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Authors: León Arsenal

Tags: #Narrativa histórica

La boca del Nilo (10 page)

—Ya —Emiliano se dejó llevar por la hilaridad—. Pero, mientras tanto, tal vez a Nerón le hubiese dado otra de sus ventoleras y cambiado de opinión. Con lo desquiciado que está y lo…

Cayo Marcelo se adelantó a toda prisa, y puso una mano sobre el hombro del convaleciente.

—Descansa, Emiliano —le apaciguó, antes de volverse turbado hacia Tito para mostrarle la mano abierta—. Prefecto, los médicos de Filé le han dado drogas para calmarle un poco los dolores. Tienes que comprender que la cabeza se le va y que divaga.

—Claro que lo entiendo, no te preocupes. Se puso en pie y se dirigió al herido.

—Discúlpame tú a mí, tribuno; te estoy cansando sin motivo. Es mejor que no sigamos hablando y descanses. Tiempo habrá para discutir los asuntos pendientes. Pero déjame decirte que el prefecto de Egipto ha hecho cuanto ha podido para cumplir las órdenes del césar y yo haré a mi vez lo mismo en la parte que me toca.

Echó mano del cinto con la espada y la daga, y Cayo Marcelo volvió a cogerle por el brazo para susurrarle, mientras le acompañaba hasta la puerta de la tienda:

—Sus heridas… las drogas… lo que ha dicho…

—Vamos, Marcelo, vamos —sonrió con amabilidad—. Todo esto no ha sido más que una charla informal, en privado. Lo mejor es que, para bien de todos, olvidemos lo que aquí se ha dicho.

—Es lo más prudente.

Tito se ciñó los aceros antes de abandonar la tienda; pasó entre los pretorianos de guardia y se despidió de ellos con un gesto. Le respondieron a coro. Ya era noche cerrada. El aire estaba en calma, hacía calor y las estrellas titilaban a millares en el cielo nocturno. Los mosquitos llegaban en nubes espesas desde el río, zumbando y revoloteando por millares alrededor de las teas y se abrasaban en las llamaradas, restallando.

Alguien silbó y Tito, sorprendido, se giró con la mano sobre el pomo de la espada. Una figura se le acercaba en la oscuridad, con una lámpara de barro de luz muy tenue. El prefecto estrechó los ojos y observó con recelo; pero no se trataba más que de aquel liberto desagradable y presuntuoso, Paulo, el que se les había unido en Syene exhibiendo credenciales con los sellos del mismísimo Nerón.

—¿Qué haces aquí fuera, a estas horas? —el prefecto le observó sin ocultar su disgusto.

—He venido a interesarme por la salud del tribuno —Paulo, rechoncho y petulante, le dedicó una sonrisa de lo más falsa.

—Es muy loable tu intención; pero esto es un campamento militar y no una taberna —apartó los dedos de la espada para abarcar con un ademán las tiendas que les rodeaban—. Uno no puede ir y venir a su antojo por aquí.

—Uno cualquiera quizá no; pero yo no soy uno cualquiera, prefecto —se le arrimó con su sonrisa truculenta aún en el rostro—. Nuestro señor Nerón confía en mí, me he sentado con frecuencia a su mesa y me ha hecho partícipe de sus planes y pensamientos.

Tito se cruzó de brazos y miró hosco a ese sujeto chaparro, grueso, de rasgos grotescos y falsa urbanidad al que su lugarteniente Salvio Seleuco, riendo, atribuía cierto parentesco con las chinches y las cucarachas.

—Yo jamás me he sentado a la mesa del emperador; ni siquiera le he visto. Sin embargo, le sirvo. Y haz el favor de bajar la voz, que los soldados duermen.

Volvió a señalarle con la mano las tiendas silenciosas, pero el otro no le hizo el menor caso.

—¿Cómo se encuentra el tribuno?

—Ha recibido varias cuchilladas. Le han curado y ahora descansa.

—¿Vivirá?

