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Authors: León Arsenal

Tags: #Narrativa histórica

La boca del Nilo (33 page)

—Pero griego, en Egipto, es un término de lo más ambiguo —protestó Valerio—. Los egipcios llamaban así a toda esa gente que vino con Alejandro y muchos de ellos no eran griegos, empezando por Alejandro y los suyos, que eran macedonios.

—¿Y qué? Eran extranjeros en territorio conquistado, cogieron el nombre que les daban y lo hicieron suyo, no importa lo que ese nombre significase en otro tiempo y lugar.

—Sí, es cierto.

La tarde estaba ya entrada y el sol comenzaba su declinar, aunque el calor no parecía remitir. Ellos caminaban por las sombras, ya largas, de las tapias y las casas. Las calles estaban desiertas y en silencio, bañadas de luz deslumbrante y entreveladas por el polvo suspendido en la atmósfera inmóvil. Mientras deambulaban ociosos, un portillo en una tapia de barro —el muro de una casa que, a juzgar por los detalles, debía ser de romanos—, se abrió para dar paso a un individuo gigantesco; un soldado de túnica verde, con espada y daga al cinto, la piel oscurecida y largas trenzas rubias que los soles etíopes habían vuelto casi blancas.

Aquel hombre, un auxiliar romano, se quedó de piedra por un momento al verles. Agrícola le reconoció como uno de los tres guardaespaldas germanos del tribuno; pero lo que le llamó la atención fue la expresión de su rostro, porque durante un instante fue de azoramiento. Los ojos azules del bárbaro se fijaron un poco confundidos en los oscuros del
praepositus
, que le devolvió una mirada imperturbable, antes de saludarle de manera informal, con un floreo de bastón. El germano devolvió la cortesía, esbozando el gesto de la mano en alto; luego, al ver que el oficial no le decía nada ni le reclamaba, se dio la vuelta y se alejó, para perderse por una calle lateral.

—¿No era ése uno de los guardaespaldas de Emiliano? —preguntó sorprendido Valerio Félix.

—Sí. Lo era —Flaminio reanudó el paseo, azotando el aire polvoriento de la tarde con su bastón.

—¿Está entonces el tribuno en esa casa?

—Lo dudo. Incluso los guardaespaldas tienen días libres —sonrió—, y ése estaba ahí por un asunto privado, seguro.

—Pues, sea el que sea, no parece que le haya hecho mucha gracia encontrarse con nosotros —apuntó pensativo Agrícola.

—Se ha llevado una sorpresa al salir y vernos, sin duda.

—¿Pues qué es esa casa? —Valerio, intrigado por esas observaciones, se pasó la mano por la barba, al tiempo que buscaba con los ojos algún signo que delatase la ocupación de la vivienda—. ¿Un burdel?

—¿Desde cuándo un soldado se avergüenza de que le sorprendan yendo de putas? —el prepósito volvió a sonreír.

—¿Entonces? ¿Estará ese germano metido en algún asunto turbio?

—No, yo no diría tanto —la sonrisa del oficial se volvió ahora un tanto torva—.ésa es una de esas casas en las que la gente se reúne, pero a escondidas; entran y salen de uno en uno, y espaciados en el tiempo.

Sus compañeros de paseo se le quedaron mirando, Agrícola intrigado y Valerio aturdido. Pero el primero no tardó en darse una palmada teatral en la frente.

—¡Por Serapis! ¡No me digas! —se carcajeó con franqueza—. ¡No me digas que ese gigantón es cristiano!

El otro asintió con sonrisa torcida, en tanto que Valerio Félix miraba de uno a otro.

—¿Cristiano? ¿Cristiano ese germano?

—Tanto él como sus compañeros lo son —Flaminio se golpeó en la palma de la mano con el bastón, con sonido resonante, al tiempo que seguían su paseo—. Y ésa es una casa de cristianos, donde se reúnen para sus ceremonias secretas.

—¿Quién hubiera dicho que esos tres bárbaros…? —comentó asombrado Valerio.

—Pues es justo entre los bárbaros del ejército donde los cristianos, los mitraicos y demás plagas consiguen muchos de sus adeptos. La gran baza de esas sectas orientales es que cualquiera de sus miembros, allá a donde vaya, es recibido con los brazos abiertos por sus correligionarios. Los soldados son hombres que están lejos de sus casas y, si son bárbaros, perdidos entre gentes de idioma y costumbres distintas. No es de extrañar que caigan en las redes de esa gente.

Anduvieron unos pasos antes de que Valerio le preguntase, curioso:

—¿Y qué vas a hacer al respecto?

—Nada. Ya sabíamos que son cristianos. Y no son los únicos, ni mucho menos, en esta
vexillatio
. Pero Tito tiene cierto criterio al que yo me adhiero: mientras no nos lleguen órdenes directas, los soldados pueden adorar a los dioses que les dé la gana, siempre que cumplan con sus obligaciones.

—Sois hombres tolerantes —observó Agrícola.

—No. O yo al menos no lo soy. Yo me ocupo de lo mío, eso es todo. A mí, personalmente, todas estas sectas mistéricas me parecen basura; pero allá cada cual.

