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Authors: León Arsenal

Tags: #Narrativa histórica

La boca del Nilo (7 page)

»En el momento de mi historia, las relaciones entre el pueblo sagrado y los wawat se habían agriado, y los faraones habían enviado varias expediciones de castigo, que no consiguieron otra cosa que sembrar destrucción y rencor. Por eso, cuando el gobernador de nuestro relato se internó con su caravana en el sur, los wawat le tendieron una emboscada y aniquilaron a la columna entera. Fue una matanza espantosa, y sólo dos hombres de todos los que habían partido de Abú pudieron volver para dar cuenta del desastre. Entre los muertos que quedaron tendidos en el campo de batalla estaba el propio gobernador, porque los wawat no tomaron prisionero alguno.

»E1 nuevo gobernador, que era hijo del muerto, supo por aquellos dos supervivientes que los cadáveres de su padre y sus compañeros yacían insepultos en el Wawat, ya que nadie se había hecho cargo de los cuerpos. Tal idea le reconcomía, puesto que dejar allí los restos de su padre era condenar a su alma y, en consecuencia, pidió permiso al faraón para entrar en el Wawat y recuperar el cuerpo, para poder darle así una sepultura digna y lograr que su alma pudiera vivir por siempre.

»E1 faraón le dio su consentimiento, conmovido por sus nobles razones, e incluso le mandó un gran colmillo de elefante, aunque él y toda su corte se temían que el joven gobernador habría de correr la misma suerte que su padre. Por tanto, éste equipó una caravana de cien asnos, cargados con toda clase de riquezas. Sí, habéis oído bien; cien asnos cargados con toda clase de presentes valiosos. Una fortuna inmensa. ¿Pero acaso la inmortalidad del alma del padre de uno no merecía correr con tantos gastos y tantos riesgos, o incluso con otros aún mayores?

»Así pues, el gobernador, acompañado de hombres leales, se adentró con los cien asnos en las tierras de los guerreros wawat. En esos días, como he dicho, estaban en armas contra Egipto pero, como todos los bárbaros, eran crueles y generosos a un mismo tiempo, a la manera de los niños, de forma que se quedaron asombrados ante el valor y los motivos del joven gobernador, y consintieron en entregarle los restos del muerto a cambio de la caravana. El gobernador y sus hombres recogieron los despojos y regresaron con ellos a Abú, para poder darle sepultura según los ritos y en la tierra bendita de Egipto, y no en un país extranjero.

«Diréis que, a su manera, el gobernador era un hombre malvado, porque recuperó el cuerpo de su padre y dejó en el campo el de todos sus compañeros, condenándoles a la muerte eterna. Pero no es así. En tiempos de las primeras dinastías, amigos, sólo los faraones y los grandes dignatarios tenían derecho a la vida eterna, y tendrían que pasar los siglos para que tal derecho llegase al resto de los egipcios. El gobernador no era, pues, más que un hombre de su época.

»E1 gobernador muerto fue enterrado en esas colinas. Una de las dos tumbas de las que os he hablado es su morada en la muerte. La segunda recibió, a su debido tiempo, a su hijo devoto. Allí se hizo sepultar y por eso mandó, según la tradición, que construyesen el túnel que comunica las dos cámaras funerarias: para poder estar en comunicación con su padre aun en la muerte. Su padre, al que tanto había honrado en vida.

Se quedó callado tanto rato esta vez que sus compañeros comprendieron que había acabado.

—¿Y cuál es la moraleja? —aventuró Valerio Félix.

—Ah, sí. Dicen que todo cuento ha de tener una enseñanza, ¿no? Pues bien, amigos, yo os digo que, si eso es así, la de éste es la siguiente: que uno no debe olvidar nunca a lo que se debe en primer lugar. El gobernador tenía, sobre todo, la obligación de recuperar el cuerpo de su padre y darle sepultura, para evitar la muerte eterna de su espíritu. Eso era lo primordial y, por tanto, el gobernador no levantó un gran ejército ni invadió a sangre y fuego el Wawat, en busca de venganza. No. Se tragó su orgullo, se guardó su ira, hizo lo que debía y fue a negociar con los bárbaros, aun a riesgo de la propia vida.

C
APÍTULO
III

La expedición entera cruzó el Nilo a la altura de Syene, lo que dio la razón a todos los que opinaban que iban a dirigirse al sur siguiendo la ribera africana del Nilo, mucho más transitable que la asiática.

La ciudad de Syene era un puerto fluvial moderno, con sus casas y los cuarteles de las tres cohortes de auxiliares —la principal fuerza romana en esa frontera sur—, al revés que la isla de Elefantina que, situada enfrente, en mitad del río, estaba llena de monumentos e historia. Los expedicionarios fueron directamente a cruzar y fue allí, casi a pie de muelles, donde se les unieron los últimos rezagados, entre ellos un geógrafo llegado de la mismísima Biblioteca de Alejandría, de nombre Basílides, y un tal Paulo, un sujeto que habría de dar no pocas molestias durante el viaje. Paulo era un liberto perteneciente al círculo de aduladores y esbirros del césar y años después los supervivientes de esa expedición le recordarían, todos, como arrogante e insolente, y tan peligroso, gracias a sus relaciones con el emperador, como un áspid.

