron los dos mirándose unos instantes, con el rumor de las aguas a sus espaldas. Se alzó otra turbonada de aire caliente y sobre sus cabezas pasó un pájaro, con un graznido que reverberó en aquel aire tenue de media mañana.
—Y eso, amigo, me preocupa —Salvio Seleuco, grande y por lo general despreocupado, agitó con gravedad la cabeza—. Me preocupa, sí, y mucho.
A tres estadios de las tumbas de los reyes de Etiopía se encuentra, en la cima de un monte, el oráculo de Zeus. Es un templo construido al modo egipcio; flanquean la entrada dos esfinges con cabezas de carnero y sus paredes contienen relieves mostrando las victorias de los reyes etíopes cuando dominaban Egipto. En el interior del templo hay un ónfalo similar a los del oráculo del oasis de Amón y al de Delfos, pues hay quien dice que las prácticas de estos oráculos se originaron aquí. Mis guías me contaron que éste fue el principal oráculo de toda Etiopía, si bien ahora está prácticamente en ruinas y sólo lo cuidan un par de sacerdotes.
Valerio Félix,
Descripción de Etiopía
, III, 35
La expedición tenía puesta ya sus miras en el tercer grupo de cataratas. El país seguía siendo desértico y ardiente, con muy poco terreno fértil y escasez de aldeas. Los arenales llegaban casi hasta el borde del río y el viaje se había convertido en una sucesión monótona de jornadas. Los soldados marchaban con el equipo a cuestas, sofocados por el calor, el silencio y la aridez del paisaje. Los caravaneros arreaban a las acémilas y los carros avanzaban dando tumbos, y a menudo había que sacarlos de los atolladeros a fuerza de brazos.
El aire recalentado temblaba agitando las imágenes, las moscas zumbaban atraídas por el sudor y los buitres, motas pardas en el azul, daban vueltas sobre los farallones rocosos. No había otra cosa que arenas, pedregales, palmerales dispersos, colinas peladas y, cuando el camino se acercaba lo suficiente al Nilo, una visión lejana, como del paraíso, de palmeras, cañaverales, papiros y aguas verdes y rumorosas.
A veces pasaban cerca de alguna de las grandes fortalezas abandonadas, y los viajeros contemplaban asombrados esas moles semejantes a termiteros.
Pero tanta calma, esa soledad de los desiertos, no era más que apariencia, un espejismo más de las arenas, y los exploradores sabían que los nubios acechaban a la columna. Y no precisamente los labriegos que salían a contemplar su paso, apoyados en sus lanzas y con las bocas abiertas, sino bandidos nómadas que sólo esperaban una ocasión para robar y matar.
Un par de hombres que se habían apartado en mal momento de la columna, para hacer sus necesidades o por cualquier otra razón, habían sido muertos y desvalijados por ladrones. Los que fueron a buscarles al ver que no volvían, no encontraron más que sus cadáveres desnudos y huellas de sandalias nubias. Bastantes más habían, en cambio, desaparecido sin dejar rastro, sin que se supiese si habían tenido el mismo fin, habían desertado —cosa que era lo más probable— o habían sido arrebatados por esos demonios de las arenas de los que tanto hablaban los guías nubios.
Las patrullas extremaban su vigilancia y los guardias de la caravana se mantenían siempre cerca de los asnos de carga, que eran las presas más codiciadas. Los libios, durante las noches alrededor del fuego, afilaban sus armas y se contaban historias, y por el día marchaban ojo avizor, ansiando avistar algún enemigo para salir en su persecución, ya que había siglos de hostilidad entre su raza y la de los nubios, y para ellos cazar hombres en el desierto era el mejor de los deportes.
La flotilla de apoyo les había abandonado en las segundas cataratas y a veces Tito se lamentaba de que Roma no dispusiera de los mismos medios que tenían los faraones para pasar naves entre un tramo y otro. Porque, a la altura de las segundas cataratas, el sacerdote Merythot le había enseñado las ruinas de lo que en tiempos fue una ciudad, con un barrio egipcio y otro nubio, y necrópolis separadas. Por allí en tiempos, o eso le contó Merythot, los antiguos egipcios pasaban sus naves de un lado a otro del río, salvando las cataratas mediante un largo camino hecho de dos raíles de madera paralelos, sobre los que iban empujando los barcos.
