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Authors: León Arsenal

Tags: #Narrativa histórica

La boca del Nilo (2 page)

T
ITO
F
ABIO
T
ITO
. Militar de carrera, nombrado por el prefecto de Egipto para el cargo de
praefectus castrorum
de la
vexillatio
enviada a Nubia.

V
ALERIO
F
ÉLIX
. Joven romano de buena familia, con veleidades de filósofo y cronista. Se une a los expedicionarios con la intención de dejar su viaje por escrito.

V
ESTINO
. Prefecto de Egipto; gobernador de esa provincia en tiempos de la expedición.

P
RÓLOGO

En un patio de Asia, lejos, muy lejos de Roma, Cneo Aurelio Africano celebra esta noche otro de sus famosos banquetes privados.

El recinto, muy amplio, está techado en parte con emparrados y, como estamos a fínales del verano, el follaje casi oculta las vigas de madera y, sobre las cabezas de los comensales, cuelgan pámpanos verdes y racimos de uvas negras. Por todas partes arden antorchas, lámparas de aceite y flameros de llamaradas rugientes. El patio entero es un laberinto de luces, penumbras y sombras que se agitan y danzan alborotadas.

Hay largas mesas cubiertas de manteles blancos, fuentes doradas con montañas de comida, y jarras y ánforas rebosantes de bebida. El convite es un hervidero de gentes dispares, donde los funcionarios romanos y los personajes locales se codean con viajeros, filósofos de paso, vagabundos y buscavidas. Se recuestan sobre sillas y triclinios, hablan en una docena de idiomas y los ropajes no pueden ser más variados. Gracias a las costumbres relajadas de la época, es posible ver allí a asiáticos que usan la toga blanca al lado de romanos de pura cepa que sin embargo visten túnicas y mantos coloridos, al estilo oriental.

Los resplandores son amarillentos y la penumbra está llena de tintineos de copas, de resonar de cerámica, de conversaciones que saltan con naturalidad del griego al latín, y viceversa. Se ríe en voz alta, los músicos están tocando y las llamas arrancan destellos dorados a las pulseras, los collares y los tocados. La diversión está matizada por la prudencia, se siembra allí para futuros negocios y no pocos invitados ocultan puñales en las mangas. Los esclavos van y vienen, sudando, acarreando fuentes humeantes y cántaros. Hace calor y, como no corre ni un soplo de aire, el ambiente esta cargado de olores a asados, salsas, especias y perfumes. Y, sobre todos ellos, se impone ese otro aroma más pesado del incienso, que se quema en pebeteros de bronce con gran humareda. Hay esclavos vestidos a la oriental que agitan abanos de plumas de avestruz sobre las cabezas de los comensales, tratando de remover un poco esa atmósfera estancada.

Africano preside la cena desde su mesa, reclinado en su diván, indolente y distante. Hay pocas luces sobre esa mesa, pero tiene cerca un pebetero, de forma que el humo del incienso le envuelve y hace que los invitados le, vean ahí, cerca y a la vez lejano, recostado entre el humo como un dios viejo en la penumbra de su templo. Es muy gordo y ya anciano, y sus rasgos tienen poco de nobleza. Pero su misma corpulencia le hace imponente y, como bien pueden dar fe muchos, cuando se ponen en pie en el senado local para hablar, envuelto en la toga, su voz y gestos impresionan a los oyentes con una fuerza que es casi palpable.

Ambicioso a la vez que prudente, o tal vez cobarde, hace ya muchos años que abandonó la turbulenta Roma, esa de los últimos césares de la familia Julia Claudia, para asentarse en las fronteras del imperio. Aquello fue en los tiempos de Calígula y, durante todos estos años, ha ido recibiendo noticias —con esa satisfacción sombría del que constata que ha elegido bien, a diferencia de otros— sobre la ejecución, el asesinato, el suicidio o el destierro de algún viejo conocido, miembros todos de familias pudientes y a menudo antiguos compañeros de los campos de Marte.

Se ha adaptado a la perfección a la vida en las provincias asiáticas. Ha amasado poder y riqueza durante décadas, lejos de las convulsiones de la metrópolis. Vive rodeado de clientes y aduladores, con un boato que nada tiene que envidiar al de un déspota del oriente helenístico. No pretende cargos políticos y tiene pánico al puñal y al veneno —él, de quien se dice que no es precisamente remiso a usarlo contra sus enemigos—; apenas sale de casa y si lo hace es rodeado de guardaespaldas y con una cota de cuero bajo el manto. Le dan mucho miedo también los hechizos, y por eso abundan las estatuas de dioses en su casa y los sacerdotes y magos en su mesa; y, si uno aguza el oído, puede oír cómo tintinean los amuletos debajo de la túnica.

Bebe el vino a sorbos lentos, en copa de oro; lo paladea mientras observa el festín al fulgor de los fuegos, con la expresión, entre cínica y cansada, del que ya lo ha visto todo. Pocos detalles escapan a su mirada y ni un invitado está aquí por casualidad, pues los convites son para él una herramienta más. Gasta mucho dinero en espías y confidentes y, aunque se puede decir que es casi un recluso, recibe noticias de todo y cuenta con agentes en lugares tan remotos como el Cáucaso, Arabia o el país de los partos.

