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Authors: León Arsenal

Tags: #Narrativa histórica

La boca del Nilo (4 page)

Emiliano, que aún no contaba treinta años cuando fue nombrado tribuno militar de esa expedición, era de familia ecuestre, urbano de pura cepa, y llevaba la política en la sangre. Instruido, despierto y lleno de ambiciones, se hallaba en esa frontera lejana por orden del emperador y muy contra su voluntad. Era de estatura media, tan bien formado como una estatua griega, con un rostro de belleza romana, de cabellos rubios y unos ojos azules que cambiaban de tono como las mareas del mar. Pretoriano típico, mostraba hacia las provincias y sus asuntos cierta condescendencia que le había llevado a más de un enfrentamiento con el prefecto.

Porque éste no podía ser más distinto a él. Romano de Asia, no era más que un oscuro oficial de las legiones, y había hecho toda su carrera en las fronteras de Egipto; al mando de legionarios, de auxiliares o incluso de mercenarios indígenas.

Era un poco más alto que Emiliano, membrudo y fuerte, de rasgos marcados y pelo negro algo ensortijado. Era también más viejo, de unos cuarenta años, y apuesto a su manera, con una sonrisa que, cuando la mostraba de repente, en su rostro requemado por los soles etíopes, resultaba deslumbrante y podía ser, cuando él quería, de lo más cautivadora.

No pasaba día sin que tuvieran algún roce, por los motivos más diversos, y era frecuente que disputasen en público, delante de todo el mundo. Los soldados comentaban luego todo aquello bajo los toldos de los cantineros, al atardecer, mientras bebían vino barato, unos riendo y otros con cierto disgusto.

Una de las peleas más sonadas tuvo lugar a pleno sol y delante de no pocos legionarios, a causa del número de esclavos que podía llevar cada soldado. Consciente de que estaban ante testigos, el prefecto Tito trató por una vez de contemporizar, y quiso hacer entender al tribuno que el agua y las provisiones iban a ser algo precioso en ciertos tramos del viaje.

Sin embargo, Emiliano se empecinó: insistía en que sus pretorianos estaban acostumbrados a ser bien atendidos, y que no comprendía por qué los romanos tenían que cambiar sus costumbres por el solo hecho de viajar por tierras bárbaras. Al final, Tito, que tenía mal genio, así como la mala costumbre de beber vino puro y a deshora, se olvidó de la cortesía y le replicó con aspereza que no dudaba que los pretorianos fuesen los mejores soldados del mundo; pero que él, con franqueza, casi prefería para la expedición a los mercenarios libios, que quizá no eran tan disciplinados, pero al menos eran capaces de vestirse por sí solos.

Tal respuesta fue muy comentada, y el incidente, al igual que la rivalidad entre los dos jefes, no era más que un reflejo de lo que se vivía en el campo romano. Además de por auxiliares y mercenarios, las tropas estaban formadas por pretorianos llegados de Roma y legionarios de las guarniciones locales. Los primeros se consideraban la élite de Roma, los mejores entre los mejores, y, por supuesto, muy por encima de los simples soldados provinciales, éstos, a su vez, llevaban muy mal la arrogancia y los desaires de aquéllos, por lo que el ambiente estaba bastante enrarecido.

La tensión era algo tan palpable como el polvo, el calor o el tedio de la espera. Pretorianos y legionarios evitaban mezclarse e incluso acudían a distintos cantineros y prostitutas. Se habían producido bastantes altercados y, aunque esas faltas a la disciplina no quedaban sin castigo, lo cierto era que a los dos comandantes no les disgustaba tanto esa rivalidad. Era raro ver salir a alguien solo, y no precisamente por miedo a los bandidos. Parecía una simple cuestión de tiempo el que se desatase alguna pelea a puñaladas, en vez de a palos o puñetazos. Por eso, los más prudentes, además de los más inquietos, suspiraron de alivio cuando se supo que, por fin, se acercaba el emisario nubio.

