Tierra adentro, empero, la situación era bien distinta y los hombres solían ser mucho más primitivos y hostiles. Había agricultores seminómadas que quemaban porciones de bosque y las cultivaban hasta que la tierra se agotaba; entonces partían en busca de otro emplazamiento y abandonaban ese campo a la selva. Ganaderos belicosos que vivían de la carne, la leche y la guerra. Pueblos errantes que sólo conocían la caza y la recolección de frutos, y que nunca salían de la sombra de los bosques.
Luego, animado por más tazas, habló acerca de gentes más remotas y de costumbres más exóticas. Comedores de reptiles venenosos, de insectos vivos, de carroña. Pueblos antropófagos que devoraban a sus enemigos o a sus propios muertos, o incluso que cazaban hombres para comérselos.
Les dio noticia sobre los pigmeos que vivían en las profundidades de la selva, y de gigantes pastores que apacentaban sus rebaños en grandes llanuras, muy lejos. De amazonas, de hombres con cabeza de perro y otros de piel roja, de hermafroditas albinos y cíclopes de piel negra. De serpientes gigantescas que se ocultaban en las honduras del bosque, y de víboras que escupían su veneno a veinte pasos. Lagos inmensos que eran como mares de aguas dulces, montañas humeantes y océanos de arenas barridas por vientos ardientes sobre los que hablaban de oídas los viajeros.
Todo cuanto dijo lo anotó Valerio, sin cansarse en ningún momento de preguntar. De vuelta al campamento, Agrícola le comentó todo aquello a Basílides, pero el geógrafo sufría uno de esos ataques que le volvían melancólico y amargo, y se había echado a reír con desprecio.
—¡Qué típico es todo eso! A la gente le gusta repetir lo que escucha de labios del primer vagabundo que pasa por su puerta, si es que no se lo inventan directamente, para llamar la atención. Y nunca han faltado incautos que les prestan oídos y lo ponen por escrito, sin contrastar nada, de forma que lo falso y lo incierto se convierten en real.
—¿Es que no crees…? —quiso preguntar el romano. Pero el otro le cortó con dureza.
—He leído periplos y relatos de viajes. He leído cientos. A veces me parece que no he hecho otra cosa en mi vida. He sabido por ellos acerca de monstruos, maravillas y reinos fabulosos de oro y miel. Y sin embargo, aunque he visto pieles de cebra, colmillos de elefante y plumas de avestruz, jamás nadie me ha podido mostrar nunca uno de esos diamantes, grandes como calabazas, que dicen que nacen de los árboles en las islas árabes, o la cabeza de un cíclope unicornio.
—Yo mismo he visto en Sicilia como unos campesinos, al arar, desenterraban huesos de gigantes.
—¿Y qué? Ya sé que los prodigios existen. ¿Pero cómo pueden algunos aceptar sin más las palabras de vagabundos y mercaderes que, a su vez, hablan de oídas? Las mentiras, las fábulas y las exageraciones vencen a las verdades por cien a uno. No se debe registrar como algo cierto lo que no se puede comprobar —se dio la vuelta sin más, y se marchó a su tienda, sin duda para regodearse en esa extraña melancolía que le acometía de tanto en cuanto.
él mismo, empero, partió al día siguiente con rumbo a Ambanza y, según le dijeron después los tripulantes de su nave a Agrícola, estuvo reunido largo tiempo con Hesioco. Así que, sin duda, pese a la violencia con que había refutado sus historias, debía pensar que sí merecía la pena conversar con aquel exiliado, aunque sólo fuese para separar el grano de la paja. O quizás había preguntas que quería hacerle sin que nadie estuviese presente, y repuestas que deseaba guardarse para él solo. Porque, en ocasiones, Agrícola tenía la sensación de que el geógrafo era un resentido, uno de ésos que se ha amargado con la idea, real o falsa, de que no se le han reconocido sus verdaderos méritos.
Cuando Hesioco se hartó de contar maravillas a Valerio Félix, fue el turno de Seleuco y Agrícola; y no bien el griego constató que los intereses de esa pareja eran bien distintos de los de su compañero, cambió de actitud y se dejó de relatos fabulosos. Tras apurar la taza de licor, se puso en pie e invitó a sus visitantes a salir con él del patio, hasta una construcción enorme, situada cerca de su casa. Una cabaña gigantesca, de paredes de madera y paja, adornada con fetiches y custodiada por guerreros de túnicas coloridas y armados hasta los dientes.
Precisamente de eso habría de hablar, días después, Basílides con Agrícola.
—Había guardias en ese almacén —comentó el geógrafo—, lo que indica que esas gentes están lo bastante civilizadas como para conocer el robo.
—Ladrones los hay en todas partes.
—Te equivocas. El robo es algo raro entre los pueblos sin civilizar. El bandidaje y el saqueo, ejercido contra otros pueblos, no; pero el apoderarse a escondidas de un objeto que pertenece a otra persona es patrimonio, sobre todo, de los pueblos civilizados. He leído numerosas observaciones al respecto y la deducción es clara. Sólo cuando se relajan los vínculos de sangre entre los miembros de una tribu, aparece el latrocinio.
