El tribuno salió de su tienda ya de noche y solo, envuelto en un manto negro. Los arqueros que guardaban a la sacerdotisa le dejaron pasar con reverencias y él se encontró con que ella ya lo estaba esperando, puesto que había hecho salir a todos y sólo tenía a su lado a sus dos esclavas. Algunas lámparas creaban una penumbra tibia, y un pebetero, en un rincón, dejaba escapar hilos de humo azulado. Olía allí dentro a incienso, a aceites y perfumes. Senseneb, vestida a la manera tradicional egipcia, con sólo un cinturón y un delantal, le salió al encuentro con una sonrisa, aunque sus ojos oscuros miraban intrigados en los azules del romano, éste se quitó el manto negro. Traía el pelo rubio alborotado y una expresión tormentosa, y vestía la túnica blanca con franja púrpura de tribuno, en vez de la roja de pretoriano. Parecía abatido a la vez que algo agitado, y sus ojos cambiaban una y otra vez de tono, como sacudidos por estados de ánimo diversos.
Ella se acercó a él y, al verle ahí de pie, casi como desorientado, le cogió de la mano y le llevó hasta un asiento, como a un niño. Ella misma le desciñó la espada y, mientras le acariciaba el pelo rubio, ése que tanto le había llamado de siempre la atención, ordenó a sus esclavas que preparasen un bebedizo.
—¿Una infusión? —protestó el romano—. No. No la quiero.
—Pareces muy cansado. Te hará bien.
—Bah…
Pero su anfitriona le tapó la boca con la mano, en broma, y él se dejó hacer. Preguntó de qué estaba hecha esa cocción, pero ella no quiso entrar en detalles, y sólo le reveló que era un remedio secreto de su gente, al tiempo que le preguntaba riendo si es que temía que le envenenase. Lo más que le dijo fue que servía para asentar el humor y ahuyentar a los malos espíritus, ésos que siempre están al acecho, listos para entrar por la boca y las narices de quienes sufren de preocupación, y devorarles poco a poco el alma.
La propia Senseneb le tendió un cuenco humeante y, con risa maliciosa, probó el contenido, como un copero real. El tribuno de túnica blanca y púrpura le correspondió, esta vez sí, con una sonrisa, aunque bastante desganada; cogió el cuenco entre sus manos, miró a esos ojos brillantes y se bebió a sorbos el líquido amargo y ardiente, que casi le quemaba los labios. En días posteriores habría de preguntarse de qué estaría hecho. Como romano y supersticioso temía de forma terrible a las brujas y las brujerías, en tanto que como hombre de mundo tendía a descartar todo eso como superchería. No podía ser más que una infusión con ciertas virtudes y adornada de mucho misterio; y sin embargo…
La cocción tuvo la virtud de sosegarle el ánimo, aunque no de levantárselo. Se quedó sentado, los antebrazos reposando sobre los muslos y sintiéndose ahora más cansado que cualquier otra cosa. Senseneb se situó a su espalda y comenzó a amasarle los hombros, él suspiró al contacto de sus dedos y fue como si el correteo de las yemas, y los pellizcos que daba a sus músculos cargados, le quitasen un peso enorme de encima, que hasta entonces no había sabido que llevaba.
Dejó vagabundear los ojos por la tienda nubia. Las luces de las lámparas titilaban y las sombras se movían. Heti y Shepenupet se habían retirado a una de las esquinas, como otras veces. Mientras su ama masajeaba los hombros del romano, la segunda de ellas comenzó a tañer un arpa y las dos empezaron a cantar una tonada lenta y melodiosa, muy antigua y tan suave que al tribuno le causó la ilusión del flujo calmo del Nilo, en los tramos anchos. Observó, en la penumbra, el revuelo lento de los dedos de la negra sobre las cuerdas, los ojos cerrados de las dos al cantar.
