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Authors: León Arsenal

Tags: #Narrativa histórica

La boca del Nilo (32 page)

BOOK: La boca del Nilo
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—En Meroe un noble no tiene que preocuparse de cosas tan tontas: su rango le asegura un nivel de vida acorde a su posición.

—En Roma no y a mí, personalmente, no me parece tan mal, puesto que hace más flexible el mundo en el que vivimos. Un común puede convertirse en caballero mediante el servicio de armas, y un caballero entrar en el orden senatorial si cuenta con la fortuna necesaria.

—Es una aberración.

—Eso es lo que tú opinas —bebió pensativo—. De todas formas, tampoco te equivoques. En Roma el dinero puede comprar muchas cosas, pero no todo, y la sangre sigue contando. Alguien como Quinto Crisanto, hijo de libertos, puede ser muy rico y, andando el tiempo, si las circunstancias le son favorables, puede llegar a obtener asiento en el senado. Pero los senadores antiguos, esos cuyas familias han ocupado asiento en el Senado durante generaciones, desde la época de la república, nunca le tratarán como a un igual.

La sacerdotisa le miró pensativa, como si hubiera recordado algo de repente.

—Ya que hablamos de Crisanto, ¿seguirá con vosotros hacia el sur?

—No —se sonrió ante tal idea—. La caravana va a Meroe, donde venderá y comprará, antes de volverse a Egipto. Quinto Crisanto la dirige a la ida y la dirigirá a la vuelta. A ése le tiene sin cuidado donde nazca o deje de nacer el Nilo. Quien sí que es muy posible que continúe con nosotros es Valerio Félix, que está escribiendo por su cuenta una crónica de esta expedición.

—¿Vais a llevaros todas las tropas al sur?

—La última palabra en eso la tiene Emiliano, pero los dos opinamos que es lo mejor. Aunque lo que hagamos depende en parte de vosotros.

—¿Nosotros? —sentada en el borde de la mesa, con la copa en la mano, le miró un tanto desconcertada.

—Vosotros los meroítas. Vamos a necesitar guías, intérpretes, barcos, provisiones… —suspiró—. Cuando lleguemos a vuestra capital voy a estar de lo más ocupado y no creo que podamos conseguir todo lo que necesitamos sin la ayuda de vuestros reyes.

—Cuenta con el permiso de nuestros amos para cruzar las provincias del sur, y con las mejores bendiciones para vuestra empresa, por descontado.

—Vamos a necesitar algo más que eso.

Ella se levantó, toqueteó de nuevo la cota de mallas colgada del poste.

—Ya te he entendido —se volvió hacia él—. ¿Y por qué tendríamos que hacer un gasto en una empresa que no es nuestra, sino una decisión de vuestro emperador?

—El césar tiene un gran interés en que esta expedición alcance su objetivo final. Triunfe o fracase, no te quepa duda que en Roma tendrán muy en cuenta los obstáculos y las ayudas con las que nos hayamos encontrado a lo largo de nuestro viaje.

Se miraron unos instantes, él sentado en la silla y ella junto al poste central.

—Haré lo que pueda.

—Me harás un gran favor, o más que eso, Senseneb, si consigues que la corte nos ayude. Me esperan unos días de mucho trabajo —apartó la mirada de sus ojos para ponerla en el fondo de la copa—, al revés que para la mayoría, que va a poder descansar.

Hubo otro silencio. Tito se quedó contemplando adusto dentro de su copa y ella, con movimientos desenvueltos, se levantó de la mesa para dar un par de pasos por el interior de la tienda. El romano levantó entonces los ojos y contempló a aquella sacerdotisa de piel muy negra y linos tan blancos, que acariciaba distraída las armas colgadas del poste.

—¿Y tú, Senseneb, qué harás? —dijo de repente.

—¿A qué te refieres? —paseaba una y otra vez los dedos sobre las escamas de la cota, apreciando el trabajo de los herreros, y ese tacto frío del metal.

—¿Te quedarás en Meroe o nos vas a acompañar, al menos hasta la frontera sur del reino?

Ella volvió su cabeza afeitada y, por la expresión que asomaba ahora a esos ojos brillantes, Tito comprendió que aquella pregunta la había cogido por sorpresa.

—No lo sé. Eso depende de lo que decidan mis amos.

—Claro… —asintió y volvió a perder la mirada en la copa.

—¿Te gustaría que siguiese?

Ahora él, un poco sorprendido, levantó con viveza la vista.

—Tú sabes que sí —sonrió de golpe, con una de esas sonrisas deslumbrantes que, a veces y siempre de improviso, le cruzaban el rostro renegrido, y que tan atractivo le hacían de repente.

—Sí que lo sé. Por supuesto —sonrió ella como una niña a su vez.

Se aproximó a él, entre el revuelo de gasas blancas, mientras Tito la miraba desde su asiento, preguntándose cómo alguien podía convertirse en un suspiro en una persona tan distinta, simplemente cambiando un poco de gesto, y pasar, entre dos inspiraciones, de la sacerdotisa hierática a fuego. Ella le acarició con sus dedos ágiles el rostro, con esa ternura tan especial que sólo suele encontrarse entre los que son amantes ya de antiguo y han pasado juntos por mucho.

