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Authors: León Arsenal

Tags: #Narrativa histórica

La boca del Nilo (25 page)

BOOK: La boca del Nilo
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Habló y habló durante muy largo rato; tanto que después se sentiría de veras asombrado, viendo cuanto había contado y el tiempo transcurrido. Cuando se marchó de la tienda del
praefectus castrorum
—dejando a éste sentado a la mesa, ante la copa de vino puro, meditabundo y nostálgico de una Roma Imperial que nunca había conocido—, y sintió en la cara el soplo del aire nocturno, que le despejó un tanto, le echó la culpa de esas efusiones al hecho de que a él mismo se le había subido a la cabeza tanto vino.

Puede que no quisiera reconocer ante sí mismo que todo aquello se había debido, y en no poca medida, a la añoranza que le atenazaba en aquellos parajes lejanos y desérticos, y que le hacían recordar de continuo, con matices cada vez más dorados, a esa ciudad antigua y sin par, a la que sus habitantes tenían por eterna.

C
APÍTULO
V

Senseneb sentía en Tito Fabio un poder bullente que a veces casi la aturdía. Una fuerza visceral y primitiva que ella —tanto como sacerdotisa de la Isis Negra como iniciada en los cultos más bárbaros de su tribu natal— podía sentir maravillada a flor de piel, cuando estaban juntos. Una fuerza que una veces se canalizaba y le hacía infatigable a la hora de atender sus obligaciones; pero que otras desbordaba sin control y le arrastraba a toda clase de excesos, fuera en la bebida, el sexo o el trabajo.

A esa fuerza casi telúrica que llenaba las venas del prefecto era a lo que ella achacaba la decisión de ordenar la matanza de toda una tribu de pastores nómadas. A eso y a una determinación férrea de la que tuvo un atisbo cierta noche en la que yacían juntos, en la tienda de ella, a la luz de una sola lámpara. No habían hablado de la masacre —nunca llegarían a hacerlo— y la nubia luego no pudo recordar cómo había salido la conversación, adormilada como estaba en aquellos momentos, después de haber hecho sexo como una pantera. Pero sí que el tribuno había manifestado entre dientes, también como adormecido, su intención de no dejarse detener por nada ni nadie.

—Nada, nada va a pararme —había dicho, tumbado boca arriba en el lecho, antes de inspirar con fuerza—. Esta
vexillatio
va a llegar a las dichosas fuentes del Nilo, aunque tenga yo mismo que situarme a la retaguardia de la columna, y azuzar con la vara a los soldados.

Senseneb, desnuda y aún mojada en sudor, oliendo a perfumes y a mujer, se había vuelto en la cama, entre crujidos de las telas, para apretarse contra él curiosa.

—Había oído decir que a ti no te importaba gran cosa donde pueda nacer o dejar de hacerlo el gran padre río.

—¿Qué has oído? —él giró a su vez el rostro, en la casi oscuridad—. ¿A quién has oído eso.

—Se dice… —ella, sonriente, apretó contra el cuerpo de su amante los pechos grandes—. Los legionarios hablan y mis hombres escuchan. Es así de sencillo.

—¿Y qué más dicen?

La nubia dudó pero, tras un instante, decidió que ningún mal había en ser sincera.

—Se supone que tú no estabas muy entusiasmado con este viaje y que, de hecho, lo desaprobabas.

—No creo que nadie pueda decir que yo he dicho una cosa así.

—Como quieras —le miró, con los ojos reluciendo en la semioscuridad como los de las fieras—. ¿Pero es mentira?

—No y sí. Es cierto que, por muchas razones, considero inconveniente esta expedición. Pero yo obedezco órdenes y voy a donde me mandan sin rechistar.

—Sin embargo, ahora dices que estás dispuesto a hacer lo que sea con tal de que tus soldados cumplan el encargo que os ha hecho vuestro emperador.

—Te lo acabo de explicar: nadie puede decir que yo he dejado de cumplir una orden, me guste ésta o no.

—¿No sería mejor, si esto es un desatino, que las dificultades os hicieran volveros a Egipto, antes de que todo esto acabe en desastre?

Tito Fabio, aún tumbado boca arriba, con los ojos puestos en la oscuridad del techo de la tienda, suspiró ruidosamente.

—No es tan fácil. Puede que desde cierto punto de vista sea así. Pero yo, una vez metido en esta misión, no tengo más remedio que hacer que lleguemos hasta esas dos piedras tan famosas, de entre las cuales dicen los egipcios que nace el Nilo. Llegar hasta allí al precio que sea: aunque perdamos a la mitad de las tropas, aunque nos lleve años, aunque me cueste la vida.

Senseneb se abrazó a él y, de alguna manera, a través de la piel, sintió de nuevo el poder rojo e hirviente que colmaba a veces al romano. Le besó con levedad en la oreja.

—¿Tan terrible es la cólera del césar?

—La cólera del césar no es ninguna bagatela, desde luego. Pero yo, personalmente, me juego algo más que la vida en esta empresa.

—¿Qué puede haber en este mundo más importante que la vida?

—Más que jugarme la vida, me juego
mi vida..