—Por eso decía lo de tolerante —el mercader meneó sonriente la cabeza—, porque ya veo que no sientes aprecio por los cristianos.

—¿Aprecio? ¿Qué hombre de bien podría sentirlo? —se golpeó de nuevo en la palma con la vara, ahora con algo parecido a la indignación.

Valerio carraspeó, como si quisiera manifestar de esa forma disconformidad. Flaminio le miró casi receloso.

—¿No estás de acuerdo conmigo?

—Creo que exageras,
praepositus
—se paseó la mano por la larga barba castaña—. Después de todo, los cristianos predican una serie de valores, una ética…

Su voz se apagó, viendo cómo le miraba el legionario, éste último hizo girar la vara en el aire, en lo que no era más que un floreo; aunque alguien que mirase desde el fondo de la calle bien pudiera llegar a pensar que iba a descargarla sobre el cráneo de su interlocutor.

Agrícola sonrió para sus adentros, notando la turbación del filósofo, que sin duda tenía que conocer a cristianos de familia acomodada, ya que la clase alta de Roma prestaba muchos oídos a toda clase de cultos extranjeros. El mismo Valerio Félix, dado su carácter, tenía que haber coqueteado con las religiones orientales, antes de partir hacia Grecia a estudiar filosofía.

—Yo en lo que prediquen no entro. Ni tampoco en cómo puedan comportarse algunos —gruñó Flaminio—. ¿No dicen que no es justo condenar a muchos inocentes por unos pocos culpables? Pues tampoco debe serlo salvar a muchos culpables por unos pocos inocentes. A mí, todos esos me parecen poco más que delincuencia organizada.

—¿No es eso excesivo?

—No. Forman grupos muy cerrados, se relacionan entre ellos, se protegen y apoyan los unos a los otros. Allá donde llegan, tratan de monopolizar ciertas profesiones mediante prácticas que, para decirlo de forma suave, son de lo más sucias. Y lo peor de todo es que, en el fondo, no se consideran súbditos romanos y no sienten la menor lealtad por Roma.

—En eso puedes tener razón… —el filósofo se manoseó la barba.

—Debieran impedir que gentes así, que no admiten deber nada a nadie que no sea de los suyos, y que no sienten el menor respeto por las creencias ajenas, acumulasen demasiado poder.

—Tengo que darte la razón en una cosa: son gente sumamente intolerante.

Discutir de religión con ellos es como hablar con un sordo. Su única obsesión es convencerte de su verdad.

—Yo nunca discuto de religión —el
praepositus
volvió a voltear la vara en el aire y sonrió—; ni con cristianos, ni con mitraicos, ni con isíacos, ni con nadie. Tengo cosas mejores en las que perder el tiempo.

Agrícola soltó una carcajada ante ese cambio de humor tan brusco.

—Pues entonces no discutamos de religión con los cristianos de Meroe. Esto está lleno.

—Lo sé —Flaminio se encogió, ahora fatalista, de hombros—. Ya sabes que allí donde llegan diez cristianos acaban echando a todos los que no lo son.

—¡Exagerado! —Agrícola le dedicó una sonrisa socarrona—. Yo diría que más bien puede deberse a que Meroe no pertenece al imperio y, por tanto, los cristianos pueden medrar con mayor libertad.

—Cierto —convino Valerio—. Tampoco hay por qué buscar conjuras, ni razones tenebrosas, a algo que puede explicarse con facilidad.

—Entonces, peor para los meroítas.

—Los comerciantes griegos y romanos de aquí son los únicos que pueden suministrarnos todo lo necesario para seguir hacia el sur y llegar a las fuentes del Nilo.

Y la mitad son cristianos, así que no nos queda otro remedio que tratar con ellos.

—Uf. Peor entonces para nosotros —zanjó con mueca estoica el prepósito, haciendo menear la cabeza al filósofo, y reír al mercader.

* * *

Un jefe tribal del sur o un nómada, de visita en la corte, hubiera quedado tal vez deslumbrado por la riqueza palaciega, la rigidez del protocolo egipcio o los modales pomposos de los cortesanos, y no hubiese visto más allá.

Y puede que a un viajero de tierras lejanas le cegase el colorido, puesto que la Ciudad Real era un hormiguero de aristócratas locales, eunucos, sacerdotes de cabezas rapadas, sacerdotisas veladas y aventureros de la más diversa procedencia.

Pero Senseneb no era ni una cosa ni otra.

Cuando deambulaba por palacio, casi podía oler la ambición y los miedos, que se pegaban como camisas sudadas a la piel de los cortesanos. Casi podía ver la trama de las alianzas, tan cambiantes como las mareas de esos mares azules que sólo conocía de oídas. Flujos y reflujos de poder que arrastraban como maderos a la deriva a cuantos frecuentaban la Ciudad Real, lo quisieran ellos o no, y cuyos reflujos dejaban con frecuencia una muerte no aclarada, una ejecución pública o un destino en puestos fronterizos y remotos.

