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Authors: León Arsenal

Tags: #Narrativa histórica

La boca del Nilo (14 page)

BOOK: La boca del Nilo
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Muchos cotilleos de campamento, pero nada que en apariencia pudiera servirles de algo.

Al final Demetrio repartió entre ellos un poco más de comida, y Agrícola les espantó agitando las manos, con gesto de hastío. Luego, cuando se fuese el geógrafo, echarían cuentas de lo gastado y Agrícola haría números, buscando la forma de sisar algún dinero al prefecto sin que éste lo notase. Pero ahora cuanto hizo fue quedarse sentado a las puertas de la tienda, con los brazos sobre los muslos y los dedos entrelazados.

—Toda información es útil —le dijo Basílides, viéndole desanimado.

—No sé qué decirte —suspiró, con los ojos puestos en el desierto. Luego, sin apartarlos de las dunas distantes, añadió—: ¿Puedo hacerte una pregunta, Basílides?

—Adelante.

—¿Por qué has aceptado meterte en esto?

—Porque a mí también me lo pidió el prefecto.

—Ya. ¿Pero por qué dijiste que sí?

—Me gustó el reto.

—¿Qué reto? ¿El de desenmascarar a los traidores?

—No exactamente. Es un desafío intelectual.

Se quedó callado, como dudando, y Agrícola, apartando los ojos del atardecer en el desierto, le animó con la mirada a seguir. Demetrio, por su parte, estaba sentado junto a ellos, escuchando en silencio.

—Opino que el universo es mecánico y que detrás de todos los sucesos hay una lógica, leyes que los rigen. Un hombre, con la sola ayuda de su intelecto, puede desentrañar todos los misterios, si es capaz de buscar, encontrar y encajar las piezas. Es posible acceder a lo invisible mediante los efectos que causa sobre lo visible.

Y eso es algo que vale tanto para las fuerzas de la Naturaleza como para las acciones del Hombre.

—Ah —el romano agitó la cabeza, sin muchas ganas de enredarse en una de esas retorcidas discusiones de las que tan amigos eran los alejandrinos—. ¿Entonces todo esto es para ti una cuestión filosófica?

—No —sonrió con aspereza Basílides, al tiempo que le mostraba sus manazas—. Esto es para mí algo mucho más interesante. Una investigación de verdad, y no andar revolviendo entre papiros y discutiendo conclusiones, hasta el hastío, con mis colegas de la Biblioteca. Por eso he aceptado la proposición del prefecto, y pienso descubrir la verdad mediante la lógica, como ya te he dicho.

Agrícola sonrió, antes de menear la cabeza.

—Pues no podría jurar que no estemos perdiendo el tiempo.

—¿Acaso crees que estamos cazando espejismos?

—No. Es cierto que, como tú has deducido, hay gente poderosa a la que puede perjudicar esta empresa, y es más que posible que traten de ponerle trabas. Pero no sé si hacemos bien en buscar asesinos y saboteadores disfrazados de vivanderos o caravaneros, o saben los dioses qué.

—¿Por qué?

—Porque, una vez dejemos atrás las últimas avanzadas romanas, no tendrá ningún sentido el tratar de asesinar al tribuno. Si él muere, el
praefectus castrorum
tomará el mando.

—¿Y si él muere?

—Entonces la expedición quedará a cargo del más antiguo de los dos tribunos menores. Está todo previsto en las ordenanzas. Así que ya no hay razón para planear asesinatos de oficiales.

—¿Ves? —Basílides agitó la cabeza con cierta satisfacción—. A eso me refiero: eso es usar la lógica.

—En mi pueblo, en cambio, lo llamaban ir podando las ramas.

—Es lógica; o al menos una clase de lógica: la que descarta las hipótesis imposibles o absurdas, para centrarse en las posibles. Yo, en cambio, prefiero sumar hechos hasta que la verdad se hace inapelable.

—Uff —el romano hizo un gesto cómico—. Demasiado complicado para mí. Basílides se echó a reír ante lo exagerado de la mueca, sin tomárselo a mal.

—Sigamos —dijo luego—. ¿Qué es lo que debemos temer entonces?

—Si yo quisiera obstaculizar esta expedición, habría infiltrado espías o saboteadores, y
no
asesinos corajudos. El peor de los adivinos puede ser un espía impagable, capaz de reunir información sobre las tropas, para que los que le pagan puedan azuzar a los nómadas contra nosotros, o de sobornar a los libios para que maten a sus oficiales y deserten. Estoy poniendo ejemplos.

—Ya —el alejandrino movió la cabeza con pesadez—. ¿Cómo detectarles? Agrícola se encogió de hombros.

—Es muy difícil. Un espía procura pasar desapercibido; si es listo, es muy difícil sospechar de él.

Hay un lapso de tiempo en el que los tres guardan silencio, sentados ante la tienda, mientras el sol declina, ya muy bajo en el horizonte occidental.

—La verdad, prefiero a los asesinos —gruñó el romano.

—Hay un fallo en ese razonamiento —apuntó casi a la vez Basílides.

—¿Cuál?

