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Authors: León Arsenal

Tags: #Narrativa histórica

La boca del Nilo (52 page)

BOOK: La boca del Nilo
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—¿Cuándo? —insistía Merythot—. ¿Cuándo nace un hombre?

—Cuando su madre le da a luz —admitió por fin el tribuno mayor, a gritos.

El sacerdote, parado en el centro de nuestra almadía, con sus linos blancos inmaculados flotando a su alrededor, agitó la cabeza calva.

—¡Lo mismo ocurre con el Nilo! Si hay un lago detrás, es como el vientre de la madre. Si hay un tramo aún detrás, no importa; más allá de este punto el Nilo es como un niño que, aunque ya existe, todavía no ha nacido.

Se volvió y, con el báculo, señaló a ese salto imponente.

—Ay Kefa Hapy!—proclamó
con un ardor repentino. Y siempre le recordaré en ese momento como a un hierofante ante las puertas de bronce del templo, anunciando con voz resonante una verdad sagrada e inmutable. A continuación volvió a decirlo en latín—: ¡Ahí nace el Nilo!

Las aguas saltaban hirvientes y se desplomaban allí delante, entre el verdor. Tito y Anfígenes ahora asentían, aprobando sin palabras la afirmación del sacerdote. Emiliano, en cambio, aún le miró unos instantes, antes de quedarse contemplando el surtidor. Agitó la cabeza.

—Ahí nace el Nilo —le oímos, desde nuestra balsa.

Se volvió muy despacio para pasear los ojos por nuestra expedición. Alrededor de su balsa, las demás se mantenían a su altura y todos, agarrados a los remos, tenían la mirada puesta en él. Enderezó la espalda.

—¡Hombres! —gritó, al tiempo que agitaba los brazos, antes de señalar con la mano al surtidor rugiente, con las ropas rojas ondeando—. ¡Hombres! ¡Ahí nace el Nilo!

Un rugido nació de las distintas embarcaciones. Unos asentían con la cabeza, otros sonreían y se miraban entre ellos, y los había que pasaban la voz, como si hubiera alguien que no hubiera oído, o al menos entendido, lo que había dicho nuestro tribuno mayor. Lo cierto es que casi nadie podía apartar mucho tiempo la vista de aquel gran desplome de aguas.

Uno de los germanos —los tres viajaban juntos en otra almadía, ya que el tribuno había preferido llegar a las fuentes junto con sus pretorianos—, alzó una mano y comenzó a vitorear en dirección a la balsa de Emiliano; y, casi en el acto, sus dos compatriotas le imitaron. Recuerdo que volví la cabeza para mirar a esos tres bárbaros, grandes como torres, con sus túnicas verdes, y sus trenzas y barbas rubias, y en un primer momento creí que era a nuestro jefe a quien aclamaban.

Pero no. Era a la
imago
de oro, al retrato de Nerón, al que los tres germanos rendían honores. El
imaginifer
, con su túnica roja y la piel de león, al darse cuenta, alzó el mástil rematado con el busto del césar, y los gritos y saludos comenzaron a extenderse de balsa en balsa, como un incendio en los pastos secos. Los hombres rugían, unos con el brazo en alto y otros presentando armas, de forma que los aceros destellaban al sol. Vitoreaban a voz en cuello a esa
imago
, como si de veras fuese el mismísimo Nerón, olvidadas ya las bromas y burlas que todos habíamos gastado al respecto.

—Salve, Nero, consul romanorum
! —gritaban enfebrecidos, entre el bramar del Nilo, la mano en alto o agitando las espadas—.
Salve, Nero, gloriosus imperator
!

Le aclamaban los legionarios, los auxiliares y aun los propios pretorianos, de quienes se decía que odiaban al emperador. Le aclamaban los mercenarios, y los griegos; los guías negros gritaban enarbolando sus lanzas, y yo mismo me vi arrastrado por el fervor. Porque tal es la naturaleza humana.

