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Authors: León Arsenal

Tags: #Narrativa histórica

La boca del Nilo (51 page)

BOOK: La boca del Nilo
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Eso fue lo que me confesó aquella noche, a la manera confusa de los borrachos. De hecho, se interrumpió a mitad de una frase; levantó unos ojos turbios y asombrados, y miró en torno suyo. Se puso en pie, tiró el tazón lejos y, sin decir una palabra más, se fue a su choza a dormir.

* * *

Merythot había ganado para sus ideas a Tito y Anfígenes, e incluso a alguno de los griegos que venían con nosotros, de forma que ya no buscábamos otra cosa que esas míticas dos peñas por entre las que el Nilo surgiría en un gran surtidor desde el seno de la Tierra. El aplomo y la autoridad con la que hablaba, así como los textos que citaba, habían cautivado incluso a hombres que habían oído hablar a los propios indígenas acerca de las Montañas de la Luna. Los otros griegos, empero, y algunos de nuestros hombres, tenían a las tradiciones egipcias por simples leyendas, y se lamentaban de que, a ese paso, íbamos a estar toda la vida dando tumbos por las selvas, en busca de algo que no existía.

Pero la mayoría de nosotros no le dábamos mayor importancia al tema. Al fin y al cabo, seguíamos una ruta paralela al río; así que, tarde o temprano, teníamos que llegar a sus fuentes, fuesen unas montañas o un manantial gigantesco.

Eso sí; puesto que Tito era partidario de la tesis egipcia, nuestros exploradores iban a los poblados preguntando si alguien sabía o había oído hablar de un lugar así. Por eso cuando un día dos de nuestros batidores, negros pintarrajeados que usaban arcos de flechas envenenadas, volvieron en busca de Anfígenes y éste, tras oírles, se fue a hablar con el prefecto y el sacerdote, la agitación nos sacudió a todos.

Estuvieron los tres conferenciando aparte. No es que nos quisiesen ocultar nada, creo; pero a Tito le disgustaba que corriesen falsos rumores, que no provocan más que decepciones y caídas de la moral. No es bueno despertar expectativas para luego frustrarlas, sobre todo entre hombres fatigados y perdidos. Pero esa vez se les veía de veras excitados; al menos al prefecto y al mestizo, porque Merythot se apoyaba en su báculo, con esa sonrisa distraída suya y tan digno como siempre.

Dispersos por el claro selvático, vimos cómo Tito se iba a hablar con el tribuno, éste estaba sentado en un tronco caído pero, a las primeras palabras del prefecto, sus ojos azules se encendieron como en otros tiempos. Se puso en pie, estuvieron discutiendo unos momentos y luego, por primera vez en muchos días, él mismo anunció de viva voz que nos poníamos en marcha. Nos miramos unos a otros, sabiendo que ocurría algo excepcional. Y supimos que quizá, por fin, nuestros exploradores habían encontrado el camino que nos condujese a esas fuentes del Nilo que tanto tiempo llevábamos buscando.

* * *

No nos habíamos equivocado en nuestras suposiciones, puesto que esta vez los guías nos llevaron por las sendas de la selva hasta un poblado pequeño, a orillas mismas del Nilo. Fue una extraña sensación volver una vez más a la vera del río, después de haber estado tantos días vagabundeando por las espesuras. Durante el viaje supimos, por palabras cogidas al vuelo, que los exploradores habían sabido, gracias a unos pigmeos errantes, que las gentes de ese poblado decían conocer un lugar donde el agua nacía a chorro, como en una fuente gigante, para dar origen al gran padre Nilo.