Había otros motivos de inquietud, aparte de los bandidos. Los exploradores habían sabido por nómadas amistosos que un grupo de hombres, no muy numeroso pero sí bien armado, seguía en paralelo a la columna romana. Al parecer, los jefes de ese grupo no eran nubios, sino gente de piel más clara. Flaminio había hablado con un jefe nómada y, por las descripciones que obtuvo sobre su físico, atuendos y armas, llegó a la conclusión de que aquellos misteriosos personajes tenían que ser griegos o romanos de Egipto. En cuanto a sus motivos, parecían estar muy interesados en soliviantar a los nómadas contra los expedicionarios; o eso le dio a entender el jefe nubio.
Flaminio había vuelto con su patrulla del desierto, un atardecer, y se fue derecho a la tienda de Tito, sin sacudirse siquiera el polvo. El prefecto le había recriminado por ello, no por cuestiones de etiqueta, sino porque esa actitud podía alarmar a los soldados. Pero a él mismo le faltó tiempo para reunirse con el tribuno mayor y contarle lo que le había dicho Flaminio. Seleuco y Quirino estuvieron presentes en ese encuentro y, andando los días, acabarían por dar bastantes detalles a Agrícola. Allí fue donde por primera vez se oyó el nombre que se daba a sí mismo el jefe de aquella misteriosa banda: Aristóbulo Antipax, un apelativo muy apropiado y que oirían muy a menudo a lo largo de las siguientes semanas.
La reunión tuvo lugar en la tienda del tribuno, que era mucho más amplia y estaba mejor guarnida que la del prefecto, poco después de la caída del sol. La atmósfera en el interior era cálida y cargada. Había algunas lámparas encendidas y un esclavo de confianza iba de hombre en hombre, escanciando vino y agua en las copas; porque, por la parte del tribuno, estuvieron presentes varios pretorianos.
El
praefectus castrorum
, alto, membrudo y renegrido, se había arrellanado en la silla y saboreado el vino antes de explicar por fin todo: desde las sospechas que concibió en Filé a cómo, por orden suya, sus ayudantes habían estado haciendo averiguaciones. Omitió decir que Agrícola y Demetrio le servían como agentes en la caravana, y que el geógrafo Basílides hacía lo mismo en el campamento militar. Si se calló eso porque quería guardarse alguna ventaja o porque a esa reunión se había autoinvitado aquel personaje desagradable, Paulo, el confidente de Nerón, fue algo que Seleuco y Quirino nunca llegaron a saber.
Claudio Emiliano le escuchó sin despegar los labios, instándole de vez en cuando a seguir por gestos. Cuando Tito hubo terminado, se quedó aún un rato en silencio, jugando con su copa y contemplándole con ojos casi grises y distraídos, como si mirase a través de él y sus pensamientos estuvieran muy lejos.
—¿Por qué no me has dicho nada antes?
—Porque hasta hoy no han sido más que sospechas. Pero por fin tenemos pruebas de que alguien trata de impedir que sigamos adelante: ese jefe nómada le contó a Flaminio que le han ofrecido obsequios a cambio de enviar a sus guerreros a hostigarnos.
—Entiendo.
Volvió al silencio y se quedó observando al prefecto, que le sostuvo la mirada sin pestañear. Los allí presentes les contemplaban a su vez al resplandor de las lámparas, porque no había dentro de esa tienda nadie que no supiese que Senseneb los tenía a los dos como amantes. Pero si tal circunstancia había aumentado la rivalidad entre ellos, ambos lo disimulaban muy bien.
Al final no fue ninguno de los dos quien rompió el silencio, sino Paulo.
—¿Y bien, tribuno? —graznó, con tanta brusquedad que sobresaltó a más de uno de los presentes.
El aludido volvió la cabeza despacio en su dirección, para posar en él con disgusto unos ojos que se habían vuelto de repente de hielo.
—¿Y bien qué, Paulo?
—¿No has oído al prefecto? Hay traidores en esta expedición, y nos siguen hombres dispuestos a causar nuestra ruina. ¿Qué es lo que piensas hacer?
—De momento pensar; idiota: eso es lo primero que tiene que hacer uno en caso de problemas —le contestó con la mayor de las descortesías Emiliano. Porque aquel aristócrata era casi el único que se permitía mostrar abiertamente el desagrado que le causaba ese esbirro. Se encaró de nuevo con Tito—. Esto me piílla totalmente de sorpresa, prefecto, y ahora mismo casi no sé ni qué pensar.
—Te reitero que no quise mencionar nada mientras no tuviese otra cosa que sospechas.
—Has hecho bien. Pero ya tenemos pruebas fehacientes. Es hora de hablar y decidir cómo actuar.
Se pasó la mano por el cabello rubio.