Luego sus ojos, al ir un poco más allá, fueron a posarse sobre un arco nubio; un arma imponente, larga y de madera endurecida al fuego, que ya otras veces había visto en esa tienda. Hasta esa misma mañana, empero, sólo lo había tenido por un adorno más.
—¿Es tuyo ese arco?
—Es
mi
arco. Mi tío me lo regaló el día en que cumplí once años.
—¿Tu tío?
—El hermano mayor de mi madre, él me crió.
—Tiras muy bien.
—He crecido entre arqueros y solía ir de caza con los hombres, antes de que mi tribu me enviase al templo, para ser iniciada en los misterios de Isis.
El tribuno meneó admirado la cabeza.
—Se necesitan años para llegar a ser un buen arquero, y es fácil perder la puntería, si uno no se entrena con regularidad.
—Soy nubia —manifestó ella con orgullo. Sus pulgares se clavaron en los hombros del tribuno, ejerciendo una presión que fue primero dolorosa y luego relajante—. Llevo el arco en la sangre.
—Ya lo he visto. Me han dicho que esta mañana has matado a dos hombres. Ella se echó a reír de nuevo, ahora con el alborozo de una niña.
—No dos, sino tres. Tres enemigos muertos por mis flechas. Mis hombres lo vieron; vieron las flechas con mis colores clavadas en sus cuerpos… —de repente cambió de humor—. Ahora mismo tendría que haber tres manos derechas recién cortadas, colgando a las puertas de mi tienda. Pero Tito no permitió que mis hombres cortasen los trofeos.
—Hizo bien.
—¿Por qué? —le apretó otra vez los hombros—. ¿No les matamos en combate? Teníamos derecho a ello.
—No lo discuto —el tribuno enlazó los dedos, los codos aún reposando en los muslos—. Pero Tito opina que lo que ha ocurrido esta mañana se ha debido a un encuentro fortuito, y no ha querido que se mutilase a los cadáveres para no indisponernos más con los pueblos de la ribera.
—¿Qué nos importan a nosotros esos miserables? No son más que unos bárbaros: barro en las sandalias del pueblo sagrado.
Emiliano a punto estuvo de reírse. Como hablaban en griego, ella había usado esa palabra, bárbaros, con la que los griegos designaban a todos aquellos pueblos que no eran ellos mismos. Y había dado a los nubios el mismo apelativo que Merythot daba a los egipcios, aunque él se negaba a incluir bajo ese término, por cierto, a los propios nubios.
—Estamos lejos de Meroe, Senseneb, y tus reyes no gobiernan, ni tienen ya influencia sobre estas gentes. Es mejor estar a buenas con ellas.
—Tito podía, por lo menos, haber permitido que mis hombres cortasen las tres manos a las que tengo derecho. Estoy enfadada con él.
Emiliano no replicó nada y hubo un silencio entre ambos. Heti y Shepunepet seguían cantando, las luces chisporroteaban, hacía calor allí dentro y el humo del incienso se remansaba en capas azuladas a media altura.
—Tito es un intransigente —añadió luego ella, enfurruñada.
—Es un buen
praefectus castrorum
, y eso no puede negarlo nadie —contestó Emiliano, preguntándose qué hacía él defendiendo a Tito Fabio ante la sacerdotisa—. Es verdad que es un hombre duro, demasiado dado a soluciones drásticas; pero hoy ha hecho lo que debía y tiene toda mi aprobación. Y la última palabra es la mía, porque por algo estoy al mando de esta expedición.
Guardó silencio un largo instante, como rumiando un pensamiento, antes de añadir sombrío.
—Aunque puede que hoy muchos pongan tal cosa en duda.
—¿Por qué dices eso?
—No hace falta ser muy listo para imaginarse qué es lo que hoy se debe comentar de mí —meneó desalentado la cabeza.