—Supongo que sí, a no ser que se le infecten las heridas.

—¿Y qué hay de los que le han atacado?

—El propio Claudio Emiliano mató a uno de ellos y el otro se tiró al río, huyendo de los que le perseguían. Lo más seguro es que se haya ahogado.

Paulo asintió y se acercó aún más al prefecto, para cogerle por el brazo y preguntarle, bajando ahora sí la voz:

—¿Y qué hay de sus cómplices?

—¿A qué cómplices te refieres? —repuso con aspereza, conteniéndose a duras penas de sacudirse con violencia esa mano—. Esos dos no eran más que un par de ladrones de fortuna que vieron una ocasión de matar y robar a un romano rico que se había alejado de la zona de los templos.

—¿Matar y robar en la isla de Filé?

—Es un sitio como cualquier otro.

A la luz turbia de su lámpara, Paulo miró en los ojos del prefecto con algo parecido al resentimiento. El otro le sostuvo la mirada sin pestañear.

—¿Me estás tomando el pelo, prefecto? Filé es una isla sagrada y todo el mundo sabe que los egipcios son el pueblo más religioso del mundo. Un egipcio nunca…

—¡Ja! —ahora sí que se zafó con gesto brusco del agarrón, sin poderse ya contener—. Anda, vente conmigo río abajo, al desierto, y yo mismo te mostraré docenas de tumbas violadas y vacías. Fueron saqueadas y no en tiempos de los Ptolomeos, sino de los propios faraones, y por ladrones de sangre egipcia. Que sean el pueblo más religioso del mundo no quiere decir que no haya entre ellos ladrones de tumbas y sacrílegos.

Paulo le contempló indeciso, los labios gordezuelos fruncidos.

—Es posible… —levantó un poco más la lámpara, como tratado de escudriñar a la luz el rostro de su interlocutor—. Prefecto, voy a decirte una cosa; esta expedición es idea del propio césar, no algo que le propusiese nadie.

—Eso había oído.

—¿Sí? Entonces quizás hayas oído también cómo trata el divino Nerón a aquellos que fracasan.

Tito no dijo esta boca es mía. Paulo sacudió la cabeza.

—La muerte de Claudio Emiliano, ahora, hubiese sido un fastidio —y ese
ahora
le sonó bastante siniestro al prefecto—, ya que hubiera retrasado la expedición. No le habría gustado nada al césar, y es un hombre colérico e impulsivo. Quizá su cólera hubiera caído no sólo sobre los culpables, sino sobre todos aquellos sospechosos de no haber sido diligentes a la hora de cumplir sus órdenes.

El prefecto siguió en silencio y la expresión de Paulo se volvió taimada al resplandor de la lámpara.

—Mando informes por carta a Roma; soy yo quien da noticias al emperador, acerca de la expedición, él confía en mí, y es por mí que sabe quién en esta misión le es leal y quién no.

Hizo una pausa y, en el silencio, alzó un poco más la lámpara, de forma que la luz se reflejó en los ojos oscuros de Tito Fabio.

—¿Me explico?

—Perfectamente.

—Me alegra que sepas entender las cosas. Es mejor llevarse bien conmigo, prefecto —sonrió como un tiburón—. Créeme.

—Te creo —el legionario retrocedió un paso, de forma que su rostro volvió a ser una mancha entre las sombras—. Pensaré en lo que me has dicho. Pero ahora tengo cosas que atender, así que buenas noches.

Y, antes de que el otro pudiera replicar nada, se dio la vuelta y se alejó en la oscuridad.

* * *

—Perdona que te interrumpa —uno de los comensales detiene con un gesto el relato —; pero hay algunas cosas que no entiendo.

—¿Qué es lo que no entiendes? —Agrícola vuelve los ojos a su interlocutor: un romano alto, flaco y de rasgos aquilinos, al que no conoce y del que después sabrá que se trata de Julio Aviano, legado militar de una de las legiones estacionadas en la zona.

