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Authors: León Arsenal

Tags: #Narrativa histórica

La boca del Nilo (27 page)

BOOK: La boca del Nilo
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El tribuno estaba a retaguardia, a caballo y en compañía de los oficiales superiores, entre los que se incluía el prefecto, y aún detrás estaba la
imago
, con la centuria de reserva de los pretorianos. Ese día, más de uno echó de menos la falta de artillería; ya que, pese a las peticiones de Tito Fabio, la
vexillatio
no contaba ni con una balista, en parte por lo remisos que se habían mostrado los
praefecti legionis
a desprenderse de una sola pieza, en parte porque tanto las autoridades de Egipto como Claudio Emiliano opinaron en su momento que las máquinas de guerra sobraban en una misión de paz.

Tito alzó la mano y el
vexillifer
, cubierto con una piel de leopardo, hizo ondear la enseña del destacamento, mientras volvían a tocar las trompetas. Arqueros y jinetes comenzaron a descargar armas arrojadizas sobre la horda que se agolpaba a sus pies, contenidos como por la línea de combate romana.

Los sirios ocupaban el otero que protegía el flanco izquierdo, formado por los libios, que eran las tropas más débiles en un combate así, debido a su armamento más ligero y menor disciplina. Pero las flechas se encargaron de compensar cualquier desventaja. Los arqueros disparaban al unísono sus arcos de doble curvatura, y Valerio calculó que sobre aquellos bárbaros debieron de caer más de dos mil flechas, en tanto que los hispanos del cerro de la derecha pudieron llegar a arrojar un millar largo de jabalinas.

Los bárbaros sufrían indefensos la lluvia de proyectiles, el griterío era atroz y había muchos cadáveres traspasados a los que la aglomeración humana mantenía en pie. La batalla se había decidido ya al primer choque y todo lo que sucedió después no fue otra cosa que una matanza. Los guerreros situados en primera fila estaban tan apretados que no podían casi ni moverse, y los romanos les acuchillaban tirando puntazos por entre y por encima de los escudos. Jamás Valerio Félix, hasta aquel día, pudo llegar a pensar que tantos hombres pudieran morir en tan corto espacio de tiempo.

Muertos y moribundos se amontonaban sobre la arena enrojecida, y las caligas de los romanos pisoteaban los cuerpos al avanzar. Los gritos de miedo, de rabia y de dolor lo llenaban todo, y muchos bárbaros murieron aplastados o asfixiados al quedar atrapados entre los que trataban de huir de los hierros romanos y los que, desde la retaguardia, empujaban hacia delante como toros.

También a Agrícola y Demetrio les tocó aquel día pelear. Un gran contingente de bárbaros, fuera por casualidad o porque alguien les incitó a ello —como muchos sospecharon—, se desgajó de la masa principal y flanqueó el alto de los arqueros para atacar la retaguardia romana; es decir, su campamento. Cargaron con el mismo ímpetu que sus aliados y se produjo un combate encarnizado a pie de empalizada. Fue corto, pero muy sangriento y, cuando por último los bárbaros cedieron, fue dejando gran número de cadáveres en las zanjas. Se quedaron a cierta distancia, blandiendo armas y gritando, mientras los guardias libios de la caravana les provocaban con tiros de honda y silbidos. Pero al final no se animaron a intentar un segundo ataque y se retiraron.

En cuanto a la masa principal de los bárbaros, tras una carnicería espantosa, comenzó a flaquear ante el empuje de la línea romana, la lluvia de proyectiles y los esfuerzos de sus propios hombres de vanguardia, que trataban de escapar a las espadas romanas. Según le diría más tarde un libio que chapurreaba latín a Valerio Félix, en ese momento el olor de los nubios cambió y se llenó de miedo.

A ese ejército heterogéneo le ocurrió lo mismo que a un terrón que alguien mete en el agua y, visto desde lo alto de los cerros, fue como si una lluvia de partículas oscuras empezase a surgir del grueso para dispersarse por el desierto. Primero unas pocas, luego cada vez más y por fin la masa compacta de guerreros se desintegró en una gran desbandada. La infantería romana se detuvo entre el resonar de las trompas, en mitad de una explanada que ahora era de arenas enrojecidas y cadáveres amontonados. El tribuno se acercaba ya a caballo para saludar a sus tropas, y los hombres comenzaron a vitorearle, en tanto que los hispanos habían bajado de su altura y cargaban con jabalinas y
spathae
sobre los fugitivos, aumentando aún más la mortandad.

* * *

Más tarde, Valerio Félix quiso recorrer él mismo el campo de batalla. Caía ya la tarde y las tropas romanas se habían retirado tras las empalizadas. Hacía mucho calor, la luz era algo más suave, gran cantidad de polvo colgaba aún en cortinas sobre el lugar, y los buitres iban posándose voraces sobre los cadáveres. Valerio fue deambulando por esa extensión de cuerpos yertos y armas abandonadas, observándolo todo y acariciándose la gran barba castaña, mientras su guardaespaldas, Serapión, vigilaba receloso, no fuera que algún muerto reviviese para apuñalar a su patrón.