Senseneb siguió amasándole los hombros con parsimonia, y no dijo nada hasta que estuvo segura de que él no iba a proseguir. Le acarició el pelo rubio, antes de preguntar con cautela:
—¿Qué es lo que te ha pasado hoy en la batalla? ¿Por qué te has demorado? Emiliano se pasó la mano por el rostro, con un suspiro.
—Desde mi barco no se veía muy bien lo que estaba pasando, lo único que yo veía era que un grupo de hombres nuestros estaba luchando en la orilla. La vegetación, los árboles, nos entorpecían la vista, y no podía saber si los atacantes eran cien o cien mil. Según las leyes de la guerra, uno no debe enviar a sus hombres a luchar a ciegas, sin saber cuál es la situación —levantó un poco la cabeza, más dolido que irritado—. La lógica militar exige esperar a saber qué ocurre, ya que es preferible perder unos pocos hombres que perderlos a todos por culpa de una imprudencia.
—Eran romanos, guerreros a tu mando. Y otros no dudaron en acudir a ayudarles. Emiliano suspiró.
—Dicen que los nobles sentimientos y la generosidad son estorbos en la guerra, y que sólo sirven para perder hombres y batallas. ¿Qué pasa si detrás de los árboles hubiera habido todo un ejército? Nuestros soldados habrían ido desembarcando en desorden, para ser aniquilados según pisasen tierra.
—Entonces no tienes nada que reprocharte. No debieras estar en semejante estado, que parece propio de un alma falta de peso a la hora del Juicio.
—Porque todo lo que te he dicho no son más que palabras. Lo que importa es que el
vexillum
estaba allí. ¡El
vexillum
!
—No lo entiendo —admitió ella con voz suave—. ¿Qué pasa con vuestro estandarte?
—El
vexillum
es nuestra enseña, Senseneb: el alma de la expedición. Según nuestras tradiciones y nuestra religión, es en el
vexillum
donde reside el espíritu tutelar del destacamento.
—¿Es una bandera sagrada?
—Es mucho más que eso. El
genius
protector de la
vexillatio
reside en él.
—¡Ah! —le oprimió los hombros, ahora pensativa—. Entonces no es la insignia de algo sagrado, sino que ese
vexillum
es un dios.
—Podría decirse así. Es algo así como el dios de las tropas; un dios menor, pero dios a fin de cuentas. Y es una desgracia, a la vez que una gran deshonra, perder las enseñas.
La sacerdotisa se sentó a sus espaldas, apoyó la barbilla en su hombro y en voz baja, hablándole casi al oído, le preguntó:
—¿Te viste en la duda y no supiste a qué atender, si a salvar el
vexillum
o a velar por las tropas? ¿Es eso lo que pasó?
Hubo un silencio muy largo.
—No —suspiró él—. Mentiría si dijese que fue eso lo que ocurrió.
—¿Entonces qué?
—No lo sé, no lo sé bien.
Movió la cabeza, muy despacio, antes de hablar de nuevo con lentitud, como si tratase de ordenar los pensamientos.
—No es que tuviese miedo; no pienses eso de mí. Pero me quedé paralizado, sin saber qué hacer. No era miedo, sino que no podía decidir qué hacer. Ni siquiera podía pensar. Todo fue tan rápido. De repente, en la orilla estaban luchando, mis propios hombres gritaban a mi alrededor. Todo ocurrió de golpe, en un momento, y sin embargo se me hizo tan largo…
—¿Te demoraste porque era el prefecto el que estaba en peligro en la orilla?
—¡No! ¿Cómo puedes preguntarme eso? —se giró a medias, indignado, aunque un ligero temblor en la voz daba a entender que quizás él mismo tenía esa duda—. Yo no sería capaz de algo así.
—Claro —ella le acarició el cabello y la mejilla, y a él se le hundieron de nuevo los hombros.
Abatió la cabeza.
—Es lo que van a pensar muchos de mí. ¿Crees que no lo sé? Van a decir que no me acerqué a la orilla con la esperanza de librarme del prefecto.
—Tú sabes que eso no es así.
