Consiguió ser recibido y pasó dentro un largo rato; y cuando acabó, salió a grandes zancadas, llamando a voces a sus hombres.
Nadie supo muy bien de qué hablaron esos dos, pero las órdenes fueron las de sacar toda la carga de las naves, y luego poner a éstas en seco. Los hombres que podían tenerse en pie fueron enviados a ahondar y ampliar el foso, y se enviaron algunas partidas tierra adentro, a explorar las tierras colindantes. De todo eso, los
gregarii
sacaron la conclusión de que iban a pasar cierto tiempo en ese campamento, para reparar daños y reponer fuerzas. Y no andaban descaminados.
Las lluvias, o al menos esos diluvios durante los cuales los cielos parecían rajarse para descargar cataratas, habían cesado, y los enfermos comenzaron a recuperarse poco a poco en aquellos terrenos algo más salubres. Los exploradores volvieron con carne fresca, frutas, bayas y noticias sobre pueblos de piel negra y amarillenta, cazadores errantes de disposición pacífica, así como suposiciones —concebidas a partir de lo que habían logrado entender por señas— acerca de poblados de ganaderos y agricultores, tanto en la ribera como tierra adentro.
El tribuno seguía en su tienda y para muchos su dolencia era del alma y no del cuerpo, y tenía su origen en la pena. Otro tanto se decía de Tito, aunque éste parecía curársela a fuerza de trabajar, porque se le veía siempre atareado, desde el toque del alba al de reposo, como si quisiera encargarse en persona de todo, del recuento de víveres a la tala de árboles para las empalizadas. Pero no tardó en producirse otro encuentro a solas entre ambos, al que siguió una reunión con más gente, entre ellos los dos tribunos menores.
La situación, tal y como explicó sin rodeos Tito, era bastante difícil. Las naves necesitaban reparaciones y los hombres reposo, pero andaban cortos de provisiones. El tribuno mayor, sentado en su silla, le escuchaba en silencio, con expresión cansada, mientras él iba de un lado a otro, el pelo alborotado y la piel oscurecida, dando énfasis a sus palabras con gestos enérgicos. Acabó su discurso de repente, como si se le hubieran acabado los argumentos, y nadie se animó a preguntar ni añadir nada. Hubo un silencio largo en la tienda, matizado por los susurros de ropas al cambiar alguien de postura, tintineos metálicos y el golpeteo de la vara de Tito sobre su palma abierta.
Claudio Emiliano se pasó la mano por la frente.
—¿Qué sugieres que hagamos?
El aludido le contempló sin dejar de jugar con su vara, y de golpe retomó su discurso, con la misma brusquedad con que se había detenido.
—No podemos seguir; tenemos demasiados enfermos y hay que reparar las naves. Se golpeó con fuerza la palma, de forma que el impacto restalló dentro de la tienda.
—Pero no tenemos tantas provisiones como para quedarnos aquí un par de meses y luego seguir río arriba, nadie sabe cuánto tiempo.
—¿Entonces?
—Te sugiero que levantemos aquí mismo, en este preciso lugar, que es salubre y de fácil defensa, un campamento de larga duración donde los hombres puedan descansar y recuperarse. Y, entre tanto, enviar un destacamento de hombres escogidos, en naves, río arriba, a buscar las fuentes. Así no perderemos ese par de meses.
Contempló a estos presentes, y éstos le contemplaron a él, rumiando la idea.
—¿Y
qué pasaría si ese destacamento nunca vuelve? —quiso saber, con algo de timidez, Gagilio Januario.
—Uno se ve obligado a trabajar con lo que tiene, tribuno —el prefecto sonrió con tolerancia, al tiempo que agitaba su vara—. Es mejor llegar hasta aquí y volvernos a Egipto que continuar en estas condiciones, morir todos de hambre o a manos de enemigos, y que no quede nadie para contarlo. Tenemos que correr ese riesgo, porque no nos queda otro remedio.
—Tienes razón —aprobó Emiliano, con ojos que, por primera vez en los últimos días, se habían vuelto de un azul tan oscuro como los mares alborotados—. Tenemos que correr el riesgo.
Así fue como el tribuno aprobó sin vacilar ese plan y, a no mucho tardar y sin que nadie supiera muy bien cómo, ya era conocido por todos; aunque puede que fuese el mismo prefecto quien se ocupó de propalar la noticia. Los soldados no hablaban de otra cosa y fue curioso ver como unos se adecentaban con la esperanza de ser elegidos, en tanto que otros recaían bruscamente y no hacían otra cosa que quejarse de lo mal que se sentían. Pero el prefecto, al que los hombres acosaban a preguntas, cuando pasaba revista a las obras de fortificación, meneaba la cabeza, reía y evitaba pronunciarse sobre cuántos o quiénes estarían en ese grupo que iba a ir al sur.
—Ya veremos —era siempre la respuesta, y señalaba con su vara de centurión a las obras—. Ahora al trabajo, al trabajo.