Sin embargo, nada se movía en aquel campo. Y eso fue quizá lo que más impresión causó a Valerio: la quietud y el silencio que imperaban en aquel llano sembrado de puede que miles de cadáveres. Aquí y allá se oía algún lamento, los buitres hozaban en las carnes de los caídos, y un puñado de libios deambulaba de un lado a otro, alanceando a los moribundos. Y otra cosa que siempre había de recordar el romano fue el hedor terrible que imperaba allí; tan espantoso que, a cada momento, se cubría la nariz con el antebrazo, como si así pudiera mitigarlo un poco.

—Es el olor de la muerte —le comentó Flaminio en cierto momento, al advertir el gesto.

Valerio se volvió hacia él. El
praepositus
vagaba entre los muertos espada en mano, con su anticuado casco de cresta roja y dos plumas laterales blancas, ya que había sido a su
numerus
al que habían asignado la tarea de rematar a los enemigos heridos.

—¿El olor de la muerte?

—Seguro que en Roma no han olido nunca algo igual, ni siquiera en el Coliseo.

—Es espantoso.

—Lo será más.

—La corrupción de tantos cuerpos, claro —Valerio volvió a cubrirse con el antebrazo, al tiempo que lamentaba no haber cogido una redoma de perfume—. Y con este calor…

Pero Flaminio negó con la cabeza, haciendo estremecerse la gran cimera roja de su casco.

—Ya olerá a podrido, sí. Pero aún no le ha dado tiempo.

—Entonces por qué huele así.

—Este olor está hecho de sudor, sangre, mierda… pero lo que de verdad apestan son las tripas.

—¿Cómo que las tripas?

—Las tripas, sí. No hay olor más asqueroso que el de los intestinos abiertos. Muchos de estos bárbaros han muerto de heridas en el vientre y encima ahora los buitres están ya llegando —señaló a un carroñero, que atrancaba largos pingajos de carne—, y lo primero que atacan son también las entrañas, que son las partes más blandas. Dentro de nada, la pestilencia será cien veces peor.

Valerio, tosiendo, se cubrió de nuevo las narices. Se detuvo un instante ante un guerrero de piel blanca y pelo rojo; tenía los ojos cerrados, pero el romano imaginó que serían azules.

—¿Han capturado vuestros hombres a alguno de esta raza con vida?

—No lo sé.

Uno de los libios —alto y de piel oscurecida por el sol, con las espaldas cubiertas con pieles y un par de ojos negros que relucían tras la ranura del embozo con el que se envolvía la cabeza— dio una voz y se acercó con un escudo entre las manos. Flaminio lo cogió y lo estuvo examinando largo rato: era ovalado y viejo, claramente romano.

—¿Qué es,
praepositus
? —preguntó por fin Valerio, comido de curiosidad.

—Un escudo de legionario, muy antiguo —lo alzó para que lo viera, con una sonrisa casi melancólica, antes de darle la vuelta y mostrarle las inscripciones que había en la parte interior—. Aquí está escrito el nombre de la unidad y el rango del soldado, y aquí viene el nombre de su centurión.

—¿Estaba en poder de los nubios?

—Parece ser que sí.

—¿Y de dónde pueden haberlo sacado ellos?

—Es un escudo viejo, de los ovalados, éstos ya sólo se usan en las paradas. Debieron capturarlo como botín en los tiempos del gobernador Petronio, cuando atacaron Syene y Elefantina, y lo habrán tenido en su poder desde entonces.

Acarició el borde curvo del escudo, antes de pasear los ojos por el campo de muertos. Ya habían llegado los chacales, y las hienas, y les habían hincado el diente a los muertos. Frunció el ceño, porque ya estaban también allí algunos saqueadores, puede que incluso fueran algunos de los derrotados, que volvían a expoliar a sus propios aliados. A veces, algún libio volteaba su honda y les lanzaba una pedrada, ululando.

Flaminio se quedó observando unos instantes. Luego echó mano al cuerno y sopló por dos veces, para llamar la atención de sus hombres. Les reclamó con la mano, indicándoles que se retirasen al campamento.

—Nos vamos, Valerio Félix. Esto se va a llenar de alimañas y de ladrones. Te aconsejo que te vengas con nosotros; porque si peligrosos son los leones, más lo son los saqueadores —se echó aquel viejo escudo al hombro—. Me llevo esta reliquia, y que Tito decida qué es lo que se debe hacer con ella.

M
EROE

La población de Meroe propiamente dicha dista de la entrada de la isla setenta mil pasos y, para los que suben por el canal derecho del Nilo, al lado está otra isla, la de Tadu, que forma un puerto. Los edificios de la población son escasos; reina una mujer, Candace, nombre que ya desde hace muchos años se trasmite de una reina a otra; también allí hay un santuario consagrado a Amón, y templetes por toda la zona; por lo demás, cuando los etíopes tenían la hegemonía, esta isla gozó de gran fama. Cuentan que habitualmente proporcionaba doscientos cincuenta mil hombres armados y tres mil especialistas, y se dice que hoy en día existen cuarenta y cinco reyes etíopes diferentes.