Los tribunos menores —jóvenes caballeros asignados a la
vexillatio
, con conocimientos de burocracia, pero poca experiencia sobre el terreno— se eclipsaron voluntariamente a la hora del cruce, dejando todo en manos de Salvio Seleuco y Antonio Quirino. Los dos ayudantes de Tito fueron los que se ocuparon del embarque de hombres, animales y bagajes, y se hicieron con las mejores naves, de forma que la caravana tuvo que arreglárselas como pudo, lo mismo que los soldaderos —taberneros, putas, tahúres, adivinos— que seguían a las tropas. Más de uno acudió a esos dos
extraordinarii
con quejas o en busca de algún tipo de arreglo. Y si bien es cierto que aquel par despachaba a los primeros con sorna más o menos solapada, dependiendo del rango del quejoso, algunos de los segundos lograron acomodo en los botes.

Agrícola tuvo ocupación de sobra aquel día, buscando buenas naves a un precio razonable. El jefe de la caravana, Quinto Crisanto, aunque era amigo de la ostentación hasta el punto del mal gusto, resultaba luego ser un verdadero tacaño en todo aquello que no fuese a reportarle beneficio o prestigio. Primero fue a exigir botes a gritos, y tuvo un altercado con el gran Seleuco entre la barahúnda de los muelles. Luego perdió el tiempo indignándose ante los precios abusivos, ya que los barqueros habían subido sin demora las tarifas. Así que tuvo que ser Agrícola el que arregló todo aquello, negociando con unos y otros, y a cambio sólo consiguió la gratitud algo recelosa de Crisanto, que no podía dejar de sospechar que se había embolsado una buena comisión.

En cambio, el joven Valerio Félix no tuvo problema alguno para pasar. Aunque era vástago de una familia acomodada, inclinado a las artes y la filosofía, y no sabía nada de asuntos mundanos, contaba con un séquito de esclavos y libertos que velaban para que no le faltase de nada. Ellos consiguieron un buen bote regateando lo justo, y cruzaron mientras Crisanto aún discutía a voces en los muelles.

Las embarcaciones cruzaban el río según se iban llenando. Costeaban la gran isla de Elefantina, y la más pequeña adyacente, para ir a varar en los arenales de la ribera occidental. Las naves iban cargadas hasta los topes, llenas de hombres, bestias y bultos, y los pasajeros, hacinados, se entretenían mirando los viejos templos de Elefantina que resultaban visibles a lo lejos, a pleno sol. Los boteros, por su parte, observaban atónitos los camellos. Porque a Tito Fabio, nativo de Asia, se le había ocurrido traer una partida de tales animales, tan abundantes en su tierra; unos seres feos y malhumorados, pero únicos a la hora de transportar cargas por estepas y desiertos.

Una de las barcas, cargada en exceso, naufragó en mitad del río, y no pocos de sus pasajeros se ahogaron. Pero no era una de la expedición, sino que estaba ocupada por una multitud de soldaderos. La gente de la embajada en sí pasó sin el menor contratiempo, las tropas se reunieron en la ribera y el tribuno se vio en la obligación de felicitar a Seleuco y Quirino por su eficiencia.

Desde allí se pusieron en marcha hacia el sur. En todos los ejércitos hay no pocos estrategas de taberna y el romano nunca fue la excepción. Así que, mientras avanzaban cargados como mulos, algunos legionarios rezongaban que hubiera sido mejor cruzar más arriba, pasadas las cataratas, allí donde había abundancia de islotes. Pero otros les respondían que en ese punto había menos naves disponibles y que el paso hubiera sido por tanto bastante más lento.

Decían que en el apogeo de Egipto, los grandes faraones habían abierto un canal en la margen oeste de las cataratas, para permitir el paso de naves entre los dos tramos; pero hacía cientos de años que había quedado inservible por el desuso. Cuando Agrícola y Demetrio pasaron por aquel lugar a la vera de la caravana, el canal estaba cegado desde hacía siglos y de no ser por Merythot ni siquiera se hubieran dado cuenta que había existido. Pero el sacerdote les había guiado hasta el borde de las aguas alborotadas, para mostrarles lo poco que quedaba de la vieja obra de ingeniería. Con el báculo les fue mostrando los sillares, los trabajos en la roca viva, los lugares por donde las cuadrillas halaban de los barcos. Se quedaron allí largo rato, como lagartos al sol, viendo con ojos entornados cómo el agua espumaba y rugía entre las piedras, y oyendo contar al sacerdote historias sobre las glorias del gran Ramsés.

La expedición fue remontando las cataratas, hasta rebasarlas y llegar a la altura de la isla de Filé. Allí plantaron de nuevo campamento, para una estancia de varios días esta vez, ya que Nerón había ordenado que se celebrase una ceremonia en el famoso templo de la diosa Isis en Filé, antes de proseguir viaje. Los que siempre buscan motivos a todo creían que, con ese gesto, el césar trataba de agradar a los belicosos blemios, esos nómadas que eran el azote de las tierras situadas a oriente del Nilo; la pesadilla secular de las caravanas y las minas. Otros en cambio creían que no era más que otra de las extravagancias del emperador.