—No me cabe en la cabeza, por ejemplo, que hubiese pretorianos en esa expedición. Creo recordar haber oído alguna vez hablar de esa aventura, sí; pero yo estaba muy lejos de Roma en aquella época y creo que todo cuanto me llegó fue un comentario.

Agrícola asiente. Los pretorianos, la guardia personal de los césares, los de las armaduras fastuosas y las pagas principescas, están acuartelados en Roma, tienen como misión la defensa del emperador y la Urbe, y sólo se alejan de la segunda cuando tienen que dar escolta al primero.

—Entonces no debo haberme explicado lo suficiente. Pero, si tuviese que contar todos los detalles de lo que sucedió… creo que ya he dicho que los pretorianos llevaban con ellos una
imago
del emperador.

—Sí. Eso sí.

—Digo
imago
por darle algún nombre, y porque los mismos pretorianos la llamaban así. Pero no eran como las normales que suelen llevar consigo las legiones. Fue hecha ex profeso para la expedición y la verdad es que alguna vez me he preguntado qué ocurrió luego con ella. Estaba realizada en oro puro, pero en sí no era más que un asta con medallones, sobre la que había un busto del divino Nerón.

»Fue la vanidad del césar la que le hizo encargar esa enseña. La vanidad, sí, y la ambición, y el consejo de un mago oriental. Nerón quería ser él quien descubriese las fuentes del Nilo; ser él en persona el descubridor y no simplemente el emperador que envió a los descubridores. Por eso mandó a la expedición a esa
imago,
rodeado de pretorianos, igual que si fuera un emperador de viaje. La
imago
no representaba a Nerón, sino que era el propio Nerón, y alo largo de la marcha oí contar toda clase de historias sobre el mismo. Incluso decían que dentro del busto habían guardado unas gotas de la sangre y unos rizos de pelo del césar; pero eso ya no podría jurar que fuese verdad.

—Pero sí que sería muy propio de Nerón —asiente con toda seriedad el legado—. Era un supersticioso, dado a prestar atención a las supercherías, y a adoptar toda clase de costumbres extranjeras.

—O incluso costumbres inventadas por él mismo. Y desde luego su soberbia era inmensa. Así que, lo mismo que tuvo que ser el mejor poeta de los juegos griegos, tenía que ser él, en imagen ya que no en persona, quien llegase a la boca del Nilo.

Por eso estaban allí en principio las dos centurias de pretorianos, para proteger esa
imago
de la misma forma que lo hubieran hecho con un emperador de carne y hueso.

—¿En principio? —Africano caza el matiz al vuelo—. ¿Es que había algo más?

—Algunos decían que sí: que había otra razón para que aquellos pretorianos hubiesen sido enviados tan lejos. Un motivo relacionado con la muerte de la madre de Nerón —observa dudoso a sus oyentes—. Supongo que todos aquí saben que fue una banda de libertos y esclavos del propio Nerón los que mataron a Agripina en su misma casa.

—Supongo —Aviano le observa desconcertado—. Es una historia vieja, uno más de los crímenes de Nerón. ¿Pero qué…?

—Espera. Tal y como me lo contaron a mí, ese asesinato fue posible porque Nerón ordenó que se retirasen los pretorianos que montaban guardia en casa de su madre. Así sus esbirros pudieron entrar sin resistencia y matarla a puñaladas.

»También me dijeron que esa jugada no sentó nada bien entre la Guardia Pretoriana. Fue una muerte infame, más teniendo en cuenta que era su propia madre, y a muchos pretorianos les sentó muy mal verse implicados. Por eso algunos decían que Nerón había aprovechado esa expedición para librarse de los más contumaces; los más opuestos a él o los que habían dado su opinión en voz más alta.

—¿Y tú crees que eso era verdad?

—No lo sé. Pero sí puedo afirmar, porque yo mismo estuve indagando un poco, que en aquella
vexillatio
estaban unos cuantos pretorianos de los que habían estado de guardia aquel día en casa de Agripina.