Los lugareños salieron a recibirnos en son de paz. Eran gentes bajas y flacas, de piel negra amarillenta, que se untaban el cuerpo de rojo y usaban flechas envenenadas. Se mostraron tan amistosos como asombrados al ver a hombres de piel clara, de los que no habían oído ni hablar, y que vestían en formas que supongo les resultaron de lo más extrañas. Les entregamos presentes en forma de telas, que son de lo más apreciadas por los pueblos de las selvas, y nuestros jefes se reunieron con sus ancianos. Conversaron durante largo rato, con la parsimonia de reyes y la ayuda de intérpretes, recurriendo a los signos cuando la lengua fallaba; e incluso el imperturbable Merythot parecía por fin algo emocionado.

Para ser breves: aquellas gentes no sólo habían oído hablar, sino que conocían de primera mano el gran surtidor, puesto que estaba a no mucha distancia, río arriba. Fue entonces cuando nos llevaron a la misma orilla, en tropel. Allí, en los arenales, se tocaron la oreja, riendo, y entonces pudimos, sí, escuchar un rumor lejano y constante, como el rugido de aguas alborotadas a lo lejos.

¿Cómo describir aquel momento? Estábamos allí, al sol, a pie de ribera, junto a las aguas verdosas. Nos embargó a todos, supongo, una mezcla de agitación y debilidad; una tensión que parecía sacudirle a uno como un latigazo y que a la vez era como una lasitud que hacía temblar las piernas. Por fin, por fin, después de tantos meses, tantos estadios recorridos, tantas aventuras, buenos momentos y sinsabores, las fuentes del Nilo estaban ya ahí, sólo un poco más arriba.

Esa noche hubo fiesta; bailes y festín en torno a las hogueras, pero nosotros no teníamos cabeza para otra cosa que no fuese nuestra meta. Yo contemplaba las aguas negras a la luz de la luna y, entre los cánticos y los tambores, aún oía ese rugido sordo de las aguas, al salir hirvientes del mismísimo corazón de la Tierra.

A la mañana siguiente, el prefecto nos puso a todos manos a la obra. Los lugareños nos habían avisado que aquel lugar era de difícil acceso por tierra, y que remontar el río era exponerse al ataque de los hipopótamos que infestaban esas aguas, ya que eran muy feroces y volcaban las piraguas que se aventuraban hasta allí. Era casi como si los dioses hubieran situado ahí a esos monstruos de ira insensata, para proteger la boca del Nilo de toda mirada humana. Pero nada nos iba a detener ahora.

Así que, tras debatir el asunto, decidimos construir almadías. Y digo debatir porque los había que opinaban que nos sería imposible remontar de esa forma, ya que no podríamos vencer la fuerza de la corriente. Pero la gente del poblado juraba que ésta no tenía demasiada fuerza, ya que las aguas se amansaban al poco de nacer, así que nos decidimos por probar esa solución. Como bien argumentaba Anfígenes, la distancia no era mucha y siempre podíamos volver a intentarlo en esquifes, si la corriente arrastraba nuestras balsas. Además, nos daba mucho miedo que los hipopótamos atacasen las canoas y aniquilasen nuestra expedición.

Nos pusimos manos a la obra, uniendo troncos y juncos; porque aquel bramido distante era como un reclamo que nos llamase a remontar el río cuanto antes. Pero Tito, tan concienzudo como siempre, insistía en que las cosas se hiciesen con calma y bien. No habíamos recorrido tanto, decía, para fracasar a las puertas de nuestro destino por culpa de la precipitación. Iba de grupo en grupo haciendo bromas, sosegando los ánimos y asegurándose de que las almadías fueran sólidas y lo más marineras posibles.

Además, para desencanto de algunos, pospuso la subida del río hasta el día siguiente, él fue quien tomó tal decisión, ya que Emiliano se pasó ese día en una cabaña, atacado de fiebres, como si aquel último golpe de euforia le hubiese rebañado las fuerzas.

Sin embargo, al día siguiente el tribuno mayor bajó el primero de todos al varadero de almadías, tan apuesto como otrora, afeitado, peinado y con ropas rojas y limpias de pretoriano, como si se hubiese liberado de todas sus sombras. Incluso sus ojos brillaban tan azules como cuando salimos de Syene, hacía ya tanto tiempo. Le acompañaba el
imaginifer
con la
imago
de oro, que relucía recién bruñida. A una señal suya, uno de los pretorianos hizo sonar una trompa de bronce, para convocar a los expedicionarios.