La embajada era un hervidero de rumores, y no pocos estaban convencidos de que todo aquello era en realidad una aventura militar, que su objetivo último era preparar la invasión de Nubia. Agrícola, dado su carácter, prestaba oídos a todos los chismes pero evitaba pronunciarse. Se sentaba bajo los toldos y junto a los carromatos, en los crepúsculos polvorientos, a beber vino aguado y pasar calor, y oír cómo la gente daba rienda suelta a la lengua y apoyaba toda clase de argumentos; aunque a menudo no podía evitar sonreírse ante las hipótesis descabelladas de más de uno.

* * *

Es entonces cuando Africano se acaricia, sonriente, el mentón.

—Te entiendo: a la gente le gusta hablar y, los que menos saben, son los que más opinan. Pero es lógico que una empresa extraordinaria dé lugar a rumores fantásticos.

—Eso es cierto.

—Yo mismo me pregunto qué motivos podía tener Nerón para enviar una embajada tan al sur.

Agrícola mira al anfitrión y ahora es él quien toma un sorbo de vino para darse un instante antes de contestar.

—No creo que nadie supiera de verdad lo que pensaba Nerón. Era un gobernante impulsivo y caprichoso.

—Y voluble e inconstante. Sí. Eso al final fue su ruina. Pero cabe preguntarse si la búsqueda de las fuentes del Nilo no sería una excusa para esconder otros fines.

—Yo también creo que había algo más. Pero estoy convencido de que, dejando de lado todo lo demás, el emperador deseaba y mucho que sus enviados llegasen hasta las fuentes del Nilo. El nacimiento del río ha interesado desde hace siglos a los sabios y la vanidad de Nerón era inmensa.

—Inmensa, sí —se hace eco Africano, pensativo.

—Sin duda soñaba con ser él, a través de la expedición enviada por orden suya, quien desvelase el misterio y diera por zanjada la cuestión.

—¿Y qué hay de ese posible plan de anexionar Nubia a Roma?

—No creo que fuese verdad. Había muchos rumores, sí, pero nada cierto. Está claro que los jefes de la embajada tenían la misión de averiguar cuanto pudiesen sobre Nubia, sí; pero eso no quiere decir que Nerón pensase invadirla. La información sirve pata atacar tanto como para defenderse. Después de todo, fueron los nubios quienes invadieron Egipto en tiempos de Augusto, y no al revés.

Uno de los invitados, al que Agrícola no conoce, parece inclinado a discutir en tono burlón.

—Sería muy propio de un loco como Nerón planear la invasión de un lugar como Nubia. Agrícola sonríe. La suya es una sonrisa entre cansada y cínica, a juego con sus ojos. En esos días, resulta de buen tono denigrar la memoria del emperador derrocado y loar a los usurpadores del trono de Roma.

—¿Por qué sería de locos convertir Nubia en provincia romana?

—¿Bromeas? ¿Qué hay ahí? Es un país lejano, lleno dé desiertos y bandidos. Mientras no amenacen Egipto, es de tontos perder tiempo y soldados allí, pudiendo conquistar Arabia o Parthia.

—Dicen que Nerón tenía planes también respecto a esos países. Pero murió y todo quedó en nada —suspira Agrícola—. En cuanto a Nubia, muchos en Roma ignoran la cantidad de productos que nos llegan por intermedio suyo. Nubia es la llave del sur, y eso quiere decir marfil, oro, pieles, ébano, esclavos. Si no fuera por los esclavos que suministra Nubia, no sé cómo íbamos a mantener abiertas las minas de Egipto.

Hace una pausa, bebe y luego vuelve a hablar.

—No. Creo que ni Nerón ni el prefecto de Egipto pensaron nunca en anexionarse las tierras al sur de Egipto. Pero puede que sí tuvieran en la cabeza la posibilidad de establecer algún tipo de protectorado sobre Meroe, tal y como se ha hecho con muchos reinos asiáticos y africanos.

—Entonces tengo razón —insiste triunfante Africano—. La búsqueda de las fuentes del Nilo era algo secundario; importante para Nerón, sí, pero supeditada a una empresa de tipo político.

—Y yo vuelvo a decir que pienso lo contrario. Esa expedición perseguía varios objetivos y todos ellos eran iguales de importantes para el césar. Eso sí era muy típico del divino Nerón: el desear varias cosas a la vez, aunque las unas estorbasen a las otras.

Varios comensales se agitan incómodos o azarados, y alguno frunce el ceño. Agrícola acaba de emplear el apelativo
divino
para referirse a un emperador derrocado, el último de la sangre del gran Julio, adorado por la plebe e infamado por los actuales gobernantes. Africano mira por un instante con curiosidad a su invitado, que sigue manteniendo esa sonrisa entre cínica y cansada, pero no da tiempo a que se produzca ninguna situación molesta.

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