Siempre recordaré ese momento, entre aquellas riberas cubiertas de selva, con los arenales llenos de cocodrilos y las aguas verdes, entre el rugido de aquel tremendo salto, cuando nos olvidamos de todo, nos fundimos en un clamor y sentimos que tantas fatigas habían merecido de verdad la pena, sólo por llegar allí y ver, con nuestros propios ojos, el lugar en el que nace el gran padre Nilo. Luego todo eso pasó, por supuesto, como pasan todos los momentos, tanto los buenos como los malos.

Y a mí ya me queda bien poco que contar.

Un par de almadías se acercaron aún más, y un puñado de hombres echó pie a tierra, para alcanzar ese farallón —las dos rocas de la leyenda egipcia— desde el que saltaba el gran surtidor de aguas. Allí cincelaron dos inscripciones: una fue un cartucho con el nombre del césar Nerón en egipcio, como si fuese un faraón, tal y como él había mandado que se hiciera; la otra, una inscripción en latín para que todos aquellos que puedan llegar hasta las fuentes en siglos venideros tengan constancia de que estuvimos allí. En esas frases, grabadas en piedra, todos nosotros viviremos para siempre. Cuando acabaron, nos dejamos llevar por la corriente hasta llegar al poblado.

No nos demoramos allí, puesto que el tribuno y el prefecto estaban preocupados por el tiempo gastado y, al día siguiente, nos pusimos en camino hacia el norte. Fuimos desandando todo el trayecto a través de las sendas forestales, paralelos al río y, al pasar, íbamos recogiendo a los convalecientes que habíamos dejado al cuidado de las tribus locales.

El camino de vuelta lo hicimos más ligeros que el de ida. Aun así, sostuvimos nuevas embocadas con pueblos hostiles y caníbales, y sufrimos más bajas.

En Emporion no nos quedamos más que un par de días, pese a la insistencia de los colonos. Nuestro temor era que la
vexillatio
, corta de víveres, levantase el campo y se volviese a Meroe sin nosotros. Sería irónico haber alcanzado las míticas fuentes del Nilo para luego bajar y encontrarnos con un campamento vacío y desmantelado. En esos dos días, eso sí, presenciamos controversias de lo más encendidas entre los griegos que nos habían acompañado y sus compañeros. Aquéllos defendían ahora la historia del chorro que brotaba entre dos peñas, y éstos se empecinaban en la teoría de las Montañas de la Luna. No admitían que aquél fuera el origen puesto que podía haber aún río, lagos, montañas, detrás de ese punto. Pero aquéllos alegaban que ellos habían estado allí, viendo nacer las aguas, rugientes, y que ningún otro sino ése podía ser el nacimiento del padre río.

Allí les dejamos, sin ponerse de acuerdo, y partimos lo antes posible Nilo abajo, en nuestras dos naves, siendo algunos menos de los que lo habíamos remontado. Así fue como nos cruzamos con la embarcación que subía buscando pistas sobre nuestro paradero.

Y aquí estamos ahora, tras tantos días y tantos estadios recorridos, habiendo dejado a algunos compañeros en las selvas del sur, pero con la certeza ya, puesto que estuvimos allí, de que los antiguos no se engañaban y que el Nilo nace a surtidor entre dos grandes rocas, puede que alimentado por un gran lago que dicen que hay detrás. Es como un niño destinado a vivir una vida larga y venturosa, cuando sale del vientre abultado de su madre.

Eso es lo que vimos y eso es lo que os cuento, para que podáis compartir con nosotros el descubrimiento, ya que es tan vuestro como nuestro, aunque las circunstancias quisieron que sólo unos pocos pudiéramos cubrir la última etapa del viaje.