Bajamos a las arenas todos: soldados romanos, griegos, libios, nubios, negros. Un brujo local, el cuerpo pintado, el rostro oculto por una máscara muy extraña y con cascabeles en la mano, bendijo nuestra partida. No hubo discurso alguno porque, cuando Emiliano se disponía a pronunciarlo, vimos pasar una bandada de aves que volaba río abajo.

Nuestro augur había muerto en una escaramuza, días atrás, pero un lamento se extendió por entre los hombres, enfriando el entusiasmo. Los pájaros volaban aguas abajo.

—Mala señal, mala señal —se quejaban varios.

Tito se adelantó rugiendo, al tiempo que agitaba la vara de centurión, como si la fuese a emprender a palos.

—¿Mala señal? —bramó—. ¿Hacia dónde volaban esos pájaros, idiotas?

—Río abajo —respondió uno.

—Igual que haremos nosotros —señaló con el bastón—. Hoy llegaremos a las fuentes del Nilo y podremos emprender por fin la vuelta a casa. ¡Y la vuelta es río abajo!

Yo no sé si creía lo que decía o era de reflejos rápidos; pero enseguida alguien le dio la razón, y luego otros, y el ánimo volvió tan rápido como se había ido. Emiliano estuvo ahí diligente y, aprovechando el momento, hizo que el
cornicen
tocase de nuevo su instrumento y mandó a gritos embarcar. Botamos entre gritos las almadías y embarcamos chapoteando, ansiosos de subir río arriba para nuestra última etapa en busca de las fuentes.

Eran doce balsas, porque habíamos dejado atrás a los porteadores. Doce embarcaciones de troncos unidos, con las proas redondeadas y tres grandes remos a cada banda. Los lugareños no nos habían engañado; la corriente no era muy fuerte y pudimos bogar río arriba sin grandes dificultades.

La selva llegaba al borde mismo de las aguas, de forma que árboles gruesos y frondosos se inclinaban sobre la superficie verde y centelleante del río. Los hipopótamos chapoteaban en las orillas y nos enseñaban bramando las fauces. El calor y la humedad eran sofocantes y ese día el cielo era muy azul. Pájaros vistosos sobrevolaban la cuenca mientras nosotros doblábamos el espinazo, sudando, a los remos, y algunos vigilaban a los hipopótamos, jabalinas en mano.

El rugido de las aguas se hacía más y más fuerte. Recuerdo muy bien a Emiliano, de pie sobre los troncos de su almadía, entre pretorianos de túnicas rojas, con el
imaginifer
de armadura metálica y una piel de león sobre cabeza y hombros siempre a su vera, sujetando a dos manos la
imago
con el busto de Nerón. Yo, por mi parte, iba en la balsa de Tito, que esa mañana vestía una túnica blanca limpia, que quizás había reservado para la ocasión. Con nosotros venía también Merythot, con sus vestimentas de lino blanco, que se apoyaba en el báculo y contemplaba el río como si tuviera todo el tiempo del mundo a su disposición; y también Anfígenes, con su planta de héroe, la túnica estampada y una faja repleta de armas.

Bogábamos tratando de no distanciar unas balsas de otras. Las aguas bajaban verdes y nosotros nos dábamos voces en latín, de una almadía a otra, mientras el rugido a proa se hacía cada vez más fuerte. Vimos búfalos y elefantes en las orillas, que nos contemplaban recelosos desde sus abrevaderos, y una vez un cocodrilo enorme atacó a una de las naves, pero dos tiros bien dados de jabalina le hicieron sumergirse y desistir.

Luego, entre el calor abrasador, la luz deslumbrante, el estruendo de las aguas, el vuelo de los pájaros, una tras otra, nuestras almadías fueron enfilando un recodo del río, otro más y, al doblar, nos encontramos por fin a la vista de las tan buscadas fuentes del Nilo.

