Encontraron poblados a lo largo de esas orillas, habitados por gentes que no eran hostiles y que estaban acostumbradas a tratar con los comerciantes nubios, e incluso con algunos griegos. Aun así, los lugareños salían a la orilla a contemplar asombrados el paso de la flota y esos exóticos viajeros. En alguna ocasión, alguna nave se detuvo a trocar provisiones por pequeños útiles de hierro o bronce, tal y como les habían aconsejado en Meroe que hiciesen.
La flotilla remontó el Nilo durante varias jornadas con unas naves a la vista de otras, fondeando por las noches y sin sufrir más contratiempo que un choque armado con una de las tribus ribereñas. Fue un incidente súbito y, más tarde, la opinión generalizada lo achacó a la mala suerte, como una de esas chispas que provocan un gran incendio. Aunque no faltaron agoreros que quisieron ver en ese suceso la mano del famoso Aristóbulo Antipax que, según los soldados, aún seguía como un chacal a la expedición, buscando la forma de morder en ella.
El hecho cierto fue que una partida de caza, que había tomado tierra en la ribera meridional para buscar algo de carne, se vio atacada por sorpresa por una banda de guerreros que entonaban sonoros cánticos y blandían largas lanzas. Hubo un intercambio de proyectiles y los cazadores tuvieron que huir a toda prisa. Pero es verdad que los negros no eran muchos, que iban solamente armados con lanzas y mazas, muchos de ellos sin escudos, y que ninguno lucía pinturas de guerra. Así que es muy posible que todo se debiera a que los romanos, sin querer, se habían acercado demasiado a un poblado, y que los lugareños lo único que hubiesen hecho fuese tomar las armas para defender sus hogares y ganado.
Los romanos escaparon hacia la orilla mientras el número de sus enemigos crecía sin cesar, porque llegaban más y más guerreros, estos últimos ya con grandes escudos pintados. Los cazadores se hicieron fuertes entre los árboles de la ribera, sin atreverse a reembarcar en los botes, por temor a que los lanceasen por la espalda antes de poder ganar el centro del río.
De entre las naves que vieron el apuro en el que se encontraban sus cazadores, la más cercana fue la de Tito Fabio. El prefecto, que había estado sentado en cubierta, mirando en silencio el centelleo de las aguas y el vuelo de las aves, se puso en pie de un salto y comenzó a dar voces. Sus hombres hicieron sonar las trompas y los timoneles se lanzaron sobre la barra. La embarcación viró para varar en los arenales entre espuma, y el prefecto y sus legionarios saltaron a tierra chapoteando, sin armaduras, con los escudos en alto, gritando y soplando los cuernos.
Desde las otras naves, los hombres oyeron aquellos toques que resonaban a lo largo de las orillas, haciendo levantar el vuelo a las aves. Al volverse alarmados, vieron cómo el prefecto y los suyos subían a enfrentarse con una multitud de negros, erizada de lanzas, que surgía de la selva, y cómo el
vexillifer
con la piel de leopardo agitaba el estandarte con la imagen de la Fortuna. Un gran clamor estalló en la flotilla, mientras las distintas naves iban dándose cuenta de qué pasaba.
Los legionarios de Tito habían formado una pared de escudos para proteger a los cazadores, que carecían de armas defensivas. Llegaban más y más enemigos, negros desnudos tras escudos pintados, entre agitar de lanzas y cánticos guerreros. Los romanos seguían tocando los cuernos y las aves salían asustadas en bandadas inmensas, llenando el aire con sus aleteos. Aquello era ya una batalla en toda regla y, en el río, los soldados gritaban al ver el
vexillum
en peligro, y las naves trataban como podían de virar para acudir en auxilio de los que estaban en tierra.
La flotilla se convirtió en un caos. Los oficiales se gritaban de unas embarcaciones a otras; algunas estuvieron incluso a punto de chocar y el tribuno Emiliano quedó, en esa ocasión, bastante en entredicho. Su nave estaba cerca y en posición favorable para ayudar al prefecto y los cazadores; pero, durante los primeros momentos, los de más apuro, pareció seguir río arriba, la vela triangular desplegada y sin que una sola guiñada de la proa indicase que tenía intención de ganar la orilla. Desde los otros buques vieron cómo los pretorianos de ropas rojas habían empuñado los
pila
, y cómo algunos se asomaban a las bordas. Pero el tribuno estaba parado en cubierta, observando inmóvil, con su túnica roja ondeando en la brisa, y los timoneles no hacían amago de meter caña a estribor.
Luego se dieron razones para tal actitud; explicaciones que no convencieron a unos y dejaron dudando a otros. La que no pareció titubear ante esa tesitura fue la nave de los nubios. En cuanto vio que el prefecto en persona estaba en tierra, midiéndose en desventaja con una muchedumbre enemiga que no dejaba de crecer, Senseneb abandonó su compostura hierática, se incorporó de un brinco y comenzó a chillar a sus hombres, que se alzaron con un clamor, aprestando los arcos, de forma que la nave se balanceó con violencia por el cambio brusco de pesos.