—Al parecer, son súbditos romanos los que tratan de impedir que lleguemos a Meroe. ¿Quiénes son y qué motivos pueden tener?
—Ahí, de nuevo, sólo puedo ofrecerte sospechas.
—No importa: te escucho.
—Preferiría decírtelo en privado —se volvió a los pretorianos presentes—. Espero que no me lo toméis a mal.
—Como quieras —aceptó el tribuno, mientras sus hombres cabeceaban por cortesía—. Lo hablaremos entonces tú y yo. La pregunta ahora es: ¿qué planes pueden tener esos hombres, y qué daño pueden llegar a hacernos?
—Creo que tienen agentes dentro de la expedición, y que fueron ellos los que mandaron a esos egipcios a apuñalarte; es muy posible que preparen otras jugarretas desde dentro. En cuanto a los hombres que nos siguen en paralelo, llevan guías, parecen conocer el terreno y sabemos de cierto que son los que están azuzando a los nómadas contra nosotros.
Emiliano asintió despacio, los labios fruncidos, y volvió a quedarse pensando mientras, sin darse cuenta, se acariciaba lentamente, a través de la túnica roja, las heridas recibidas en Filé. Fue C. Marcelo, su mano derecha, el que hizo la siguiente pregunta.
—¿Es posible que los nubios nos ataquen?
—Ya lo están haciendo: los nómadas nos vigilan y acosan a nuestras patrullas.
—Hablo de un ataque a gran escala.
—No son más que bárbaros, sin disciplina y mal armados —bufó uno de los pretorianos que estaba de pie, al fondo de la tienda—. ¿Tenemos que preocuparnos por eso?
Tito, que se reclinaba indolente sobre uno de los brazos de su asiento, dejó caer sobre él los ojos oscuros, con una sonrisa que tenía algo de nostálgica.
—Es difícil que se reúnan en gran número y nos planten batalla. Aunque, ¿quién sabe? Pero hay otras formas de hacernos la guerra: pueden causarnos muchas bajas si durante todo el camino se dedican a hostigarnos con sus flechas, a hacer ataques relámpago contra los burros de carga, a atacar a nuestros aguadores…
—¿Acaso no estamos en territorio meroíta? —estalló Paulo.
—Hace ya días.
—¿Y para qué viene una enviada de sus reyes con nosotros? ¿Es que los nómadas no rinden obediencia al trono de Meroe? Id a ver a esa maldita sacerdotisa y…
—¿Es que no puedes hablar como las personas decentes, Paulo? —le cortó el tribuno con una mueca de fastidio—. Haz el favor de guardar las formas.
—Te estoy dando mi opinión.
—Y yo te estoy diciendo que no alces la voz en mi tienda.
Paulo se puso de todos los colores. El tribuno, sentado en su silla, le observaba con ojos azules muy fríos, en tanto que el prefecto, recostado en la suya, contemplaba con gesto distante, inhibiéndose con toda claridad. Los demás hacían algo parecido; ya que allí, quien más quien menos, temía a aquel sujeto rechoncho y ruin, que se hacía el poderoso gracias a su condición de confidente de Nerón.
Paulo farfulló algunas palabras que no llegaron a entenderse, como si no supiese muy bien qué decir. Pero, antes de que el incidente fuera a más, Marcelo trató de suavizar un poco la situación.
—Nubia no es un reino tal y como lo entendemos en Roma, Paulo. Me parece que sus reyes no tienen excesivo poder sobre los nómadas.
—Entonces, si no es un reino, ¿qué es?
El pretoriano suspiró para sus adentros. ¿Cómo hacer comprender a aquel cortesano que Nubia era un territorio inmenso, árido y muy poco poblado, y que sus habitantes eran una mezcolanza de agricultores, trogloditas y nómadas? Pero, antes de que pudiera contestar, intervino Tito, más por simpatía hacia Marcelo que por quitar hierro a nada.
—Los reyes de Meroe son dioses para su pueblo, a la manera de los antiguos faraones. Llaman a las tribus a la guerra, presiden las ceremonias, median en los litigios y poco más. No creo que los nómadas les paguen siquiera impuestos, ni nada que no sea una pleitesía nominal.
—¿Cómo se mantiene la corte entonces?
—No sé si las aldeas pagarán algún tributo, pero la riqueza de Meroe descansa sobre su situación estratégica, porque es el intermediario del comercio entre Egipto y el sur. El dinero lo sacan de las tasas sobre las mercancías, no de los impuestos.
—Entonces Nubia es como Germania. Ni es reino ni es nada.
—Si tú lo dices…