Fue como si un golpe de viento barriese el campamento. Aventó la pereza agresiva, la desidia, y los humores se aplacaron al saber que por fin iban a dejar aquel lugar perdido y polvoriento. Los soldados aprestaban los equipos, los intendentes los abastos, e incluso Tito y Emiliano dejaron de lado su antipatía para decidir los últimos detalles de la marcha, así como el recibimiento que habían de dispensar al nubio.

El día de la llegada del enviado de Meroe, la gente salió en masa del campamento de los mercaderes para situarse en una colina larga y baja, cercana a los pozos y justo al lado de la senda por la que tenía que llegar la comitiva nubia. Mercaderes, guardias, prostitutas, jugadores, cantineros, agoreros y demás gentes se mezclaban en la ladera abrasada por el sol. Allí estaba un Junio Agrícola más joven, con más pelo y bastantes menos canas, aunque ya con aquel rictus que le daba una expresión de hastío burlón. El calor era terrible y no corría soplo de aire. El aire colgaba como un velo, el sol llameaba en un cielo azul pálido y sin nubes, los buitres daban vueltas en lo alto y las moscas zumbaban hostigosas.

Agrícola, como muchos de los allí presentes, se había echado un pliegue del manto blanco por encima de la cabeza, para resguardase del sol, y los había que incluso se embozaban, tratando de no respirar tanto polvo.

Las tropas estaban formadas delante de su campamento para recibir a los nubios, en un orden perfecto. Sus comandantes las habían situado como si fueran una pequeña legión, quizá para impresionar a los visitantes. Y desde luego que eran un espectáculo de veras vistoso, y más aún en medio de aquellos desiertos —o así lo recordaba al menos Agrícola, luego de todos esos años—, con los legionarios agrupados en centurias, detrás de sus enseñas y jefes.

En primer lugar y a la derecha estaban las dos centurias de pretorianos, de diez en fondo, imponentes con sus armaduras barrocas y bruñidas, los cascos de grandes cimeras y las capas rojas que parecían llamear entre los grises y marrones de la estepa. Les seguían por la izquierda las dos centurias de legionarios de Egipto; infantería ligera de cotas de malla y equipos mucho más modestos y baqueteados. Luego los auxiliares equipados a la legionaria, con túnicas verdes y escudos oblongos en vez de rectangulares. Por último cuatro
numeri
de mercenarios libios armados a la libera, que habían sido reclutados ex profeso para la expedición. Y aún más allá de todos esos contingentes estaban los arqueros sirios, con sus túnicas verdes y sus cascos cónicos, y un centenar de jinetes hispanos. En total, más de un millar de soldados.

A los oficiales se les distinguía aún de lejos por las cimeras de los cascos, así como porque llevaban las espadas ceñidas a la cadera izquierda y no a la derecha. Los que tenían mando directo se situaban a la derecha de sus unidades, y por delante de éstas se hallaban los ordenanzas, trompeteros, signíferos con sus pieles de leopardo sobre cabeza y espalda. Y, por delante de todos ellos, se habían situado Tito y Emiliano, acompañados tan sólo por el portaestandarte de la expedición.

Claudio Emiliano se había vestido sus mejores galas pretorianas y no con la túnica de tribuno, como era de esperar. Agrícola, cuando entornaba los ojos para volver a aquel día lejano de luz cegadora, calor y polvaredas, no podía sino verle una vez más allí parado, hermoso como un dios, con sus maneras de senador. La armadura de piezas labradas que brillaba a cada gesto, las
faleras
que centelleaban sobre la coraza, el casco de cimera y la capa roja como la sangre que llevaba, al descuido, recogida en el pliegue del codo.