—En todo caso —le susurró algo ronca ahora—, aprovechemos, por si no fuese así, él atrapó su muñeca, haciendo tintinear las ajorcas de metal brillante y piedras, y la hizo sentarse en sus rodillas. Pero ella se escapó riendo a sus labios y le arrebató la copa, que aún estaba mediada de vino puro.

—Pero que sepas que yo haré todo lo posible, todo, para ir con vosotros al sur —se rió con ojos burlones, antes de llevarse la copa a los labios.

C
APÍTULO
IV

La llamada isla de Meroe es un territorio de extensión considerable; un triángulo situado entre el Nilo por el oeste, que forma la base del mismo, el río Astaboras al norte y el Astasobas —que, de los dos grandes afluentes que formaban el Nilo, era el más oriental— al este. Estos dos últimos ríos, aunque luego se van distanciando, nacen relativamente cerca en una misma área montañosa, que formaba el vértice del triángulo. Se trata de una tierra más fértil que las circundantes, en la que abunda la vegetación y toda clase de animales salvajes, relativamente más protegida de las incursiones de los nómadas gracias a la barrera que suponían los tres ríos. La ciudad más importante de todo ese país es, claro, Meroe, capital de todo el reino nubio.

Y Agrícola, que tantas tierras visitó, y visitaría, a lo largo de su vida, aún diría muchos años más tarde que pocas ciudades debían haber en el mundo comparables a Meroe. No por la cantidad y lo grandioso de los monumentos, ni por la cantidad de habitantes, sino por lo heterogéneo de estos últimos. Porque aunque había urbes en las que la mezcolanza de razas era mucho mayor —baste citar a Roma como ejemplo—, pocos viajeros podían hablar de haber visto una metrópolis en la que sus gentes fueran de orígenes tan distintos y se mezclasen tan poco entre ellos.

La capital nubia tiene como núcleo la Ciudad Real, una ciudadela rectangular, de unos trescientos pasos de largo por ciento cincuenta de ancho, que contiene el palacio, templos y edificios públicos, y cuya muralla está adjunta, por el este, al gran templo de Amón. Extramuros a la misma es donde uno encontraba los distintos barrios, que habían crecido sin plan establecido, como frutos del árbol, y que parecían casi ciudades en miniatura más que ninguna otra cosa.

El más grande y populoso era el barrio nubio, por descontado, y había otro muy grande de egipcios, asentados allí desde tiempos muy remotos. Luego estaban las barriadas de las gentes de razas sureñas, muy negros de piel y sólidos de osamenta, cuyos antepasados habían llegado a Meroe como mercenarios o esclavos. Había también una gran colonia de griegos y romanos, que controlaban el comercio con Egipto, y una bastante más pequeña de judíos, muy relacionada con la de Elefantina. Y mucho más, porque Agrícola llegó incluso a conocer a un grupo de mercaderes de un lugar tan lejano como la India, morenos y exóticos, que se ocupaban del tráfico de mercancías entre Meroe y su país.

Y, entre toda aquella babel de gentes, se alzaban los templos y monumentos meroítas, sin orden ni concierto, surgiendo como islas de piedras ciclópeas en un mar caótico de casas de adobes y cañizos.

Aquella urbe, que vivía por y para el comercio, trepidaba de vida y actividad y, sin embargo, flotaba sobre ella un aura de decadencia —como no dejaría de comentarle en su momento Agrícola a su anfitrión Africano—; una atmósfera casi palpable que trasmitía la sensación de que Meroe, pese a que no hacía un siglo que se había convertido en la capital absoluta de Nubia, había conocido tiempos mejores. No era fácil atribuir eso a una causa determinada —no con los almacenes llenos de mercancías y los mercados de gente, y las caravanas entrando y saliendo desde los cuatro puntos cardinales—, y sí a ciertas señales aquí y allá, que iban desde el descuido en la conservación de ciertos monumentos a la existencia de no pocas casas vacías, ruinas de techumbres hundidas y muros de barro que se deshacían lentamente en polvo pardusco.

Quizá contribuía a trasmitir esa sensación de decadencia el hecho de que esa capital hervía de intrigas y conjuras, frutos del rencor entre raza y las pugnas comerciales. Era un dicho popular que era fácil cruzarse con la Muerte en las calles de Meroe, y los viajeros romanos pudieron comprobar que el asesinato y la magia negra eran moneda corriente allí. Esa metrópolis sureña se cocía al sol entre odios antiguos, secretos y conspiraciones a las que nadie, desde los nobles de la ciudadela al último de los aguadores, parecía ser capaz de sustraerse. Ni siquiera el trono estaba a salvo de ese mal intestino, ya que en la época de la llegada de la expedición romana lo ocupaban dos gobernantes: el rey Amanitmemide y la candace Amanikhatashan, consortes y rivales, cada uno apoyado por sendas facciones palaciegas, que luchaban en las sombras por colocar a los suyos en los puestos de poder.