En la penumbra de las salas interiores, cubiertas de frescos, los rituales palaciegos, las posturas hieráticas de los reyes y las actitudes solemnes de los funcionarios eran como máscaras brillantes y calmas que lo ocultaban todo. Pero Senseneb, arrodillada ante los dos tronos, casi podía palpar las intrigas que espesaban la misma atmósfera del palacio real, ya de por sí cálida y estancada.

No había escribas que rasguñasen con sus cañas sobre los papiros, de forma que, aparte de las voces, sólo se oía en aquel interior los tintineos de los adornos, al cambiar alguno de postura, además del vuelo de las moscas. Estaban presentes no pocos cortesanos, unos adictos del rey y otros de la candace, pero nunca quedaría constancia por escrito de lo que allí se hablaba, y unas palabras mal elegidas por parte de alguien podían traerle malas consecuencias.

Senseneb había estado explicando los pormenores del viaje Nilo arriba en compañía de los romanos, sin que los dos reyes, sentados en sus respectivos tronos a la egipcia, mudasen en momento alguno de postura o expresión. Amanitmemide y Amanikhastashan, padre e hija, consortes según las costumbres egipcias de la realeza meroíta, y también enemigos mortales.

Amanitmemide, avejentado por la enfermedad, había escuchado impasible el relato, aunque a sus ojos asomaba a veces un fuego salvaje, porque había nacido en los desiertos y no en Meroe, y se había criado entre arqueros, aunque con los años había aprendido a adoptar una postura tan estatuaria como la de un faraón. Y Amanikhatashan, amamantada en las intrigas cortesanas, joven, hermosa en esa manera rotunda tan común entre las nubias, de poder creciente en la corte, a costa del de su moribundo progenitor y esposo.

Una vez que Senseneb hubo concluido su relato, se quedó prosternada ante los reyes, la cabeza gacha. Pero hubo de transcurrir largo rato antes de que nadie despegase los labios. Según la etiqueta de la corte meroíta, los reyes no hablaban en las audiencias, dejando las preguntas, opiniones y discusión a sus cortesanos de confianza, que se alineaban al lado de los respectivos tronos. Por fin, un eunuco situado muy cerca de Amanitmemide —que tenía el arco sobre las rodillas, sujeto a dos manos, puesto que ése era su atributo real preferido— fue el primero en hacer una reverencia, pidiendo así la palabra. Y el sacerdote de Anión, muy alto y de piel muy negra, cubierto de linos muy blancos, invitó con un gesto de su báculo a Senseneb a levantarse, puesto que ya no iba a hablar con dioses, sino con hombres. Luego, de nuevo con su vara, dio la palabra al eunuco.

—Sacerdotisa. ¿Qué intenciones tienen los romanos?

—Dudo mucho que ellos sepan qué pretende exactamente su emperador —

contestó ella sin comprometerse, como era costumbre en la corte.

—No han venido desde tan lejos por el simple gusto de viajar.

—No, desde luego. Se les han encomendado dos misiones, en apariencia. La primera es llegar aquí en calidad de embajadores de su césar. La segunda es seguir hacia el sur, hasta encontrar el lugar en el que nace el Nilo.

—¿Y tenemos que creernos eso? —dijo burlón un segundo eunuco, éste alineado en las filas de la candace.

—Yo estoy convencida de que ambas misiones son verdaderas, y no simples excusas. Otra cosa es que luego haya algo más oculto detrás.

—Ese Emiliano… —apuntó un sacerdote, también situado al lado de la candace.

—Es un noble romano, de familia influyente. Es miembro de la guardia del emperador, aunque se rumorea que ha caído en desgracia ante éste.

—¿En desgracia? ¿Ya un hombre así nos mandan los romanos como embajador?

—Sólo es un rumor. Y es posible que le den así la oportunidad de redimirse —replicó con prudencia Senseneb—. No trae tratados, sino regalos y saludos. Su misión es de cortesía, quizá para allanar el camino a otros embajadores.

—¿Y esos embajadores vendrían ya con tratados? —inquirió un guerrero de pelo ya entrecano, de la facción del rey.

—Es posible.

—¿Tratados sobre qué?

—Eso no he conseguido averiguarlo. Es todo una suposición. Pero insisto en que ese tribuno está más que curtido en la política de Roma, y sabe guardarse lo que le interesa.

—¿Tenemos que creernos que Nerón ha mandado a tantos soldados, a un viaje tan largo y lleno de riesgos, sólo por saber donde nace el Nilo? —apuntó sarcástico el segundo eunuco de antes.

—Los romanos no son como nosotros. Los reyes Ptolomeos construyeron el Museo y la Biblioteca, y gastaron oro a manos llenas, sólo por atesorar todo el saber posible. Los romanos parecen tener esos mismos gustos y, además, Nerón es un dios caprichoso. Pretende ser el primer romano en llegar a las fuentes del Nilo y por eso ha mandado su propia efigie, fundida en oro y escoltada por pretorianos, que son los que guardan al emperador cuando éste sale de Roma.

Hubo un silencio. Luego, un sacerdote de la facción del rey Amanitmemide hizo a su vez una reverencia, y el maestro de ceremonias le dio la venia.

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