Tito, a su lado, daba una imagen bien distinta. Los arreos de un oficial de fronteras no podían siquiera soñar con competir con los de un pretoriano, y menos si éste era de alto rango. Emiliano, consciente de ello, había querido sacarle partido y ganar notoriedad a ojos del enviado nubio. Pero al viejo zorro del prefecto ni se le había pasado por la cabeza luchar en un terreno donde lo ten a perdido todo de antemano. Así que por eso, aquella mañana llena de polvo y luz, los espectadores de la ladera pudieron verle junto al pretoriano de armadura brillante y capa roja, envuelto él en una toga de un blanco inmaculado, larga y suelta, que ondeaba cada vez que hacía un gesto o se volvía a mirar a las tropas.

Colgaba también en el aire cálido e inmóvil el
vexillum
de la expedición, en manos de un veterano
vexillifer
que se situaba a dos pasos detrás de los jefes, con su armadura de placas metálicas y una piel de leopardo, dorada con motas negras, sobre la cabeza y espalda. Al diseñar aquella enseña, se habían propuesto toda clase de figuras, alegorías y leyendas. Pero por una vez, tribuno y prefecto habían estado de acuerdo. Lo que se había bordado en la enseña era una diosa Fortuna, sobre una esfera que representaba al mundo, con una rama de olivo en la derecha y una corona de laurel en la zurda, ya que los dos sabían de sobra, aunque no lo reconociesen en público, que lo que esa embajada necesitaba sobre todo era eso, suerte, más que valor o sabiduría, si querían llegar a buen fin.

Dos jinetes aparecieron a galope tendido por el camino del oeste, que llevaba a Syene. Cabalgaron derecho hacia los jefes, aunque refrenaron las monturas a unos pasos, para no mancharles de polvo. Hubo un intercambio de frases. Los jinetes asentían, señalaban a la espalda y, al final, el tribuno les despachó con un gesto. Corrió entre los espectadores la voz de que ya se veía a la comitiva nubia y todos se volvieron a mirar. Y ya llegaban, en efecto, entre el temblor del aire recalentado, entrevistos a través de celajes de polvo en suspensión.

El asombro sacudió a los presentes, espantando la modorra. Porque, aunque el séquito en sí no era nada impresionante, el emisario nubio no llegaba en litera ni a lomos de caballería, sino en lo alto de un elefante, tal y como pudiera haberlo hecho en tiempos un embajador de la legendaria Cartago. Unos miraban boquiabiertos y otros señalaban. Las putas aplaudían riendo, y sus ajorcas tintineaban. Los viajeros avezados se acariciaban el mentón, comentando otros despliegues fastuosos que habían presenciado en lejanas correrías.

El elefante era de largos colmillos y grandes orejas, que agitaba para espantar a las moscas. Lucía pinturas blancas sobre el pellejo gris, gualdrapas de telas vistosas, adornos en los colmillos y, en lo alto, se bamboleaba una barquilla con baldaquín y velos que oscilaban a cada paso. Un conductor pequeño y desnudo, de pelos enmarañados y negro como un tizón, se sentaba a horcajadas sobre el cuello de la bestia, empuñando una aguija puntiaguda.

Agrícola, que era hombre curioso, ya había oído hablar de los elefantes que los nubios criaban para la guerra y las paradas. Pero el saber eso no hizo que, aquella mañana lejana y sofocante, allí, en mitad de parajes resecos, sintiese menos asombro que sus compañeros, él también se quedó mirando hechizado, la cabeza cubierta por un pliegue del manto blanco, cómo el elefante llegaba a paso lento y majestuoso, balanceándose y agitando las orejotas, mientras las gualdrapas y los velos del baldaquín ondeaban al compás de la marcha.

Una nutrida escolta hormigueaba alrededor de la gran bestia. Más de un centenar de guerreros nubios; altos y de miembros largos, piel negra y rasgos vivaces, como es costumbre entre los de su raza. Unos llevaban túnicas blancas y sueltas, otros iban casi desnudos y el que parecía el jefe portaba una aparatosa cota de malla. Muchos lucían plumas entre los cabellos, y colas de león colgando del taparrabos, y todos empuñaban los grandes arcos que habían dado fama a su pueblo a largo de los siglos, en la guerra y en la paz, y que incluso eran el emblema de sus reyes. Caminaban a largas zancadas, para mantenerse al paso del elefante, y detrás de ellos, entre el polvo, marchaba un séquito de sirvientes y asnos cargados de bagajes.