En todo caso, aquellos centinelas tenían mucho que guardar. Dentro del almacén, que disponía de troneras altas para dejar pasar la luz, se acumulaban colmillos de elefante, pieles de fieras, eslabones y lingotes de cobre y hierro, grandes fajos de hierbas aromáticas y medicinales, plumas, huevos de avestruz, telas, canastas, cerámicas. Hesioco se lo mostró todo, y respondió con sumo gusto a las preguntas.
Así fue como Agrícola se enteró de que el comercio con el norte se hacía sobre todo de pueblo en pueblo, intercambiando productos. Ni las caravanas ni las flotas meroítas llegaban tan al sur, de forma que ese imperio era una leyenda lejana, al que la sabiduría popular y las historias de los vagabundos situaban a muchas jornadas de viaje, hacia septentrión. Hesioco no era agente de ningún mercader asentado en Meroe, como había supuesto Agrícola, sino que había llegado a esas tierras hacía décadas, y allí se había establecido y vivía del comercio, respetado por los lugareños y convertido en consejero de su rey.
El griego, empero, se mostró de lo más remiso a precisar su lugar exacto de origen, y cómo y por qué había llegado a ese país remoto, así como la razón que le había hecho instalarse allí, de lo que Agrícola coligió que debía ser un fugitivo o exiliado.
A Seleuco lo que le interesaba era, ante todo, lo que pudiera contar sobre los grandes pantanos del sur, y de lo que pudiera haber más allá de los mismos. Y, por supuesto, los abastos que pudiera venderles. Los tres se lanzaron a mirar, discutir y regatear, mientras Valerio deambulaba por la penumbra dorada del almacén. La luz se colaba por los resquicios de la paja y el romano se detenía de vez en cuando a admirar las telas y las tallas, sobándose la barba y dejando correr en ocasiones, soñador, los dedos sobre los colmillos de elefante.
Al final llegaron a un acuerdo sobre provisiones, y sobre telas que podían servirles para intercambiar con los pueblos que pudieran vivir al sur de los grandes pantanos. El griego les instó hasta lo indecible a que comprasen unas pipas de arcilla que almacenaban en gran número, así como ciertas hierbas secas. Según dijo, los indígenas tenían la costumbre de quemar esas hierbas en esas pipas, ya que su humo espantaba a los mosquitos que surgían en nubes espesas de las márgenes del río. Agrícola ya había visto aquellas pipas en las bocas de los ribereños, a lo largo del viaje, y más de una vez se había preguntado para qué podían servir.
Seleuco dudaba y Hesioco insistía, hablando de la gran cantidad de insectos que poblaban el río, de la tortura insoportable que suponían y de que eran sus picaduras las que trasmitían enfermedades terribles, propias de la región. Esa idea de que eran los aguijones de los insectos y no los miasmas vaporosos la fuente de las fiebres hizo reír a carcajadas a Basílides, cuando Agrícola se lo contó. En cambio anotó cuidadosamente otra información, según la cual había más mosquitos en esa época, que era la del final de la de las lluvias; porque en esas tierras no tenían cuatro estaciones, como en el norte, sino sólo dos: lluviosa y seca.
A Agrícola, que algo sabía de mercadeo y hombres, le pareció que el interés del griego era sincero, y que se preocupaba por la salud de sus visitantes, y no de endosarles un producto, y consiguió convencer de ello al
extraordinarius
. Convinieron en ir a recogerlo todo en un par de días y, con eso, los visitantes se marcharon, entre la algarabía de los lugareños en la orilla.
Mientras dejaban atrás el arenal, dando bordadas entre las piraguas que surcaban el río, Salvio Seleuco miró unos momentos atrás, y vio por última vez a aquel griego de manto estampado, barbas blancas y báculo, que les observaba alejarse cerca del agua entre una multitud de negros de túnicas verdes, amarillas y rojas.
—Me pregunto quién es ese hombre.
—Probablemente nos ha dicho la verdad —Agrícola también volvió la vista—. Un vagabundo que llegó aquí hace mucho y que ha logrado hacerse una posición. Los griegos son una raza emprendedora y comerciante, eso no lo puede negar nadie.
—Desde luego que no. ¿Pero qué le trajo hasta aquí?
—¿Quién sabe? La pobreza, un crimen de sangre, delitos políticos… puede que hasta el deseo de viajar y vivir aventuras. En todo caso, nunca lo sabremos: nos ha dicho lo que quería, y nada más.
Suspiró.
—Pero, desde luego, seguro que tiene toda una historia que contar: el viaje hasta aquí, y un montón de aventuras en el río y el interior. Pero no creo que se la cuente a nadie, ni que la ponga por escrito.
—Tú lo has dicho —aceptó el legionario, los ojos ahora puestos en la vegetación ribereña, en los hipopótamos que chapoteaban entre las plantas acuáticas y las aves multicolores que volaban de rama en rama—. Nunca contará su historia y ésta morirá con él, como sucede con tantos.