—Ese supuesto informador tiene que formar parte, por fuerza, de esta expedición y, por tanto, está tan en peligro de muerte como nosotros, en caso de que nos ataquen los nómadas.

—Se tiende a desdeñar a los espías, pero yo los tengo por los hombres de más valor —dijo de repente Demetrio, que se había puesto a bruñir la hoja de su espada con esmero, los labios cerrados y los oídos abiertos, según era su costumbre.

—Un ataque no tiene por qué aniquilar a esta expedición; no necesariamente —Agrícola volvió a perder su mirada en la puesta de sol sobre las arenas—. De hecho, eso sería un gran error; puesto que podría provocar represalias por parte de Roma y quién sabe si la anexión que tratan de evitar. Si yo quisiera hacer fracasar esta empresa, trataría de causar las pérdidas suficientes como para obligar al tribuno a darse por vencido y volverse a Egipto.

Se quedó callado un instante.

—Además, los hay que corren menos riesgo que otros en caso de un ataque de nómadas.

—¿Quiénes?

Fue Demetrio el que le respondió sin palabras, al señalar con su espada hacia la gran tienda de la sacerdotisa nubia.

—¿Senseneb?

—Tú lo has dicho —el romano suspiró—. ¿Qué piensan los reyes meroítas de todo esto? ¿No tienen ellos razones también para temer que todo esto sea un tanteo previo a una anexión?

—Cierto. O a un protectorado. Nubia ya lo fue hace un siglo, como os he contado, y todo acabó en guerra. Es más: a raíz de aquello, los reyes nubios trasladaron la capital de Napata a Meroe, para estar más lejos del alcance de las legiones.

—No se han negado a aceptar esta embajada, pero bien puede deberse a que temen desatar las iras de Nerón, que no es un hombre muy templado. Además, ¿qué sabemos de la situación política en Meroe? Bien puede haber una docena de facciones políticas, de intereses e intenciones contrapuestas…

—Hay que reflexionar sobre todos esos factores —Basílides volvió a mostrar las palmas de las manos—. Guando tengamos todas las piezas en las manos, encajarán en su sitio y tendremos la verdad.

—Aggg —Agrícola se llevó de repente las manos a la cabeza, en gesto de nuevo cómico—. Traidores, conjuras, sospechas… ¡Basta! —echó una mirada a occidente—. Está a punto de ponerse el sol. Aún tenemos tiempo de echar un trago.

Demetrio devolvió la espada a la vaina, y se incorporó.

—Hecho.

—Pues yo tampoco digo que no —el geógrafo se puso despacio en pie, sonriendo con rudeza—. Esto es vida, amigos, y no estar enterrado en vida en la Biblioteca, sin ver el sol y ordenando documentos a todas horas.

C
APÍTULO
III

Senseneb se había empeñado en cuidar en persona las heridas del tribuno mayor, llevada quizá del capricho o puede que como gesto de deferencia bárbara hacia alguien que era el embajador del césar. O al menos eso defendía en público Cayo Marcelo, el lugarteniente de Emiliano, tan prudente como siempre. Los médicos romanos no habían puesto el menor impedimento, ya que la medicina egipcia —que aunaba religión, magia y tratamientos empíricos— gozaba de gran fama en todo el imperio y hasta los griegos que en eso, como en todo, se consideraban los mejores, la tenían en gran consideración.

Todas las tardes, una vez montadas las tiendas, la nubia se acercaba a la gran carpa del tribuno, cubierta con la toca lunar y los velos blancos, acompañada por sus dos esclavas y dos arqueros de túnicas blancas y plumas azules en el pelo negro y crespo. Le cambiaba las vendas, renovaba los emplastos y le pasaba las manos por el pecho y el vientre, tarareando muy por lo bajo una cantinela en un idioma que, desde luego, no era el egipcio.

Emiliano, cuyas heridas iban cicatrizando y que daba ya paseos al atardecer, ordenaba luego que le acercase un asiento, y ella aceptaba con gusto la invitación a charlar.

Se sentaba junto al lecho, con los velos alzados, y conversaban un rato en griego, idioma que el tribuno dominaba y que para ella era más fácil que el latín. Hablaban de asuntos formales, del viaje sobre todo; pero según iban pasando los días, la conversación fue haciéndose más suelta y distendida, y se llenaba en ciertos momentos de giros y dobles sentidos. Sonreían, reían, y ella acababa despidiéndose siempre como a disgusto, antes de cubrirse de nuevo el rostro y marcharse con su pequeño séquito.

Eso ocurría en la tienda del tribuno, estando más gente presente. Los esclavos lo comentaban, los soldados murmuraban y al final era la comidilla del campamento. Estaba en boca de todos y de eso precisamente fue de lo que acabaron discutiendo una tarde Seleuco, Quirino y Flaminio, uno de los
praepositi
de los
numeri
libios.

Los tres iban deambulando a pleno sol de la tarde, con las espadas ceñidas, supervisando a los legionarios que abrían el foso a golpes de zapapico, para acumular la tierra en terraplenes sobre los que después clavarían las estacas de la empalizada. Los dos primeros vestían las túnicas blancas, mientras la del tercero era de color verde. Seleuco se reía a carcajadas, el calvo Quirino sonreía de medio lado y Flaminio discutía unas veces sarcástico y otras ceñudo, apoyando sus palabras con gestos de vara, porque era de esos que, como Tito, nunca soltaba el bastón de oficial.