Los legionarios de algunas naves, que se asomaban ansiosos a la borda y apremiaban maldiciendo a los timoneles, dieron fe luego de que la sacerdotisa se arrancó el tocado de la media luna de plata, y los velos que la estorbaban, antes de empuñar ella misma un arco. Ahí fue cuando todos pudieron ver por primera y única vez su rostro, y que llevaba la cabeza afeitada a la manera egipcia. El barco nubio, inconfundible gracias al buitre sagrado, innegablemente egipcio, bordado en dorado sobre la vela blanca, hundió la proa en la arena ribereña, y los meroítas bajaron entre aullidos bárbaros, en socorro de los romanos o, como diría luego algún malicioso, quizá sólo en el de Tito Fabio. Senseneb misma no se conformó con tirar algunas flechas desde su nave, sino que saltó también a tierra, con dedal y brazal de arquero, y comenzó a disparar con rapidez contra los negros, que a su vez se agolpaban tras sus escudos, arrojando lanzas a los recién llegados.
Las naves maniobraban de forma caótica en el río, unas queriendo virar y otras acercarse a la orilla sur, y los tripulantes de algunas no sabían muy bien qué estaba pasando, por lo que los hombres se gritaban de borda a borda, entre el estruendo de los cuernos y el tremolar de banderas. En la orilla, volaban lanzas,
pila
, jabalinas, piedras, en medio de una escandalera tremenda. Alguna vez llegaron al cuerpo a cuerpo entre los árboles, pero ahí los legionarios, con sus escudos rectangulares y sus gladios, se impusieron con facilidad a sus impetuosos enemigos.
Desplegados a lo largo de la orilla, los nubios arrojaban oleadas de flechas contra los negros y, en medio de todo aquel caos, algunos romanos no pudieron evitar detener los ojos, pasmados, en la sacerdotisa que, ahora destocada y medio desnuda, disparaba una saeta tras otra contra sus enemigos. Uno de sus arqueros se había hecho con un gran escudo y lo empuñaba a dos manos, a su derecha, para protegerla de las lanzas que llegaban volando. Pero esa escena sólo sorprendió a los que no sabían que, entre los nubios, las mujeres aprenden a manejar el arco y toman parte en la batalla en caso de apuro, o puede que por gusto e inclinaciones, como ocurría con aquella legendaria Candace tuerta, Amanishakhete, que había invadido Egipto en tiempos del césar Augusto.
Sólo cuando vio a Senseneb en la orilla, arco en mano y expuesta a las lanzas negras, Emiliano reaccionó, y fue como si saliese de un sueño. Se quitó el pliegue del manto rojo de la cabeza —con el que se cubría del sol y que impidió que los tripulantes de las naves más próximas pudieran ver, o siquiera intuir, su expresión— y ordenó a voz en cuello varar. Su nave tocó las arenas casi al mismo tiempo que otra en la que iban cuarenta auxiliares de escudos oblongos, dorados y verdes.
Los pretorianos desembarcaron llevando con ellos la
imago
con la efigie de Nerón. Los negros comenzaron a verse en inferioridad numérica, y abrumados por el frente de escudos romanos, y por las flechas nubias que les castigaban desde el flanco, cedieron. Se retiraron en la forma en que suelen hacerlo los bárbaros; puesto que, si en un momento dado atacaban impetuosos entre cánticos de guerra, casi en el siguiente huían en desbandada, cada uno por su lado. Muchos, con las prisas, abandonaron escudos, e incluso las lanzas.
Tito contuvo a sus soldados y luego se adelantó, el escudo en una mano y la espada en la otra, para gritar a los nubios que no persiguiesen a los fugitivos. Salvio Seleuco corrió al borde del agua y, agitando los brazos, instó a las demás naves a no acercarse, a volver al centro del río. Todos regresaron a la orilla y, arrimando el hombro, arrancaron las proas a la arena. Pusieron los barcos a flote mientras los cazadores, haciendo las veces de retaguardia, vigilaban entre los árboles, no fuese que volvieran los enemigos.
Allí donde estaban, las aguas se remansaban tranquilas y la playa era una franja ancha de arenas amarillas y ardientes, con el follaje verde de la selva más allá. El
vexillifer
salió a abierto y se acercó a pie de agua, para mostrar el
vexillum
a la flotilla, que se mantenía a esa altura a fuerza de remos. A la vista de aquel legionario de piel de leopardo sobre la cota de malla, que agitaba el estandarte rojo con la Fortuna bordada, un gran clamor se alzó desde todas las naves.
Luego fue Tito Fabio el que se adelantó por las arenas y, dejándose llevar por su carácter teatral, mezcla extraña de impulsivo y calculador, saludó a los expedicionarios con el brazo derecho en alto y la palma abierta. El griterío creció: los soldados respondían al saludo con voces, entrechocar de espadas y
pila
contra escudos, o aporreaban los costados de las embarcaciones, haciéndolos retumbar como tambores.