C
APÍTULO
VIII

Nunca pensó Agrícola que descender por el Nilo le fuese a resultar tan distinto a subirlo. No sólo se debía a que navegaban ahora aguas abajo, y a que los pilotos conocían ya corrientes y bancos de arena, con lo que podían cubrir más distancia en menos tiempo. Era también esa sensación casi inaprensible que siente el viajero cansado cuando, por fin, comienza a desandar el largo camino que le ha de llevar de vuelta a casa.

Acodado en la borda de su nave, veía pasar ante sus ojos orillas llenas de juncos y plantas acuáticas, árboles copudos, animales abrevando en los remansos, cocodrilos tumbados al sol, aves que sobrevolaban las aguas verdosas. Y mirar era estar despidiéndose de todo eso y para siempre, ya que sabía de sobra que no volvería jamás a esas tierras remotas.

No había habido descanso y, al día siguiente de que regresaran los afortunados que pudieron ver con sus propios ojos las fuentes del Nilo, el prefecto ordenó una última revisión de las naves, antes de embarcar víveres y pertrechos. Si se demoraron aún dos días, fue porque tanto los augurios como los auspicios fueron desfavorables. Tan sólo en la tercera ocasión, cuando les resultaron propicios, mandó Emiliano que tocasen las trompas de bronce, llamando a todos a embarcar.

El grupo de retaguardia prendió fuego al campamento. Empalizadas y barracones ardieron con la furia de la madera seca y, durante muchas
millia
, mientras navegaban río abajo, aquellos que volvían la cabeza podían ver una enorme columna de humo que se remontaba en el horizonte.

El viaje comenzó bien y sin incidentes, aunque con los ánimos ensombrecidos por la perspectiva de enfrentarse de nuevo a aquellos terribles pantanos de barro, fiebre y sabandijas. Como si les ofreciesen un presagio, cuando estaban llegando ya a aquellos terrenos rellanos y encharcados, pasaron ante un par de poblados que, aunque debían haber sido levantados hacía no mucho, tras desecarse las inundaciones, ahora estaban desiertos e incendiados. Quizá sus propios habitantes habían prendido fuego a las cabañas y huido, atemorizados por la llegada de esa flota extranjera y la multitud de hombres armados que en ella iba.

Aguas abajo, cuando el río se había convertido ya en una confusión de plantas acuáticas y canales, se encontraron con el primer obstáculo serio. Grandes masas de vegetación flotante se habían desprendido y, arrastradas por la corriente, habían acabado por obstruir el paso. El lugar era exactamente igual que un embudo, con paredes de selvas espesas. La parte más estrecha era donde se había formado el tapón vegetal y la ancha, cubierta de herbazales, se había inundado en parte, debido a la retención de agua.

Fondearon en el canal y un grupo de exploradores bajó a indagar, chapoteando en las aguas someras y con jabalinas en las manos. Volvieron con datos muy precisos sobre cuál era la situación; y ésta era que no podían pasar por ahí. Era problemático retroceder y buscar otros canales navegables, así que el propio prefecto fue a estudiar la situación. Desde las naves de vanguardia le vieron vadear, rodeado de nubios que, con lanzas, velaban contra un posible ataque de cocodrilos.

Regresó con expresión pensativa y, tras deliberar con el tribuno, este último mandó que los hombres desembarcasen.

Había que despejar el canal y, para ello, el prefecto recurrió a los legionarios. Tan meticuloso como de costumbre, les mandó con hoces y hachas, protegidos por los
numen
de libios y nubios. El tribuno mayor y las enseñas se quedaron en la orilla, con los pretorianos, justo donde las zonas anegadas daban paso al canal encajonado entre paredes selváticas y que era como el pitorro del embudo. En cuanto a los auxiliares, se dispusieron protegiendo el flanco.