Tiene fama de ser tan generoso con los amigos como implacable con los enemigos, y su mesa es como una corte oriental en miniatura, a la que puede acudir cualquiera que tenga algo que ofrecer. Le interesan sobre todo las flaquezas y los vicios humanos; y, como es más amigo de sobornos que de violencias, gasta el oro a manos llenas, sabiendo que habrá de multiplicarlo por diez. Por eso sus banquetes son pródigos en carnes, pescado, legumbres, frutas y miel; corre el vino sin medida, y nunca faltan músicos, bailarines y acróbatas. Pero ahora va a ofrecer otro tipo de diversión a los invitados.

Alza la copa para que se la rellenen y, con la misma, hace un gesto al jefe de los esclavos, que levanta a su vez el báculo. Los sirvientes hacen correr la voz de que va a haber una lucha de gladiadores y las conversaciones se apagan casi como por ensalmo. Unos se levantan sobre el codo para ver mejor, otros se vuelven. Los esclavos hacen entrar en el patio a dos mujeres armadas. El anfitrión va a brindar una lucha, sí; pero no una de las clásicas de reciarios, mirmidones o tracios, sino una de esas otras, tan fantasiosas como sangrientas, que tan en boga están en estos días por todo el imperio.

Esas dos mujeres son jóvenes y flexibles, propiedad de un lanista local, que las tiene, tan entrenadas y en forma como a cualquier gladiador regular. Se cubren con piezas de armadura —hombreras, brazales, grebas—, grandes y recargadas; y, allí donde no van protegidas, la piel desnuda reluce con el aceite. Una de ellas porta una máscara dorada y muchos de los presentes la conocen ya por otros duelos, en fiestas o en la arena. Dicen que esa careta metálica, hermosa y fría, esconde un rostro una vez bello y ahora deformado por una gran cuchillada.

Las mantienen separadas unos pasos mientras el jefe de esclavos —un griego de Asia, viejo, barbudo y tan pomposo como un retórico ateniense— proclama en voz alta las virtudes de ambas con las armas. Luego hace una pausa dramática y, a una nueva señal del amo, les entregan cuchillos desenvainados y todos se apartan. Son puñales largos y de hoja ancha, con punta pero sin filos, y guardas circulares como las de las gladios del circo.

El mayordomo bate palmas, y ellas se acercan y comienzan a dar vueltas muy despacio, una alrededor de la otra, cautas, algo inclinadas y con las hojas tendidas. Se tiran ya alguna puñalada de tanteo. Las han entrenado bien: son prudentes, conocen ese juego mortal y no arriesgan en vano. A cada movimiento, las llamas relucen sobre las armaduras, los aceros desnudos, los cuerpos aceitados. Los presentes contemplan el combate embebidos, más cerca de una lucha de lo que nunca estarán en el circo, y el silencio es completo, fuera del susurro de telas cuando alguien cambia de posición, y un rumor de oleaje que es la suma de las respiraciones yendo y viniendo como el mar.

Ambas se protegen la mano y el antebrazo izquierdo con pesados guanteletes de cuero y metal; lo que, unido a los puñales sin filo y de anchas guardas, evita que el espectáculo acabe demasiado pronto. Y, para impedir que resulte poco vistoso por falta de entusiasmo, allí está un empleado del lanista, látigo en mano.

Pero no tiene que hacerlo chasquear ni una sola vez.

Entre las luces y sombras del patio, las dos gladiadoras se tiran puñaladas llenas de mala intención que buscan el vientre, el muslo o cualquier otra parte vulnerable. Desvían los golpes enemigos a manotazos o hurtan el cuerpo, y hay veces en que los hierros se encuentran, resonando, entre una lluvia de chispas azules.

No dejan los pies quietos un instante y buscan cualquier resquicio en la defensa enemiga. Dan vueltas en silencio, entre los pequeños sonidos del público: tintineos, suspiros, crujir de telas, murmullos, un respingo. Algunas moscas zumban a su alrededor. Respiran ya entre dientes; el sudor forma regueros lustrosos, que bajan centelleando al resplandor de las llamas, y los espectadores más cercanos pueden oler ese aroma tan peculiar que es el del sudor fresco mezclado con el más cálido del aceite.

Cambian de táctica, como de común acuerdo. Se agazapan, de repente quietas, y se acechan, las manos izquierdas adelantadas en defensa y los puñales dispuestos atrás, junto al costado, como víboras a punto de saltar. Al titilar de las luces, la máscara dorada reluce como el sol, y más de uno se pregunta si no estará hecha de oro puro. El sudor hace brillar el rostro desnudo de su enemiga, que es de piel negra y ojos brillantes, y a la que el mayordomo ha presentado como nubia. Se quedan así inmóviles durante unos instantes muy largos, y luego saltan como resortes. Ahora sí que hay un cruce muy rápido de puñaladas que hace que los presentes prorrumpan en gritos y jaleos, y no pocos se ponen en pie de un salto.