Tito se quedó allí unos instantes, a la luz cegadora del trópico, el brazo en alto, antes de darse la vuelta y gritar órdenes. Los
cornicemi
hicieron sonar las trompas, los soldados reembarcaron, los cazadores volvieron a toda prisa y las naves que habían participado en la escaramuza abandonaron, a golpe de remo, aquella orilla.
La flotilla se reorganizó con rapidez. Las naves que habían virado se dejaron llevar por la corriente para rebasar al resto, antes de virar otra vez y, a velas desplegadas, recuperar cada una su lugar. Las trompas y las banderas pasaron señales y, por último, la expedición reanudó su singladura rumbo al oeste, manteniéndose tan en el centro del río como podía. El choque había costado algunos muertos y bastantes heridos, así que el prefecto mandó a su timonel que acercase su barco al del tribuno, y ambos estuvieron discutiendo el asunto de borda a borda, por último, Emiliano pareció dar la razón a Tito y esa misma tarde, aún pronto, arribaron a la orilla norte para montar un campamento para varios días.
No se trataba sólo de atender a los heridos, sino de que los guías indígenas, reclutados en Meroe de entre esclavos nacidos en esas tierras, les habían avisado que estaban ya cerca de donde tendrían que abandonar el aparente curso principal del río, que en realidad era un afluente que nacía en el oeste. Si querían llegar a las verdaderas fuentes del Nilo, tenían que virar al sur, meter las naves en los inmensos pantanos de papiros y abrirse paso durante días y días por un laberinto de agua y vegetación. Lo que hubiera más allá, no lo sabía nadie.
Una nave ligera, de las que bogaban por delante a modo de avanzadilla, avisando de los escollos y bancos de arena del río, encontró un buen emplazamiento en la orilla septentrional, tal y como se les había encargado expresamente: una llanada amplia y herbosa, razonablemente despejada, y con un suelo firme y sin encharcar. Claudio Emiliano y sus pretorianos fueron los primeros romanos que bajaron, llevando con ellos la
imago
; aunque antes habían desembarcado algunos mercenarios libios y nubios de armamento ligero, para batir el terreno circundante y prevenir sorpresas desagradables.
Los barcos fueron arribando y, según varaban en la orilla, entre chapoteos del agua, crujir de maderamen y susurro de arenas, los hombres bajaban con su equipo a cuestas. Los cazadores, con jabalinas, se apostaron en los arenales para prevenir ataques de cocodrilos e hipopótamos. En cuanto al resto, casi la mitad de las tropas —entre ellos los arqueros y los
numeri
al completo— se adelantaron para formar una línea de combate, protegiendo a la otra mitad mientras cavaban el foso del campamento, igual que si tuvieran enemigo a la vista.
La alegría causada por el cambio de aires había desaparecido con la novedad, y no pocos echaban ya de menos la sequedad de los desiertos. Hacía mucho calor también, pero era ahora húmedo y pegajoso, la luz hacía daño a los ojos, el sol quemaba y la atmósfera estaba cargada de extraños olores. Los hombres trabajaban casi desnudos, chorreando sudor, entre enjambres de insectos y, en aquel clima, cualquier roce contra tela o cuero provocaba en la carne ronchas de carne inflamada y enrojecida, como ya habían descubierto en días previos.
Apenas abierto el foso frontal, el más alejado del río, las fuerzas de defensa se replegaron para ayudar en el trabajo, dejando detrás algunas patrullas. Seleuco y Quirino, que iban recorriendo el perímetro, tenían un ojo puesto en las obras y otro en esas patrullas. La llanura estaba cubierta de hierbas altas y jugosas que ondulaban a golpes de una brisa húmeda, y veían cómo los hombres se abrían paso por aquel océano de verdor que, en muchos casos, les llegaba al pecho. Había algunos árboles aislados, altos y copudos, de especies desconocidas para los romanos. A algo más de quinientos pasos, las hierbas daban paso a una selva de grandes árboles. Rumiantes y leones habían huido ante los humanos, pero no así las aves, que revoloteaban por el campo, lanzando extraños graznidos.
—Casi prefiero el desierto —dijo con suavidad Salvio Seleuco, los ojos puestos en las evoluciones de una de esas aves de plumaje extraño y colorido.
Quirino asintió en silencio, aunque sin perder su sonrisa burlona.
* * *
Cosa curiosa, en esa ocasión Senseneb pasó la noche con el tribuno, lo que hizo perder un poco de dinero a muchos apostadores, y ganar mucho a unos pocos, ya que casi todos los que se dedicaban a ese juego tan peculiar de adivinar quién sería cada noche el afortunado, lo habían hecho por el prefecto.
Qué era lo que hacía que ésta optase por uno u otro cada noche era motivo de muchas especulaciones y, si unos lo atribuían al capricho, otros eran de la opinión de que la sacerdotisa de Isis jugaba con ambos, atizando los celos y la rivalidad entre esos dos. Pero lo cierto es que, después de la escaramuza de esa mañana, en la que ella había sido la primera en acudir en auxilio del prefecto, jugándose la vida mientras el tribuno no movía un dedo, casi todos esperaban que fuese el primero y no el segundo quien compartiese su techo. Pero fue exactamente al revés.