—¿Y qué hay del tribuno?

—Claudio Emiliano era un hombre ambicioso; un joven de buena familia, de los que aún soñaban con la vuelta a la República y al poder absoluto del Senado, y supongo que Nerón lo sabía; así que lo más seguro es que Nerón aprovechase la ocasión para librarse de él, y de otros que pensaban igual.

Africano sonríe despacio, recordando aquellos años convulsos y sangrientos, cuando la decadencia de la dinastía Julia hizo que no pocos, de entre las clases más favorecidas, creyesen que podían resucitar la vieja República, con sus antiguas oligarquías de sangre.

—¿Tenía Emiliano algo que temer por ese lado? Temer por su vida, me refiero.

—¿Quién sabe? En aquella época, el prefecto de Egipto era Julio Vestino.

—¿Vestino?

—Sí. Un tipo gris, pero de toda la confianza del emperador, como suele ocurrir con los gobernadores de Egipto. Puede que Emiliano recelase de que Vestino, bien por encargo de Nerón o por halagarle, hubiese dispuesto que no volviera con vida de la misión. Precedentes ha habido: Calígula envió a lugares lejanos, y muertes seguras, a hombres a los que no se atrevía a eliminar abiertamente.

—Eso es cierto.

—Emiliano, a raíz de que intentasen matarle en Filé, se volvió muy desconfiado. Se buscó unos guardaespaldas germanos y no aceptaba así como así ni una copa de vino.

—Es comprensible —el anfitrión se encoge de hombros—. Ni el propio Nerón se hubiese atrevido a matar a un pretoriano; pero no era de los que perdonan ni olvidan y, como tú has dicho, enviar lejos a individuos molestos, con el encargo de que es mejor que no vuelvan, es un método antiguo de los poderosos.

Agrícola muestra otra de sus sonrisas, entre cansada y cínica.

—Los reparos de Nerón con los pretorianos no impidieron que éstos le traicionasen a la hora de la verdad.

—Tanto como traicionar… —apunta alguno de los comensales.

—Traición. Le traicionaron por dinero —insiste Agrícola con súbita energía, antes de alzar su copa, cambiando bruscamente de tono—. Pero en fin, la vida tiene esas cosas. Yo lo único que puedo decir es que juraría que Tito Fabio no tenía el encargo de eliminar al tribuno mayor. Otros no sé; pero él no.

—¿Y qué hay de aquel liberto?

—¿Paulo? ése era uno de los parásitos de Nerón. El césar tuvo siempre la mala costumbre de rodearse de gentuza, y ésa fue una de las causas de su caída.

Africano vuelve a mirar con curiosidad a su invitado, porque éste no puede evitar traslucir bastante simpatía por aquel emperador derrocado; aunque claro —se obliga a recordar— Agrícola pertenece a las clases populares, que siempre idolatraron a Nerón.

—¿Podía él tener el encargo de la muerte del tribuno?

—No. Paulo estaba allí como espía del césar. Podía ser muy peligroso si se decidía a mandar cartas a Roma difamando a alguien; por eso todo el mundo en la expedición le temía como a una peste. Pero no; aunque Nerón se fiaba demasiado de sus aduladores, no hubiera sido tan necio de encargarle un asesinato. No.

—De acuerdo. Prosigue, por favor.

C
APÍTULO
VI

Tito no durmió esa noche en su tienda, ni fue a visitar los puestos de guardia, sino que salió a pie del campamento para estar hasta bien entrada la madrugada con la nubia Senseneb. Los soldados de guardia en la puerta decumana, armados con escudos y
pila
, envueltos en sus capas rojas para protegerse del viento árido y frío del desierto, le vieron salir sin escolta alguna, a pesar del atentado que acababa de sufrir el tribuno. Pero nadie se animó a decirle nada y se contentaron con mirar cómo desaparecía en la oscuridad de la noche, antes de hacer entre ellos toda clase de comentarios, típicos de los soldados y el aburrimiento de las guardias.

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