* * *

Si tengo que elegir entre contaros qué fue lo que vieron nuestros ojos en los primeros momentos, al doblar, o describiros cómo son las fuentes del río, creo que elijo lo primero: Porque creo que es justo que también vosotros, en la medida de lo posible, veáis como yo vi, cómo nace el Nilo. Es justo, sí, porque hemos hecho juntos un largo viaje, y pasado por muchas.

Rebasamos la recurva, según acabo de decir, y el rugido de las aguas se hizo aún mucho más fuerte. Por delante de nosotros, el río seguía aún cierto trecho, se abría como en una balsa de aguas y más allá de la misma, entre orillas cubiertas de selvas muy espesas, entre la calima formada por los rociones de espuma, pudimos distinguir una pared rocosa y el Nilo que saltaba incontenible hacia arriba y adelante, para desplomarse luego con un estruendo aterrador.

Doblados sobre las espadillas de los remos, nos quedamos mirando boquiabiertos a aquel chorro tremendo que, en efecto, surgía incontenible por entre dos porciones pétreas y caía desde lo alto en una piscina natural, flanqueada de selva, para dar nacimiento al gran padre Nilo. El bramido de las aguas era tremendo allí delante y, durante largo rato, cada almadía se mantuvo a la altura a golpe de remo, mientras los tripulantes miraban intimidados.

Lo que teníamos ante nuestros ojos era una catarata, eso está claro, y por alguna conversación que llegué a captar después, nuestros jefes habían oído decir que el río seguía más allá, o que eso era el desaguadero de un gran lago, porque había varias versiones. Pero lo cierto es que la brecha en ese acantilado rocoso es tan angosta —puede que no llegue a las tres varas de anchura—, y que el volumen de líquido que presiona detrás debe ser tan grande, que las aguas de la catarata, en vez de desplomarse, saltan como en surtidor antes de caer. Así que desde allí abajo, lo que el ojo ve, efectivamente, es un chorro tremendo que nace, ensordecedor, de entre dos grandes peñas.

Contemplábamos casi hipnotizados cómo las aguas surgían de entre la piedra. Los árboles de la jungla se amontonaban verdes y marrones junto al farallón de roca mojada. Mientras mirábamos, se produjo una breve deliberación entre la almadía del tribuno y la nuestra. El espectáculo era impresionante, pero Emiliano dudaba, ya que, si detrás de aquel surtidor había otro tramo de río o un lago, entonces no habíamos llegado de verdad a las fuentes del Nilo, sino sólo a otras cataratas; las octavas.

Se le veía indeciso y aun Tito y Anfígenes titubeaban, no sabiendo qué pensar. Fue Merythot, en esos instantes, quien inclinó la balanza. Había estado escuchando en silencio cómo los otros tres discutían de una a otra balsa y, de repente, alzó la voz entre el rugido de las aguas que se desplomaban.

—¿Y qué pasa si hay un lago detrás? —gritó en un latín impecable—. ¿Qué más da si hay un tramo de río?

—Que entonces el Nilo no nace en este punto y nuestro viaje no ha terminado aún —repuso a voces Emiliano, las piernas abiertas para contrarrestar el balanceo de la almadía, la túnica roja agitándose a los golpes de brisa.

—¡No es cierto! —exclamó el egipcio—. Dime, tribuno: ¿en qué momento nace un hombre? ¿En el momento en que su padre y su madre se unen y lo conciben? ¿Decimos que nace mientras está en el vientre de su madre?

Tito, más moreno que nunca gracias al contraste de su piel oscurecida con la túnica blanca, volvió la mirada al surtidor, al tiempo que una luz comenzaba a encenderse en los ojos azules de Emiliano. Entre tanto, todos nos afanábamos a los remos para mantenernos a la altura, sin poder despegar los ojos de las aguas que saltaban y caían.

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