Arrimamos nuestras naves a la orilla y cambiamos algunas palabras a gritos. Voceaban que eran comerciantes griegos, llegados desde la lejana costa oriental, y nos instaban a acercarnos, jurando que eran gente de paz, mercaderes, y que no teníamos nada que temer. Emiliano y Tito consultaron de una nave a otra. El primero no sabía qué hacer y el segundo, aunque tampoco las tenía consigo, le dijo que no debíamos dar muestras de debilidad o indecisión, y que lo mejor era arribar a ese punto.
Así que varamos nuestras naves, las dos, y los que allí estaban nos ayudaron a meterlas en tierra. Eran una panoplia asombrosa de gentes; porque ya de cerca vimos que, si bien algunos eran negros, muchos eran mestizos, en todas las proporciones de mezcla de sangres que uno pueda imaginar. Se reían de nuestro asombro y los griegos —negros de sol, con barbas y cabelleras largas, y túnicas algo raídas—, se reían también. Nos dijeron que los tambores habían estado avisando desde hacía tiempo de que unos hombres de ropas y armas extrañas, de piel blanca como ellos —y se señalaban—, subían por el río en dos grandes botes. Así que por eso estaban esperando nuestra llegada.
Su jefe, aquel hombretón de la gran barba ensortijada, respondía al nombre de Diomedes y estuvo conversando largo rato, aparte, con el tribuno y el prefecto. No pudimos oír lo que hablaron, pero sí ver sus expresiones y gestos. Nuestros jefes parecían tener muchas preguntas, a las que Diomedes respondía entre sonrisas y ademanes apaciguadores.
Nos habíamos mezclado ya con sus acompañantes, porque poco teníamos que temer, siendo los nuestros ochenta soldados y ellos veinte. Los lugareños se habían congregado en torno al
imaginifer
de la piel de león y la túnica roja. Contemplaban admirados la
imago
con los medallones de oro y el busto del emperador. Lo señalaba, reían y comentaban en su lengua nativa, y parecían sentir tanto temor y respeto como curiosidad, como si intuyesen que tenía mucho de mágico.
Yo fui de los que estuvieron hablando con los griegos, pero bien poco pudimos sonsacarles. Decían ser oriundos de Egipto; se dedicaban a comerciar con productos locales y habían llegado allí desde las escalas costeras orientales. Traficaban con pueblos interiores y, cada cierto tiempo, mandaban una caravana cargada de maderas, pieles, marfiles, a la costa, donde se embarcaba en naves griegas, rumbo a los puertos del golfo Arábigo. Poco más dejaron escapar y lo cierto es que me dieron la impresión de ser tipos bastante dudosos. Me parece, aunque no puedo probarlo, que ésos y sus amigos a los que luego conocimos, habían llegado casi todos a aquel lugar remoto huyendo de las leyes egipcias.
Diomedes tenía el pico de oro y no le costó gran cosa convencernos, así que nos fuimos todos con ellos a su ciudad. Nos aseguraron que nuestras naves estaban a salvo en ese varadero y el propio Diomedes se comprometió a enviar porteadores para sacar nuestros bagajes y subirlos a sus almacenes.
La población que habíamos visto en el alto, desde el río, se llamaba Emporion, y había una senda, que a simple vista se veía que era muy transitada, que iba desde el arenal a la misma, a través de la selva. Luego nos enteraríamos de que aquellos compatriotas traficaban con las tribus de la margen occidental del Nilo: cruzaban con sus barcas al otro lado y allí negociaban; cuando llegaban a un acuerdo pasaban las mercaderías y, por aquel sendero, las llevaban a sus almacenes.
En cuanto a Emporion, situada en lo alto de una colina de laderas empinadas y selváticas, resultó ser bastante más grande de lo que parecía vista desde el río. Es toda una ciudad, construida según un modelo que, a lo que he oído, siguen la mayoría de las colonias de mis parientes griegos en tierras bárbaras. Hay en esa urbe dos partes, separadas por un muro de adobe. A un lado está el barrio griego, donde viven éstos, sus concubinas indígenas y los mercenarios negros que reclutan entre las tribus de la costa. Al otro está la ciudad indígena de casas de paja, y casi todos sus habitantes son mestizos. Hay una sola puerta en ese muro de adobe; se cierra al caer el sol y hay siempre un retén de guardia, capitaneado por dos griegos, que se dobla durante la noche.
La presencia de tantos mestizos quedó explicada cuando nos contaron que Emporion existía desde los tiempos de los faraones Ptolomeos. Por eso, los habitantes de esa ciudad no se parecen a ningún pueblo del sur y se puede decir que son raza aparte, fruto de la amalgama de indígenas, griegos y hombres de la costa, que sirven a los segundos de guardias y porteadores. Aunque quizá no debiera llamarles raza, porque no lo son; no al menos en el sentido que se puede aplicar a los egipcios o a los nubios, ya que no tienen rasgos homogéneos, y lo que hablan es un revoltijo de dialectos locales, salpicado de palabras costeñas y griegas.