Se encogió de hombros, de repente un poco melancólico, y, encontrando una china en cubierta, la lanzó a las aguas. La piedra se hundió con un chapuzón sordo. Agrícola no dijo nada y los dos se quedaron en silencio ya, mirando el río y las orillas, mientras la nave se deslizaba con pereza a favor de la corriente.
Nada de lo que los indígenas del norte pudieran haber contado a los romanos acerca de los grandes pantanos de papiro hubiera podido prepararles realmente para una realidad diez veces más temible y, en años por venir, Agrícola no podría recordar de ellos otra cosa que no fuese una pesadilla interminable de fatigas y peligros. Los pantanos eran inmensos, más allá de todo cuanto hubieran podido haber supuesto, y se extendían sin fin en cualquier dirección.
Allí no había tierra, ni agua, ni casi cielo, y el mundo se convertía en una confusión enmarañada de plantas, canales, fango, bajo un cielo plomizo. Las aguas bajaban crecidas, dado que era época de lluvias, y arrastraban enormes masas de vegetación que, con frecuencia, obstruían los canales. El olor a podredumbre vegetal lo llenaba todo y las plantas crecían en profusión tal que las naves romanas tenían que abrirse paso a golpes de hacha y hoz.
Los días eran allí interminables, perdidos en ese laberinto de verdor, los mosquitos les atacaban día y noche, zumbando enloquecidos, y el hedor era asfixiante. No había otra cosa que insectos, calor, sudores, fatigas. Los expedicionarios creían enloquecer, comidos a picaduras y atacados por fiebres, fruto de los miasmas pantanosos. A la lucha contra los elementos había que sumar la guerra contra los hombres; porque salvajes embadurnados de barro surgían como por arte de magia entre los papiros, en piraguas largas y estrechas, disparando largos arcos, y se producían feroces escaramuzas en el fango. Aun los mismos animales parecían querer cerrarles el paso: había serpientes venenosas entre las plantas acuáticas y los cocodrilos nadaban lentamente, siempre cerca, esperando una oportunidad de arrancar la pierna a alguno de los que trabajaban con hoces en las proas. A veces, los hipopótamos atacaban bramando a las naves.
Los guías les traicionaron y, tras alejarles con engaños de los canales principales, y llevarles hasta una laguna que era como un callejón sin fondo, huyeron todos juntos una noche. Los romanos tuvieron que buscar el camino por su cuenta. Las embarcaciones estaban llenas de enfermos, y los hombres sanos se afanaban colgados de las proas, casi desnudos y empapados en sudor pringoso, empuñando largas varas rematadas en hoces con las que iban segando las plantas que les cerraban el paso, mientras sus compañeros apartaban con pértigas las masas vegetales a la deriva.
A veces llovía de forma torrencial. Agrícola se recordaba a sí mismo durante esos diluvios en cubierta, sofocado de calor, con las ropas empapadas y el agua corriéndole por todo el cuerpo, ayudando a achicar a los legionarios, pero en esas tormentas caían tales trombas de agua que amenazaban con hacer naufragar a los barcos.
Recordaba también, sobre todo, una noche en compañía de Basílides; una de esas veladas de calor asfixiante, fondeados en alguno de los ramales navegables que entrecruzaban los pantanos. El cielo estaba nublado y rojizo, y ni un soplo de aire agitaba las plantas que les rodeaban por doquier. Todo estaba en calma. El agua golpeaba mansa los costados de madera, la nave se balanceaba con lentitud y, a menudo, oían el chapuzón de un pez en la oscuridad. Se veían las luces de las otras naves, los insectos chirriaban y los mosquitos acudían en número increíble. Se lanzaban contra las llamas de las lámparas y se achicharraban restallando, de forma que, entre el olor a corrupción vegetal, se colaba otro a chamusquina.
Basílides sufría de fiebre, estaba algo achispado y disertaba, o mejor dicho desvariaba, sobre filosofía, con una taza de licor en la mano. Estaba de pie junto a la borda, aureolado de mosquitos, con el sudor corriéndole por el rostro y la túnica empapada en axilas y espalda.
—Estamos en el reino de Caos —señaló con su taza, con ademán ampuloso, a la oscuridad circundante—. El Caos primigenio, la confusión de todo elemento y toda materia, a partir del cual los dioses, o el Azar, crearon el Cosmos.
Agrícola, sentado con otra taza entre las manos, le escuchaba en silencio. Se oyó ulular a un ave nocturna y, en algún lugar de las tinieblas, el salto de otro pez.
—Todos soñamos con reinos maravillosos, con países repletos de monstruos y maravillas. Pero ¿qué territorio hay más extraño que éste en el que nos encontramos? Aquí no hay agua, ni tierra, aire o fuego, sino muchos de estados intermedios. A veces tengo la sensación de que ni tan siquiera existe el Tiempo —se volvió con ojos encendidos por la fiebre, y el romano se percató en ese momento de que no estaba un poco, sino muy borracho—. ¿Cuánto tiempo llevamos aquí?