El arquero de la cota de malla se acercó al elefante y pareció pedir instrucciones a los ocupantes de la barquilla. Gritó a su vez y un par de guerreros corrieron a la zaga, para hacer que el tren de acémilas se detuviese en tanto que paquidermo y escolta seguían adelante, dirigiéndose ahora hacia los jefes romanos que, solos y muy por delante de sus tropas, les esperaron sin pestañear.

Todo el paisaje, allá a donde uno volviese la vista, temblaba por efecto del calor, la luz hacía daño a los ojos, y el mismo aire, las pocas veces que se levantaba en ráfaga, sofocaba de puro ardor. Los tres romanos aguardaban inmóviles, en mitad del terreno pedregoso y polvoriento. El tribuno, con su capa roja recogida en el pliegue del codo y la actitud casual de un petimetre en el foro. El prefecto, alto y digno, muy moreno y envuelto en su túnica tan blanca. El
vexillifer
, impasible, con el estandarte de la Fortuna en las manos y la piel de leopardo sobre la cota de malla. Los tres quietos, sin que pareciera inmutarles la llegada de ese gigante grisáceo —un monstruo casi mítico para los romanos, ligados a los grandes enemigos de Roma— de ojillos iracundos, colmillos curvos y forrados de cobre reluciente, y la nube de arqueros bárbaros a su alrededor.

Pero no sucedió nada anormal, claro. Ni el elefante cargó barritando para pisotearlos, ni los nubios se les echaron encima a traición, con los aceros en claro. A una voz del cabecilla, los arqueros redujeron el paso y se fueron rezagando, mientras el elefante seguía hasta pararse a poca distancia de los romanos. Azuzado por su conductor, se arrodilló trompeteando, sacudiendo las orejotas y haciendo que la barquilla oscilase como una nave en el temporal. Luego bajaron los pasajeros, apartando los velos, y hubo nuevos murmullos de asombro entre los espectadores.

Porque ahora que se mostraban a plena luz, todos pudieron ver que a lomos de aquel elefante sólo viajaban tres mujeres, y una de ellas era sin duda alguna la enviada de los reyes de Meroe. Sólo una se adelantó hasta los embajadores romanos, escoltada por el arquero de la cota de malla. Era la más alta de las tres y el gran tocado lunar le hacía parecer aún de mayor estatura. Iba cubierta de pies a cabeza con velos, que al avanzar ondeaban a su alrededor como un oleaje de gasas. Pocos de los mirones dejaron de fijarse en la forma que tenía de caminar, con andares lánguidos y propios de alguien que se sabe poderoso.

Tito y Emiliano le salieron al paso igual de tranquilos, y se produjo un intercambio de cortesías a pleno sol. Los gestos de los romanos eran mesurados, los de la nubia calmos y, como Tito no llamó a los intérpretes, los mirones supusieron que ella hablaba griego y latín, porque, de los dos romanos, sólo el prefecto chapurreaba algo de nubio, ni siquiera suficiente para una conversación casual.

Las tres figuras —el prefecto de toga blanca, el tribuno de armadura metálica sobre ropas rojas y la enviada de los velos blancos, con el gran tocado rematado en una media luna de plata— fueron a sentarse bajo un toldo, a la derecha de las tropas. Como no había paredes ni velos, sólo un gran techo de lona entre cuatro postes, todos pudieron verles allí sentados, charlando reposadamente, mientras los esclavos les abanicaban, y les servían vino y frutas. El tribuno se había quitado el casco, el prefecto jugueteaba con su copa y ella se las arreglaba para beber sin despojarse de los velos.

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