Emporion, como estaba diciendo, se levanta en lo alto de un cerro largo y su barrio griego debe de albergar a cerca de un millar de personas, de las que algo menos de cien son helénicos. En esa parte hay algunas viviendas notables, remedos de las de los ricos de Egipto, así como dos grandes almacenes y un templo. Yo llegué a visitar este último; tiene columnas de ladrillo y alberga dos estatuas, una de Serapis y otra de Hermes, esculpidas ambas en mármol, que me sorprendieron por la buena calidad de su ejecución. Los griegos de Empo ellos mismos el título de magistrados. El primero era el hombretón de las barbas que nos recibió en el varadero y el segundo, como para contrastar, era un tipo reseco, de rasgos afilados y mirada de soslayo.
Pero, por muy distintos que fuesen, yo personalmente nunca me fié mucho de esos dos: ni de los modales de tendero ruin de Perseo, ni de los campechanos de Diomedes. Tampoco me hacían mucha gracia sus hombres: vuelvo a repetir que me dieron la impresión de ser un hatajo de granujas; la típica canalla de los barrios bajos de Alejandría. Es verdad que hay muchas razones por las que un hombre de bien se puede ver obligado a cambiar rápido de aires, pero ésos no lo eran. He tratado con gentuza toda mi vida, así que los reconozco apenas les pongo la vista encima.
La ciudad indígena, al otro lado del muro, está formada por casas circulares dispuestas en calles, quizá por influencia de nuestros compatriotas. Pude ver algunos edificios más grandes, éstos cuadrados y con paredes de madera tallada y esteras, que, según nos dijeron, servían para usos comunales. Calculamos que deben de vivir allí entre cuatro y cinco mil personas, gobernadas por su propio rey. Existe también un barrio extramuros, formado por un puñado de chozas miserables, pegadas a la muralla de barro.
El rey de Emporion vive en un gran palacio de paredes de madera labrada; es para sus súbditos un dios y ningún mortal puede pronunciar su verdadero nombre ni poner los ojos en su persona. Nunca sale del palacio y despacha los asuntos con sus consejeros, oculto tras un gran velo que separa en dos la sala de audiencias. Aun sus sirvientes y sus mujeres son ciegos, para que pueda estar atendido sin romper con la tradición sagrada. Pero he de decir que no hace falta arrancar los ojos a nadie para que cumpla tales cometidos, porque en esas tierras abunda la ceguera, fruto de enfermedades y parásitos.
Eso fue, al menos, lo que nos contaron los griegos de Emporion.
Lo cierto es que ninguno de nosotros llegó a visitar ese palacio de paredes talladas; ni siquiera pudimos tampoco pisar la parte indígena de la ciudad, porque nuestros anfitriones, con la mayor educación, nos pusieron toda clase de impedimentos. Así que el rey-dios invisible, los sirvientes ciegos, las normas sacras, bien pudieran ser una invención. Nuestros anfitriones no se fiaban de nosotros, como si fuésemos mercaderes rivales y hubiéramos hecho todo ese viaje para quitarles el negocio.
Tantos recelos, así como el muro que separaba las dos partes de la ciudad, los retenes de guardia, el cierre de puertas a la noche, son costumbre de los griegos coloniales, se establezcan en las selvas del sur o en las estepas del Ponto Euxino. Según he oído contar, las ciudades que siguen a rajatabla tales usos, decantados a lo largo de los siglos por la experiencia, suelen tener una existencia más larga que otras, más confiadas.
Recelos aparte, nuestros anfitriones hicieron todo lo posible por atendernos y no puedo tener queja alguna de ellos en ese aspecto. Serían unos rufianes, pero no escatimaron gastos y esa misma noche dieron un gran banquete en nuestro honor, en el patio de la casa de Perseo. Uno, cuando tiene mi profesión, ha de estar acostumbrado a los bandazos que da la vida; pero incluso para mí fue asombroso el cambio. De estar navegando esa misma mañana a través de selvas desconocidas, a sentarnos en un festín a la griega, en un patio que recordaba lejanamente a los de las casas greco-egipcias de mi tierra. Cuadrado y muy espacioso, con un atrio de columnas de ladrillo, pintadas de colores, y hermoseado por plantas frondosas. Uno casi podía creer que estaba, si no en Alejandría, sí al menos en casa de algún comerciante adinerado de los nomos sureños.
No faltó de nada en ese banquete. Cerveza espesa, vino de palma, asados de antílopes y aves, frutas en bandejas de arcilla. Actuaron bailarinas y saltimbanquis pagados por los dos magistrados, que más parecían potentados asiáticos que jefes de un establecimiento comercial. También vino un poeta ambulante, al parecer muy famoso en esas tierras, que cantó para nosotros en su idioma natal, acompañado por un instrumento de lo más extraño, al menos para nosotros. Incluso hubo un combate amistoso de lucha, en el que un griego se midió a puñetazo limpio con un mestizo, para entretenimiento de los comensales.
Lo único que eché de menos fue verdadero vino de uva, del negro y resinoso.