—No te entiendo.

Confusa, trató de descifrar su rostro a la luz de la única lámpara, pero estaba demasiado oscuro, él, de sopetón, la estrechó con un brazo. Y ella sintió como esa fuerza rugiente cambiaba de golpe de cualidad, sin perder por ello ni un ápice de poder.

—Soy legionario de carrera, Senseneb —habló con la voz del que repasa algo—. Lo soy como lo fueron mi padre y mi abuelo. En cuanto tuve edad suficiente, me enrolé y he ido subiendo durante todos estos años, ganándome cada ascenso, cada falera. Llegué a centurión antes que la mayoría. He sido centurión
primus pilus
y…

—No te entiendo, amor —le interrumpió ella con esa mezcla de griego y latín que tan sugerente sonaba de sus labios—. Ya sabes que no sé mucho de todo eso.

él suspiró de nuevo.

—¿Sabes lo que es un centurión?

—Hasta ahí llego —sonrió en la oscuridad.

—El sueño de todo legionario es ascender a centurión y, de la misma manera, el sueño de todo centurión es llegar a
primus pilus
, que es el de mayor rango en toda la legión. No todo el mundo vale para ese cargo, ya que se ocupa, además de mandar la primera centuria de la primera cohorte, de tareas administrativas y organización.

Hizo una pausa, puede que para cobrar aliento o para pensar. Senseneb no dijo nada y se limitó a guardar uno de esos silencios que son una invitación a proseguir.

—Pero llegar a centurión
primus pilus
tiene un problema.

—¿Cuál?

—Según las ordenanzas, el puesto de
primus pilus
sólo puede ser ocupado por un legionario durante un año. Al cabo del mismo, quien ocupa el cargo puede ser promovido a un puesto superior o se le da la
honesta missio
, el licenciamiento con honores. Y las legiones son mi vida entera, Senseneb.

—Pero tú eres un principal de gran valía. Eso lo dicen todos, hasta el propio Emiliano.

Tito Fabio sonrió de pasada ante esa mención al tribuno.

—Lo soy —admitió con orgullo—. Y no sólo porque lo diga mi historial, sino porque me lo gano día a día, en todo momento. Pero eso no siempre es suficiente, Senseneb.

—Es cierto.

—Cuando rematé mi año como
primus pilus
, me promovieron a cargos de
extraordinarius…
—se obligó a contenerse, recordando cómo la nubia se perdía con la terminología militar latina—.
Extraordinarius
es el nombre que se da en las legiones a todos los puestos
ad hoc
, que cubren necesidades concretas. Los
praepositi
de los
numeri
, por ejemplo, son
extraordinarii
. Mis ayudantes, Seleuco y Quirino, son también
extraordinarii
. Y eso es lo que he sido yo, un oficial
extraordinarius
durante los tres últimos años.

—¿Y qué tiene eso de malo?

—Que son cargos muy inestables: tal como se crean, se suprimen, y tal como te nombran para ellos, te destituyen. Hasta ahora me he mantenido ahí, gracias a que valgo y que tengo amigos. Pero basta con que Roma nombre un nuevo prefecto de la provincia para que me quede sin puesto y, por tanto, abocado al retiro.

—Ah, ya.

—Esta misión es mi gran oportunidad. Si hago bien mi trabajo, y puedes jurar que lo haré, tengo asegurado el puesto de
praefectus castrorum
en una de las legiones de Egipto, apenas se produzca una vacante. Y ése es un puesto de escalafón, no uno
extraordinarius.

—¿Es difícil?

—Sólo hay dos legiones en Egipto, Senseneb.

—¿Y es a lo máximo que puedes aspirar?

—En Egipto no, porque ahí el mando de una legión corresponde a un
praefectus

legionis
, y yo puedo aspirar a ese cargo. Pero eso sí que ya es muy difícil.

—¿Quién sabe?

—Sí. ¿Quién sabe? Pero de momento tengo que ganarme el puesto de
praefectus castrorum
, y haré lo que sea para conseguirlo. Lo que sea. Es por ese motivo, y no por descubrir nada, por lo que voy a empeñar todas mis fuerzas en que esta
vexillatio
cumpla la misión que le ha dado el césar. No quiero acabar como mi padre, ni como mis vecinos, asentado en una colonia militar en cualquier provincia remota, sembrando y reuniéndome en la taberna con otros veteranos, a contar historias sobre viejas campañas.

Hizo una pausa muy larga en la oscuridad, como dando vueltas a sus propios pensamientos.

—Aquí está toda mi vida, Senseneb; toda.

—¿No tienes esposa?

—Ni esposa, ni hijos. Fuera de las legiones no tengo nada.

Ella se removió un poco y a oscuras buscó con sus labios el lugar en que suponía estaba el S.P.Q.R. tatuado en su brazo.

—Lo conseguirás —le dijo con un tono de voz que casi recordaba a un encantamiento, al tiempo que le besuqueaba el tatuaje—. Ya verás como sí.