Plinio el Viejo,
Historia Natural
, VI, 185-186

C
APÍTULO
I

La batalla librada por la columna romana contra las bandas nómadas puso una sombra en el ánimo de Senseneb; una nube de arena, muy oscura, que ya no iba a apartarse nunca de ella. Se había criado en mitad de guerras tribales, odios familiares y venganzas de sangre, y en más de una ocasión había tenido que empuñar ella misma el arco contra los enemigos de su gente. Y luego, años más tarde, siendo ya sacerdotisa de Isis, había presenciado las matanzas colectivas que acompañaban a la inhumación de reyes y magnates en Meroe.

Pero en aquella jornada de polvo y hierro hubo algo bien distinto; algo difícil de precisar, pero sobre lo que hablaría unos días después, llena de desazón, y largo y tendido, primero con los sacerdotes de Amón y luego con los dignatarios de la corte meroíta. Porque jamás Senseneb pudo llegar a soñar que unos simples hombres, ni más altos ni más fuertes, mejor armados, eso sí, pero muy inferiores en número a sus enemigos, pudieran convertir, con tanta facilidad y rapidez, a una muchedumbre de guerreros en un pasto de buitres.

Ante la inminencia de un gran combate, su séquito se había despegado ostentosamente de la columna romana, para ir a situarse en un otero cercano. Los arqueros habían alzado el gran estandarte blanco con buitre dorado, y Satmai, el jefe de la guardia, había mandado a dos hombres al encuentro de los nómadas, para informarles de que allí estaba alguien que era sacerdotisa de Isis y enviada de los reyes meroítas, y exigirles respeto a su persona y acompañantes.

Desde aquel cerro, con el río centelleando a sus espaldas, la sacerdotisa velada había presenciado cómo la marea de guerreros avanzaba incontenible contra la línea romana, y cómo los escaramuceros libios les hostigaban con sus hondas. Aquellos que habían vuelto los ojos por un momento hacia el otero, entre el maremágmun de cuerpos y armas, el griterío, el calor, la polvareda, habían podido distinguir allá a lo lejos a los arqueros y sirvientes, apostados en lo alto. Y a la sacerdotisa, como una estatua cubierta de velos blancos bajo el ondear perezoso del gran estandarte del buitre, bordado en oro sobre blanco inmaculado.

Así pudieron verla también en la distancia Emiliano y Tito, mientras observaban desde sus sillas de montar cómo el ejército enemigo se acercaba envuelto en una polvareda, llena de agitación y destellos de armas. Hubo alguna vez en la que uno de los dos sorprendió al otro mirando hacia allí, y entonces ambos apartaban a la vez los ojos, como sorprendidos en algo vergonzoso. Luego, nunca ninguno comentó nada. Ella, el rostro oculto por los velos, divisó a su vez al grupo de romanos a caballo, que se situaba detrás de la línea de combate, y creyó reconocer al tribuno y al prefecto por sus cascos. Pero luego, la gran masa de guerreros irrumpió impetuosa entre los dos cerros, como una riada, y les perdió de vista entre el polvo. La muchedumbre de nómadas inundó el llano y ella, sintiendo una pena tranquila que le agarraba el alma, encomendó la suerte de sus dos amantes a los dioses.

Muy poco tiempo después, empero, de la gran ola de nómadas y trogloditas no quedaba otra cosa que miles de muertos y moribundos tendidos en las arenas, y una resaca de fugitivos que huían a la desbandada hacia el sur, perseguidos por la caballería romana.

Días después, ya en Nápata, Senseneb habría de confiar sus inquietudes al sacerdote Merythot. La expedición romana, tras aplastar literalmente a sus enemigos, había seguido el curso del río, llevando consigo a unos cientos de prisioneros, para torcer de nuevo hacia el norte y llegar a la antigua capital nubia. Allí les esperaba ya el oficial pretoriano enviado a recorrer el camino de caravanas que unía Kawa y Nápata, que había llegado con sus hombres sin el menor contratiempo.

Sacerdote y sacerdotisa se encontraron por casualidad en el exterior del gran templo situado en la montaña sagrada. Senseneb, movida por un impulso repentino, hizo alejarse a los arqueros de su escolta para hablar en privado con Merythot. Le costó expresarse y acabó sacando lo que tenía dentro con muchas vueltas y vacilaciones, porque al fin y al cabo no tenía otra cosa que contar que temores oscuros y sin forma.

Merythot la escuchó sin impacientarse, con esa expresión entre amable y distante que tan suya era, por último, fue a sentarse en el pedestal de uno de los grandes carneros que flanqueaban la avenida principal del templo.

—Ay, hija —sonrió con tristeza, las dos manos apoyadas en la vara del cayado—. Lo que tú has visto es eso que vieron los antiguos escribas: a un ejército cuyo número era tan grande como el de las arenas del desierto, y que fue fulminado como por el rayo por un puñado de hombres. Y esa visión te ha llenado de espanto.

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