Abrir a golpe de filos el canal era un trabajo de lo más arduo, además de peligroso, porque abundaban las víboras acuáticas en esa maraña de vegetación flotante. Los mercenarios, en la orilla, vigilaban que no se acercase ningún cocodrilo, mientras los legionarios trabajaban como mulos. Segaban y tajaban metidos hasta la cintura en el agua caldosa, bajo un sol abrasador, hostigados por nubes de insectos, entre podredumbre vegetal, fango y sabandijas. Se les veía hoscos y rezongaban por lo bajo que siempre les tocaban a ellos las labores pesadas. Al cabo, el prefecto, bufando y en uno de sus arranques, se apoderó de una hoz y se metió él mismo en el agua para ponerse a trabajar.

Hoces y hachas caían sobre esa vegetación tenaz, entre chapuzones, los vigías se gritaban unos a otros cada vez que veían alguna agitación sospechosa entre las plantas. La corriente arrastraba perezosa trozos vegetales y algunos nubios, haciendo equilibrios sobre las masas flotantes, golpeaban con pértigas para evitar que se acumulasen y formasen nuevos tapones. Uno de los legionarios comenzó a cantar, primero casi para sus adentros y luego más alto. Era una vieja canción de siega bitinia y dado que muchos de esos
milites
eran bitinios, ya que su legión, la XXII Deiodataria, procedía de esa zona, aquel canto, olvidado en los fondos de la memoria, comenzó a extenderse entre ellos como un incendio.

Trabajaban empapados y cubiertos de restos vegetales, al ritmo de esa canción lenta, sonora e interminable, y arrastraban con ella a aquellos que no la conocían. El humor había cambiado como el viento; la canción les hacía la labor más llevadera, y los nubios y los libios, vueltos, se apoyaban en sus grandes escudos para escucharles. Aun el tribuno mayor se adelantó unos pasos, atraído por esa canción que, aunque no se conociesen las palabras, evocaban en los oyentes imágenes de campos amarillos, ondulándose en el viento, dehesas y carretones de paja traqueteando por caminos polvorientos.

Un cuerno resonó en las profundidades de la selva y el canto murió en labios de los soldados. Se incorporaron alarmados, y también Tito se irguió, hoz en mano, los ojos puestos en la selva. Los mercenarios, situados algo más allá, empuñaron escudos y lanzas, mientras sus oficiales romanos se adelantaban unos pasos, tratando de distinguir algo.

La extensión de plantas flotantes se mecía y temblaba y, entre los huecos, el sol arrancaba destellos al agua. Más allá de los mercenarios agrupados, el prefecto podía ver la jungla espesa y verde, entre la que discurría ese ramal del Nilo, aparentemente en calma. Transcurrió algún tiempo. Un ave pasó aleteando sobre las aguas.

Volvió a bramar un cuerno; luego se oyeron gritos y, de esa jungla, emergieron algunos de los hombres que habían salido en avanzada. Volvían corriendo hacia ellos y Tito levantó la hoz. Pero, antes de que pudiera gritar orden alguna, de las frondas, a espaldas de los fugitivos, surgió una horda pintarrajeada y chillona, en un estallido súbito de blanco y rojo entre el verde. Estalló un griterío entre los que estaban hundidos hasta la cintura en el agua y Tito mandó retroceder a grandes voces.

Se replegaron vadeando mientras los
numeri
cerraban filas, agrupados tras los escudos, rectangulares los libios y ahusados los nubios. Los tambores comenzaron a resonar en la selva y se oía el mugido de las trompas de marfil. Y, por el flanco, de la selva, vieron surgir otra marea de guerreros vociferantes que blandían toda clase de armas.

Los auxiliares de túnicas verdes alzaron sus escudos ovalados y Emiliano mandó tocar las trompas de bronce. La riada de atacantes llegaba rugiendo y en desorden, surgida como por arte de magia de las honduras de la selva. Guerreros salvajes de cabeza afeitada, desnudos detrás de grandes escudos pintados, los cuerpos embadurnados de rojo y blanco. Enarbolaban lanzas, mazas de piedra y espadas de hierro, largas y toscas. Aullaban como demonios e, incluso en esos primeros momentos y a esa distancia, pudieron ver cómo muchos de ellos llevaban los dientes afilados.

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