De todas formas, tampoco pude disfrutar tanto; porque, antes del banquete, el prefecto vino a verme y me dijo que me tenía por hombre sensato, cosa que no sé si será cierta, pero que me llenó de orgullo por venir de quien venía. Tito es uno de los pocos jefes a los que he conocido —y toda mi vida la he dedicado a las armas— y he llegado a respetar. Pero, por no divagar, diré que lo que me pidió fue que no bebiera en exceso, estuviese alerta y procurase introducir algún arma, aunque fuese pequeña, en ese patio.
No es que fuésemos unos ingratos al desconfiar así de quienes tan bien nos habían acogido. Es que éramos pocos, lejos de todo, y aquellos hombres podían temer que nuestra llegada amenazase sus intereses. Los banquetes nocturnos siempre han sido buen lugar para librarse de los estorbos: ahí los tienes a todos reunidos, desarmados y ebrios, y la historia ha conocido muchas fiestas con matanza a los postres.
Así que, aunque dejé a la entrada el cinturón con la espada y la daga, me las apañé para meter un cachetero, oculto bajo la túnica. Y, después de tantos días de privaciones, de comer rancho y dormir en el suelo, aún tuve que tumbarme en el diván y comer y beber con moderación, aunque la boca se me hacía agua al ver y oler los guisos humeantes.
No era yo el único alerta, porque algunos compañeros probaron sólo unos bocados, y los había que no dejaban de pasear los ojos con recelo por las mesas. Pero no llegué a saber con cuántos de nosotros contaba el prefecto; porque él mismo me dijo que no se atrevía a confiar en todos, no fuera que algún estúpido echase mano al puñal sin motivo e iniciase una batalla campal. Lo que nos pedía era simplemente que estuviésemos atentos, sobre todo si Diomedes y Perseo se retiraban del banquete. Si algo ocurría, teníamos que saltar sobre nuestros anfitriones y ponerles el acero en el cuello, para usarles como rehenes.
No es que yo tuviese muchas esperanzas de salir de allí si una horda de mercenarios de la costa nos atacaba por sorpresa, en mitad del banquete. Supongo que Tito Fabio tampoco se hacía grandes ilusiones. Pero eso es lo que más me ha gustado siempre de él: que hace lo que considera más acertado, dentro del margen de maniobra posible. Mi bisabuelo decía que los buenos jugadores y los buenos generales se parecen en algo: en que cuando las cosas se ponen feas, no las empeoran. Y supongo que hablaba con cierto conocimiento de causa, ya que estuvo primero con las tropas de Ptolomeo XIII y luego con las de Cleopatra, y sobrevivió a todo para llegar a muy viejo, sentarnos a mis hermanos y a mí en las rodillas, y acabar muriendo con calma.
Pero el festín transcurrió sin incidentes. Parte de nuestros compañeros eran bárbaros y otros
gregarii
romanos de modales poco refinados; y no se puede decir que nuestros anfitriones fuesen precisamente gente cultivada. Se comió y bebió sin medida, y al final la gente se caía al suelo, borracha, y alguno hasta vomitó allí mismo. Tito había advertido que haría matar al que causase altercados con nuestros anfitriones y, como no es hombre al que uno pueda tomarse a la ligera, aunque hubo que sacar a más de uno a rastras, nadie dio problemas. Los que sí se liaron a mamporros fueron dos griegos, a saber por qué, y mientras unos trataban de separarlos, otros se reían a mandíbula batiente.
Esa noche nos contaron algo sobre Emporion. Los griegos de Egipto llevan zarpando desde hace siglos de los puertos del Golfo Arábico, rumbo al sur. Eso lo sabe todo el mundo, pero nunca imaginé que hubiesen llegado tan lejos. Pero sí: sus naves bajan a lo largo de la costa oriental para recalar en una serie de puertos indígenas, que es donde comercian. Llaman a toda esa costa Azania, en general, aunque está habitada por pueblos muy distintos, y mis compatriotas, aventurándose cada vez más lejos, han llegado muy al sur, hasta unas islas que, de momento, son el límite meridional de sus exploraciones. Luego vuelven al norte, a Berenice Pancrisia y Myos Horvos, con las naves cargadas de mercancías exóticas.
Según me comentó más tarde Merythot, ese tráfico es muy antiguo, heredado por los conquistadores helénicos de los egipcios, que ya habían mandado en tiempos muy remotos expediciones a esas costas, a las que ellos llamaban Punt, a comerciar con los reinos de pigmeos que florecían allí en esa época.
La mayor parte de los productos que esos comerciantes cargan en las escalas de Azania proceden del interior y, ya desde el tiempo de los primeros Ptolomeos, algunos audaces habían organizado expediciones terrestres. Les movía la perspectiva de mayores ganancias, así como la posibilidad de asegurarse un tráfico más regular. Porque el hecho de que el marfil, las pieles, las maderas, llegasen mediante los trueques entre tribus no hacía sino encarecer los productos, aparte de hacer muy desigual el suministro.