La llegada de la embajada parecía haber revuelto aún más las aguas, y los romanos se sentían vigilados en todo momento. Aunque los meroítas les habían dado libertad para instalarse donde quisieran, Emiliano había aceptado la sugerencia de Tito de acampar lejos de la ciudad. El
praefectus castrorum
le había dado dos razones incontestables. Una era una cuestión de orden; pues si los soldados tenían demasiado fácil acercarse a la urbe, iba a relajarse la disciplina y a producirse altercados con los indígenas. Lo segundo, que la llegada de ese pequeño ejército, que había derrotado a uno mucho más grande de nómadas, no podía sino despertar temores entre los meroítas, y que era mejor no avivarlos situándose demasiado cerca.

Y en efecto, algo debían recelar los nubios porque, por boca de romanos y griegos instalados en Meroe, supieron que había más tropas que de ordinario en la ciudad, más puestos de vigilancia en el campo y que habían doblado la guardia a las puertas de la Ciudad Real. Como bien había apuntado en voz alta el geógrafo Basílides, ése era un motivo más de hostilidad por parte de la colonia grecorromana contra la embajada. Porque, si las legiones invadían el reino, podía producirse una matanza de ciudadanos romanos en la capital, a manos del populacho o por orden real, y no era de extrañar que los afectados estuvieran llenos de incertidumbre.

Tales ciudadanos romanos, empero, se cuidaron mucho de demostrar el más mínimo desagrado hacia los enviados imperiales y, de hecho, como comerciantes que eran, les recibieron con los brazos abiertos. Además Quinto Crisanto, por su parte, no perdió un instante en comenzar a comprar y vender, y en entablar toda clase de negociaciones con los mercaderes locales.

—Acabamos de llegar y ya se han asociado… —comentaba atónito Basílides—. ¿Nos habremos equivocado al pensar que eran ellos los que estaban detrás de Aristóbulo Antipax?

—No, qué va —se sonreía a su manera cínica y cansada Agrícola—. Pero ya sabes cómo somos los comerciantes: hay que aceptar lo inevitable, poner al mal tiempo buena cara y de lo perdido sacar lo que se pueda. Han hecho todo lo posible, si no para impedir, si para dificultar nuestra llegada a Meroe. Pero, puesto que ya estamos aquí, todos tratan de pactar con Crisanto, para quedar en la mejor situación posible, ésas son las reglas del juego.

—Muy racional lo pintas todo.

—Es parte del negocio: si las cosas se ponen feas, aceptas perder una parte para salvar el resto.

—¿Y la soberbia humana? Ellos consideran que el comercio entre Meroe y Egipto es un coto privado suyo, y me cuesta creer que vayan a rendirse con tanta facilidad.

—No. Si la situación vuelve a cambiar, tratarán de recuperar lo que creen que es suyo; eso por descontado. En cuanto a la soberbia, eso es para los reyes, Basílides, que sólo tienen que llamar a sus funcionarios para que consigan más hombres y dinero para nuevas guerras. Los mercaderes, como juegan con su propia fortuna, nunca la malgastan en vano. Si los comerciantes mandasen, habría muchas menos guerras.

—Puede ser, pero no creo que por eso el mundo fuera mucho mejor.

—Puedes jurar que no —de nuevo aquella sonrisa de hastío—. Pero sí al menos más pacífico.

* * *

Uno de los barrios menos inseguros para un transeúnte era, sin lugar a dudas, el que ocupaban los griegos y romanos, y a Agrícola le gustaba pasear por el mismo. Había allí una parte más antigua, la de las grandes casas de los griegos instalados en Meroe desde hacía siglos, y otra más nueva con las viviendas de los que habían llegado tras la conquista romana de Egipto. Unas y otras estaban construidas con ladrillos y adobes y, aunque se basaban en diseños indígenas, había siempre multitud de detalles en ellas que recordaban quiénes eran sus moradores, como no podía ser menos en dos razas como la romana y la griega, que con tanta tenacidad se aferraban a sus señas de identidad.

Esa bastardía arquitectónica había fascinado a Agrícola, que había ya visitado varias veces el barrio, sólo para estudiar las fachadas. Esa fue la razón también que le llevó a dar un paseo por ahí una tarde tranquila, en compañía de Valerio Félix y el
praepositus
Flaminio. El mercader fue mostrando al primero los detalles en las casas y el otro asentía, al tiempo que se manoseaba la barba de filósofo y trataba de recordar para después cuanto veía y oía. El legionario, por su parte, había escuchado al principio en un silencio entre respetuoso y reservado, para acabar por entusiasmarse con ese juego, de forma que él también señalaba de vez en cuando a las fachadas con su vara de centurión, y comentaba con Agrícola haber visto elementos parecidos en las casas de los griegos egipcios, en la frontera.

—Los hombres se agarran más a sus raíces cuanto más lejos están de su tierra natal —afirmaba sentencioso.

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