Cuando se separan, las dos están heridas. La Máscara ha recibido un pinchazo en el brazo izquierdo y la nubia dos, uno en muslo y otro en el costado. Cualquiera puede ver que no son más que puntadas, pero los hilos rojos que se deslizan perezosos sobre los cuerpos lustrosos encienden la sed de sangre de los espectadores, y el barullo se convierte en un rugido ensordecedor.

Vuelven a atacarse, azuzadas por el griterío, y en esta ocasión la hoja de la Máscara —tan veloz que muy pocos llegan a ver de verdad cómo golpea— rebasa la guardia enemiga y se hunde hasta la empuñadura en el vientre liso de la otra. Ahora sí que salta la sangre a chorro y la nubia recula dando traspiés, el puñal aún adelantado, pero con el paso vacilante, el rostro reluciendo de aceite y sudor. Hace por palparse con dedos acorazados la herida. Le flaquean las piernas y cae primero de rodillas y luego a cuatro patas, como si estuviera demasiado cansada para seguir en pie. Los espectadores aúllan como fieras y algunos agitan el pulgar hacia abajo, igual que si estuviesen en las gradas y ellas en la arena.

Africano alza una mano con gesto imperioso, para detener todo eso. Pero la Máscara está enervada por los gritos, la lucha y la sangre, y o no le ve o no le hace caso. Se lanza sobre su oponente, que sigue a cuatro patas, resollando con dificultad. Da la vuelta al cuchillo y lo alza para apuntillarla, pero el empleado del lanista le estorba el golpe de un latigazo. El cuero se enrosca chasqueando sobre el antebrazo y, antes de que nadie pueda parpadear, ya se le echan encima varios esclavos de la casa.

Tienen que reducirla entre muchos; quitarle el arma de la mano y apartarla a la fuerza de la vencida. La Máscara, que ya de por sí es fuerte y con nervio, parece ahora poseída por una furia de menade: se debate como una fiera y, bajo esa careta hermosa e impasible, chilla de rabia. Se retuerce y suelta patadas. Los esclavos buscan con los ojos al amo; pero éste zanja el asunto con un ademán hastiado. La sacan entre cuatro en volandas, aún peleando, y otros se llevan a la herida, que gimotea y va dejando, sobre la tierra parda del patio, un rastro de grandes goterones rojos.

El espectáculo de gladiadores ha acabado. Vuelven los músicos, mientras los sirvientes sacan bandejas de aves asadas, cubiertas de miel y frutos secos, así como más vino, y los invitados vuelven a sus lechos. Se reanudan las conversaciones, y los hay que se entretienen un rato discutiendo los lances del duelo. Africano caza al vuelo algunas palabras y el tono de ciertos comentarios hace que, entre los contraluces y el humo de incienso, deje escapar una sonrisa leve y de poco humor.

Es una mueca muy suya que no pasa inadvertida al viejo Mario, que está reclinado en un lecho, no lejos del amo de la casa.

—Me temo, Cneo Aurelio, que la función ha podido decepcionar a tus invitados —le suelta, como quien no quiere la cosa, mientras se lleva la copa a los labios delgados.

—¿Cómo? ¿Defraudar a mis invitados? —sonríe Africano con igual sorna.

—Por lo menos a algunos.

—Los dioses me libren de tal descortesía —habla de forma teatral, ya que conoce de sobra la lengua de serpiente del viejo Mario—. ¿En qué he podido faltar a la hospitalidad? ¿Acaso ha sido un mal duelo?

—En absoluto. De hecho, yo diría que ha sido excelente.

—¿Entonces, cuál es la queja?

—La conclusión del mismo, Cneo Aurelio. No debieras haber escatimado la diversión final a tus invitados.

—¿A qué llamas tú la diversión final?

—A la muerte del vencido, por supuesto.

—¡Bah! —agita una mano de dedos gordos, cargada de anillos gruesos.

Pero el viejo Mario es como un perro de presa y cuesta hacerle soltar, una vez que ha mordido.

—Los hay que, cuando dan un combate de gladiadores, ajustan dos precios con el lanista; uno para el caso de que haya muertos y otro, más bajo, para el caso de que no. Es una forma de ahorrar, claro —afirma con malicia pomposa—, Pero me cuesta creer que tal pueda ser tu caso, Cneo Aurelio.

El aludido le dedica una sonrisa truculenta, al tiempo que le observa por encima de su gran copa de oro.

Mario Donato es un romano flaco y aviejado, con unos rasgos ruines que en su caso sí que son espejo de lo que es: un ayudante de procurador, corrupto y con los dedos demasiado largos, aun comparándolo con la gente de su clase. Es también uno de los parásitos de Africano, uno de esos caprichos inexplicables suyos, más propios de un reyezuelo oriental que de un caballero romano. Le sienta desde hace muchos años en su mesa, y le tolera insolencias como a ningún otro, sin que nadie, quizá ni siquiera él mismo, sepa muy bien por qué lo hace.

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