—¿Y qué más da? Lo que importa es lo que los soldados crean.
Ella se echó a reír de repente, y se apretó aún más contra su espalda.
—Emiliano, Emiliano. Das demasiada importancia a lo que puedan pensar tus hombres. No ha sido más que un incidente y dentro de unos días estará olvidado.
—¿Cómo se van a olvidar de una cosa así?
—De la misma forma que se olvida todo, amado. Este viaje es largo y lleno de azares, y todavía nos queda mucho por recorrer. Problemas no nos van a faltar y, dentro de poco, los hombres tendrán la cabeza ocupada con otras cosas.
Los ojos azules del tribuno se iluminaron un tanto; tal vez gracias a los argumentos de la nubia, o quizás al oír de sus labios la palabra «amado». Ella no lo vio, porque estaba detrás de él, aunque sí sintió un cambio en su postura.
—Tú estás en paz contigo mismo, y los dioses no tienen nada que reprocharte. Deja que los demás, que valen menos que tú, piensen lo que quieran de ti.
—Eso no es tan fácil, Senseneb. Soy romano y no egipcio, y estoy aquí porque me ha nombrado el césar, no por voluntad divina. Soy el tribuno, el jefe de las tropas, y no puedo permitirme que mis hombres duden de mí.
—Tampoco puedes permitirte que te vean demasiado pendiente de su opinión. Eso puede hacer que te pierdan el respeto.
—En eso tienes razón… —admitió, de repente inseguro.
—Claro que la tengo. Tú mismo lo has dicho: eres el jefe de esta expedición. Así que compórtate como tal: mantén tu dignidad y que tus hombres te vean fuerte y seguro, siempre resuelto. Que nunca sospechen que hoy fuiste indeciso. Es mejor que crean que estabas dispuesto a sacrificar a Tito por enemistad. Es mejor que te consideren malvado que irresoluto. Si llegan a creer que dudaste, te tendrán por débil, y nadie sigue ni respeta a un jefe débil.
El tribuno asintió, pensativo, sintiendo el calor de la sacerdotisa contra su espalda.
—Senseneb, podrías dar lecciones a un cínico griego, y lo peor de todo es que estás en lo cierto.
Sonrió. Se le veía ahora menos decaído, como si la conversación hubiera tenido la virtud de apaciguar sus dudas y le hubiese devuelto el coraje. Se había relajado con el masaje de hombros, y con el olor del incienso, y ahora comenzaba a responder de forma distinta al roce del cuerpo de Senseneb. El deseo iba despertándose en él poco a poco, pero con gran fuerza.
Ella lo notó. Lo sentía en los dedos, con la piel, y se dio cuenta de que a ella misma se le encendía la sangre y se le endurecían los pezones, excitada por ese poder que intuía que tenía sobre el romano. Un poder, un ascendiente que había ido ganándose muy despacio a lo largo del viaje, hasta conseguir influir en sus opiniones e incluso en sus estados de ánimo.
Abrazada a su espalda, le mordisqueó la oreja, para avivar ese fuego que acababa de encender. Luego se apartó. El tribuno se puso en pie y ella le ayudó con dedos ágiles a librarse de la túnica blanca y púrpura. Emiliano le agarró los pechos grandes y pesados, sintiendo el tacto untuoso de la piel; porque, justo antes de su llegada, las esclavas habían estado ungiendo el cuerpo de su ama con aceites.
él pasó su pierna entre las de ella y la sintió mojada. No hubo preliminares ni tampoco ninguno de esos juegos a los que a veces gustaba de abandonarse la sacerdotisa de Isis. Mientras las dos esclavas seguían tañendo y cantando, y las volutas de humo giraban perezosas entre las penumbras y las sombras de la tienda, ella le cogió por el miembro, algo titubeante aún, y lo agitó, y ella misma se sintió encandilar al notar cómo aumentaba y se endurecía entre sus dedos.