Sin embargo, pese a esas palabras, que daban a entender que primero iban a levantar el campamento semipermanente y luego a organizar la expedición, todo quedó listo en apenas cuatro días. Primero eligió dos naves con casco de papiro, tanto por su ligereza como por su poco calado, y ordenó a los carpinteros que las revisasen las primeras de todas y con especial atención. Hizo apartar provisiones y efectos; y, en cuanto a los seleccionados, sus nombres fueron llegando a los soldados en los días siguientes.
Así se supo que tanto el tribuno como el prefecto estarían en ese destacamento. Con el primero iría un puñado de pretorianos, custodiando la
imago
, y el segundo fue eligiendo legionarios, auxiliares y mercenarios hasta completar unos efectivos cercanos a los ochenta hombres.
Era de lo más irregular que los dos jefes de la
vexillatio
la abandonasen a la vez para encabezar ese contingente; pero estaba claro que ya, a esas alturas del viaje, ninguno de los dos quería renunciar a llegar a las fuentes del Nilo. Además, como apuntaban algunos, había un riesgo evidente de que esa pequeña expedición no regresase. Y, de ser así, de tener que volverse al norte sin haber llegado al origen del río y sin la
imago
del emperador, quizá lo más prudente para ambos era no regresar nunca a Egipto.
La salud del geógrafo Basílides estaba muy quebrantada, por lo que hubo que descartarle. En cuanto a Valerio, Tito le ofreció un sitio por compromiso, pero aquél declinó alegando que las fiebres le habían dejado muy débil. Antonio Quirino le comentó a Agrícola, sonriendo de medio lado, que seguro que estaba enfermo, pero de miedo; porque era evidente que, desde el ataque del hipopótamo, su ardor parecía haberse apagado de golpe. Sí incluyeron a Merythot, lo mismo que a Demetrio quien, pese a haber sufrido como todos, conservaba su fortaleza de hierro, pero no así a Agrícola, que estaba enfermo.
Repararon las dos naves y las cargaron de víveres, armas y mercancías para el trueque con las tribus del alto Nilo. Y una mañana los hombres seleccionados bajaron al arenal, hasta donde estaban las embarcaciones. El cielo aquel día era muy azul, las praderas muy verdes y agitadas por la brisa de primera hora, y el río fluía con mansedumbre, lleno de destellos dorados del sol.
El arúspice, a pie mismo del agua, leyó en las entrañas de una cabra y anunció con voz solemne que los signos eran favorables a ese viaje. Dos augures estudiaron el vuelo de las aves y dieron el mismo vaticinio. Sólo entonces el tribuno Emiliano, que se había puesto sus ropas rojas, ordenó embarcar a tres toques de trompa. Las dos naves comenzaron a bogar río arriba, con las velas triangulares agitadas por el viento, mientras los soldados, desde las empalizadas, les despedían con gritos y moviendo los brazos.
Las naves se fueron alejando y cada cual volvió a sus quehaceres. Todos excepto unos pocos, como Agrícola, que se apoyaba en un bastón porque las piernas aún no le sostenían muy bien, y que se quedó mirando a las naves largo tiempo, hasta que se perdieron de vista en las recurvas del Nilo.
* * *
El campamento quedó al mando del tribuno Gagilio Januario, en tanto que Salvio Seleuco, el más antiguo de los dos ayudantes del
praefectus castrorum
, ocupaba el lugar de éste. Esos dos se entendieron bastante mejor que aquellos a quienes sustituían, gracias sobre todo al carácter menos áspero del
extraordinarius
, que sabía cómo tratar al joven tribuno. Además, éste prefería enfrascarse en tareas administrativas e intendencia, y dejar el día a día, y los detalles, al otro, de forma que hubo paz en el campamento, al menos en esas cuestiones.
Había dejado de llover torrencialmente, el agua se iba retirando y las tierras desecándose, y los enfermos se recuperaban poco a poco. Los principales no daban ocasión a que los expedicionarios estuviesen ociosos. Los
opera vacantes
—carpinteros, herreros, guarnicioneros— estaban ocupados en faenas que iban desde carenar las naves a fabricar nuevas
caligae
o
pila
. Los soldados salían todos los días extramuros a desbrozar, talar árboles o entrenarse con las armas. Ahondaron el foso, reforzaron los taludes en algunos puntos con piedras y, sobre los mismos, levantaron no ya palenques, sino verdaderas empalizadas, guarnecidas por torres en las esquinas. Y, cuando hubieron acabado, construyeron alojamientos de madera en el interior, más espaciosos y cómodos que las tiendas para ocho reglamentarias.
Dado que Tito y Emiliano habían fijado en cien los días que la
vexillatio
tendría que esperarles, Salvio Seleuco decidió abrir huertas más allá del foso y plantar las semillas que llevaban con ellos, tanto para tener entretenidos a los
gregarii
como para aumentar las provisiones y variar un poco la dieta. Salían partidas de caza y se enviaban exploradores tierra adentro, así como naves río arriba. Valerio Félix declinó las ofertas de unirse a esas partidas que le hicieron, con muy mala intención, tanto Seleuco como Quirino, una vez que el filósofo estuvo restablecido.