C
APÍTULO
VI

Cerca ya de la gran recurva del Nilo —aquella en la que el río, visto con los ojos de quienes viajan aguas arriba, gira de repente hacia el norte para trazar un gran arco, antes de volverse de nuevo y dirigirse ya directamente hacia el lejano sur—, exploradores montados volvieron a galope tendido la columna, en busca del
praefectus castrorum.

Los soldados más cercanos pudieron ver cómo éste salía a su encuentro, también a caballo, y cómo mantenía con ellos una conversación apresurada. Los exploradores no hacían otra cosa que señalar hacia el sur y el prefecto les preguntaba, haciendo de vez en cuando un gesto enérgico. Por último asintió y, acompañado de sus ayudantes, se fue hacia donde estaba el tribuno mayor, que cabalgaba más hacia la cabecera de la columna, rodeado por sus oficiales. Y así fue como los soldados, que marchaban bajo el sol cargados como mulos, supieron que algo grave estaba ocurriendo. Sin embargo, aunque se cambiaron muchas miradas, nadie dijo ni palabra.

Tribuno y prefecto tuvieron otra conversación igual de rápida. Ahora era el segundo el que señalaba, unas veces al sur y otra al noroeste, como para dar énfasis a sus palabras, y el primero le escuchaba casi sin despegar los labios. Luego pareció asentir, y el prefecto despachó un jinete a la caravana, que les seguía a una media milla de distancia, y otro con instrucciones para los oficiales de marcha.

Trompas de bronce y cuernos tocaron parada, y la columna se detuvo. Después, entre nuevos bramidos de las trompas y los gritos de los
principales
, que vociferaban órdenes desde lo alto de sus caballos, la
vexillatio
entera dio media vuelta y, cada manípulo por su cuenta, se dirigió a un punto situado a unas dos
millia
detrás y algo más adentrado en el desierto.

Los jinetes y los libios pasaron a cubrir lo que ahora era la retaguardia de la columna, mientras el resto de las tropas se dirigía, arenas a través, hacia su destino. Los más nerviosos echaban ojeadas por encima del hombro, como si esperasen ver algo a sus espaldas, pero la mayoría marchaba impertérrita, sudando, con los labios apretados y los ojos clavados al frente, agobiados por el calor, la luz y el tremendo peso del equipo que cargaban a las espaldas.

Los rumores corrían por entre los soldados como ráfagas de viento, y morían con la misma rapidez, en cuanto los centuriones se revolvían ceñudos en las sillas de montar, al oír cómo alguien murmuraba. Pero así se corrió entre ellos la voz de que los exploradores habían avistado a una gran multitud de bárbaros, a unas pocas
millia
hacia el sur, en son de guerra y dispuestos al parecer a cerrar el paso a la columna romana.

De todas las medidas tomadas aquellos momentos, así como de la estrategia seguida en el combate que tuvo lugar después, nadie supo con certeza cuáles atribuir al prefecto y cuáles al tribuno. Muchos no dudaban que la mano de Tito estaba detrás de todo, pero él nunca comentó una palabra sobre el asunto, y las órdenes las dio en todo momento Claudio Emiliano.

La posición elegida para plantar batalla fue la más favorable de las posibles: una llanada entre dos cerros de poca altura, tal y cómo anotó en sus escritos Valerio Félix. La
vexillatio
se dirigió hacia allí dividida en unidades, cada una al paso que podía llevar, y antes de que llegase la primera ya estaba en ese punto el tribuno Gagilio Januario, plantando los banderines que marcaban el perímetro del campamento. Los oficiales mandaron a los gregarios a cavar los fosos, mientras los tres
numeri
de libios se apostaban para prevenir cualquier ataque por sorpresa y varios jinetes se destacaban a otear en busca del grueso del enemigo.

La caravana llegó poco después entre una gran polvareda, rebuznos de asnos y los gritos de los arrieros. Aun en mitad de aquel frenesí, el tribuno Emiliano tuvo que sacar tiempo para atender unos momentos a Quinto Crisanto, que pedía todo tipo de explicaciones sobre qué estaba pasando y qué pensaban hacer. Al final se le quitó de encima como pudo y se fue a buscar noticias más recientes, porque los jinetes no dejaban de ir y venir.

Según le informó el mismo prefecto, se confirmaba que había todo un ejército de bárbaros camino adelante y, según acababan de informarle dos jinetes, se habían puesto ya en marcha, en total desorden, avisados sin duda por sus propios espías de que los romanos los habían descubierto y se aprestaban a la batalla. Los efectivos de aquella horda podían estar entre los cuatro y los quince mil guerreros, según las distintas estimaciones de los exploradores.

Los hombres se afanaban como hormigas con los zapapicos y el foso del campamento quedó abierto en un tiempo sorprendentemente corto, habida cuenta de lo duro y seco de aquel terreno, así como de que la arena obstaculizaba mucho el trabajo. Tito y Emiliano fueron paseando a lo largo de las obras, el primero con su vieja vara de centurión en la mano, alto y renegrido, y el segundo con su túnica roja de pretoriano, y sus cabellos rubios rizados. Cada dos por tres, se paraban a comentar algo en voz baja, de forma que los que les acompañaban apenas podían oír algo.

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