—Esa Senseneb es una loba —se burlaba Seleuco—. Una loba. Y no hay que darle más vueltas al asunto. Se acuesta con Tito y acabará haciéndolo también con el tribuno.

—Tiene que haber algo más —gruñó Flaminio, que era alto, de tez morena y espeso pelo negro, con un carácter tan frío unas veces como ardiente otras.

—¿Algo más? ¿El qué? Te digo que esa nubia tiene más vicio que la mujer de un senador. Eso es todo y no hay que darle más vueltas.

—¿Qué sabrás tú del vicio que tiene la mujer de un senador, desgraciado, si nunca has estado en Roma?

—¿Y qué sabrás tú del que no tienen, si tampoco has estado jamás?

Los tres se echaron a reír a mandíbula batiente ante esa salida, con tales carcajadas que algunos de los legionarios que cavaban, medio desnudos y cubiertos de tierra, se detuvieron un momento a mirarles, zapapicos en mano. Pero luego Flaminio sacudió con vigor la cabeza.

—Estoy hasta las narices de oír que Senseneb es una araña, una devoradora de hombres. No es que lo dude, será verdad: pero no hay que olvidar que es la enviada de los reyes de Meroe, y eso me da que pensar.

—¿Pensar en qué?

—Se ha convertido en la amante de Tito y ahora tontea con Emiliano. Seguro que la mueve algo más que el simple deseo.

—Flaminio —Seleuco adoptó un tono razonable—. Se sabe de muchos casos en los que el deseo ha podido más que las razones o el interés.

—Ya. Y yo te repito que no dudo que a esa mujer le atraigan tanto nuestro
praefectus castrorum
como el tribuno. Pero tiene que haber algo más.

—Insinúas que trata de conseguir algo de ellos.

—No insinúo nada —en su énfasis, a punto estuvo de poner la vara de oficial bajo las narices de su amigo—. Lo afirmo.

—Eres un suspicaz. Aunque tendrás razón: no hay que olvidar que Senseneb es sacerdotisa de Isis, y todo el mundo sabe lo fríos y manipuladores que son los sacerdotes egipcios.

—Senseneb es nubia, no egipcia.

—Para el caso es lo mismo.

—Si tú lo dices… Pero lo que importa es que trata o tratará de sonsacar a Tito en la cama.

El gran Seleuco estalló en carcajadas, al tiempo que buscaba con los ojos a Quirino. Pero éste se limitó a encogerse de hombros, con una sonrisa de medio lado, porque cada vez que aquéllos se ponían a pelear, él se mantenía al margen, a la manera de los espectadores del Circo.

—Y tú eres el único al que se le ha ocurrido eso, ¿no, Flaminio? Relájate, hombre. Ya lo hemos pensado nosotros, y otros muchos, y seguro que Tito también.

—¿Seguro?

—No nos ha dicho nada abiertamente. Pero, más o menos —con una mueca, agitó una mano en el aire—, nos lo ha dado a entender.

—Te voy a dar dos razones —y ahora fue él quien puso dos dedos delante del rostro del prepósito—. La primera porque ella es una mujer hermosa, y la segunda porque él no es ningún pelele para dejar que nadie le maneje a su antojo.

—Los juegos de cama son peligrosos, y todos nos podemos ir de la lengua.

—¿No te estoy diciendo que no te preocupes? Parece que no conocieras a Tito.

—Mira: la mejor forma de caer es siempre considerarse a salvo.

—Tú siempre tan dramático. El riesgo es pequeño y Tito sabe también jugar. Si él puede caer en las redes de Senseneb, ella puede caer en las de él también.

—¿Qué puede sacarle Tito a esa mujer? —agitó la vara con gesto desdeñoso.

—No nos vendría mal saber, por ejemplo, cuál es la verdadera actitud de los reyes meroítas respecto a esta expedición.

—Ya te lo digo yo sin necesidad de tanto esfuerzo: recelan.

—No creo que suponga ningún esfuerzo para Tito. Senseneb debe ser buena amante, capaz de satisfacer a cualquiera.

—Ése es el problema; que Tito no es cualquiera —rezongó el otro—. Es el
praefectus castrorum
de esta expedición; los soldados murmuran sobre el tema y eso no es bueno.

Salvio Seleuco se paró en seco, con gesto de fastidio.

—¿Murmuran? ¿Qué es lo que murmuran esos idiotas? A ver, ilústranos.

—Lo que murmuran no es más que lo que cabía esperar. Que Senseneb ha embrujado a Tito, que está atando su voluntad a la de ella, poco a poco, y cosas por el estilo.

—¿Ya estamos con ésas? ¿No pueden vivir sin sus historias de magia?

—Magia o arte de seducción; llámalo como quieras. A mí me da igual, pero ya sabes lo supersticiosos que son los soldados.

—Mira: si son idiotas o cobardes, ése es su problema.

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