Las naves volvieron con noticias sobre agricultores y pescadores asentados en las riberas, de la misma raza que ya se habían encontrado al norte, parientes a su vez lejanos de los pueblos del sur de Meroe. Esas gentes ahora no estaban en situación de comerciar, pues las inundaciones habían arrasado sus pueblos y destruido parte de sus bienes. En cuanto a los exploradores, regresaban con informes sobre poblados de ganaderos, cazadores negros o amarillentos y, lo que más llamó la atención, noticias sobre aquellos fabulosos personajes del sur lejano: los pigmeos.
El tribuno se mostró escéptico sobre tal extremo, y Seleuco tuvo una discusión con Flaminio, ya que se burló de la credulidad de éste, al que acusaba de dejarse embaucar por los indígenas. El resultado fue que el segundo abandonó hecho una furia el campamento, junto con su banda de exploración, y estuvo ausente más de una semana. Cuando ya Seleuco comenzaba a temer que sus bromas hubiesen causado la muerte de su viejo camarada, éste y sus hombres regresaron, acompañados de media docena de pigmeos.
Llegaban como invitados y aquellos romanos, que ya tanto habían presenciado, se agolparon a su alrededor atónitos, mientras los pigmeos a su vez miraban y lo palpaban todo —las construcciones de madera, las telas, las armas— con la curiosidad de niños. Eran hombres muy pequeños y regordetes, de piel negra, armados todos con arcos. Habitaban la selva profunda y eran temidos tanto por sus flechas envenenadas como por sus poderes mágicos.
Aquellos personajes fabulosos se quedaron un par de días en el campo romano, y partieron luego cargados de presentes, pero el eco de su visita fue tremendo y hasta Valerio Félix se sacudió la apatía para anotar algo acerca de ellos en sus documentos. Y fueron precisamente los pigmeos los que sirvieron de excusa a Agrícola para visitar a Basílides, a última hora de la tarde.
Se presentó en su cabaña de madera con una pequeña ánfora de vino sellada, que el geógrafo observó con curiosidad, aunque sin hacer comentario alguno. El mal de los pantanos le había tenido a las puertas de la muerte y al caer la noche aún sufría de calenturas que le obligaban a pasar bastante tiempo postrado, aunque la mesa de trabajo, abarrotada de tablillas y pergaminos, demostraba que no por eso había dejado de trabajar.
El alejandrino echó mano a dos cubiletes de madera y sirvió cerveza que había comprado en Ambanza, justo antes de entrar en los pantanos. Su visitante aceptó uno con una mueca de gratitud, porque hasta la cerveza escaseaba ya, y la paladeó, mientras su anfitrión bebía con la cabeza puesta en otra cosa.
—Los pigmeos, sí. Hay numerosos documentos antiguos que atestiguan su existencia, aunque hoy en día hay muchos que les consideran una fábula: una deformación de la realidad, basada en tribus de pequeña estatura, o un cuento para crédulos, que es de lo que acusaba Seleuco a Flaminio.
—Pues está claro que una leyenda no son.
—Nunca lo fueron para mí. En otro tiempo, antes de la expansión de los negros, ocupaban territorios mucho mayores. En tiempos de la reina Hapsepsut, una expedición llegó al reino del Punt, que era de pigmeos.
—Y ahora nosotros los hemos visto en persona, y así podremos decirlo —el mercader sonrió—. Otra cosa es que nos crean.
—El suceso ha sido ya anotado —señaló sus pergaminos—. Aquellos que lo lean, pasado mañana o dentro de diez mil años, que piensen lo que les plazca.
—¿Te sientes ya mejor?
—Mucho mejor, habida cuenta de que hace unos días me sentí morir —suspiró—. Pero eso no me pesa, y sí no haber podido acompañar al tribuno hasta las fuentes del Nilo.
Agrícola le miró meditabundo, pareció hacer rodar las palabras en su boca, antes de soltarlas, y por último sacudió la cabeza con amabilidad.
—No te pese. Creo que ha sido lo mejor.
—¿Lo mejor? ¿Por qué dices eso? Era la oportunidad de mi vida; ser el primero en narrar de primera mano dónde y cómo nace el Nilo.
—Lo sé. Pero, si no hubieras estado tan enfermo y te hubiesen incluido en el grupo, yo me hubiera visto obligado a hablar con el prefecto, y supongo que éste te habría hecho matar antes de partir.
Basílides, que iba a servirse más cerveza, se le quedó mirando con el ánfora en una mano y la copa en la otra, estupefacto. El mercader le devolvió la mirada con una de esas expresiones, entre afables y hastiadas, tan suyas.
—¿Qué dices, hombre? —sonrió con rudeza—. ¿Tienes tú otra vez fiebre y deliras?
—No, no deliro.
—¿Entonces, de qué estás hablando?
—Yo también he estado en cama, Basílides, y he tenido tiempo de pensar en ciertos asuntos.