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Authors: León Arsenal

Tags: #Narrativa histórica

La boca del Nilo (3 page)

BOOK: La boca del Nilo
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—Y tienes razón, Lucio Mario. No es mi caso —responde al final con pachorra—. No soy ningún manirroto, pero tampoco escatimo donde no se debe. Bien lo sabes tú. Al lanista se le ha pagado para que diera el mejor espectáculo: una lucha de verdad, a sangre y sin trampas. No ha habido muerte, pero bien pudo haberla habido, si la puñalada hubiera sido en el cuello, en vez de en el vientre.

—Pero no has dejado que la rematase.

—Tengo por costumbre perdonar al vencido. Me has visto hacerlo muchas veces, así que no sé de qué te extrañas.

—No me extraña; tan sólo me pregunto por qué lo haces. La muerte del vencido es el colofón lógico a un buen combate de gladiadores. No entiendo por qué te empeñas en privar a tus invitados de ese placer.

Los vecinos de mesas asisten mudos e interesados a ese duelo verbal entre el viejo canalla y su anfitrión. Este último, siempre reposado, tiende su copa de oro. Un esclavo se la rellena de su ánfora particular. No es que Africano sea descortés y beba un vino distinto y mejor que el de sus invitados, es que tiene esa costumbre por miedo a los venenos.

—La gente pide sangre con mucha ligereza. Matar por matar a un gladiador derrotado en buen combate es un despilfarro. Peor: es un error terrible que perjudica a los juegos. La lucha de gladiadores es muchas veces un duelo entre rivales que no están, necesariamente, a la misma altura en cuanto a las armas que usan o la habilidad con las que las esgrimen. Cuanto más veteranos son los gladiadores, más vistosos son los combates. Por tanto, matar a un buen luchador es una merma para el espectáculo. Sólo hay que rematar a los débiles, los torpes y los cobardes.

Bebe con parsimonia, porque es de esos a los que les gusta paladear el vino. Se seca los labios con la servilleta y mira dentro de su copa, al vino tinto que reluce entre los brillos del oro. El viejo Mario ha devuelto su atención al plato, al parecer sin muchas ganas de seguir con el tema, y los demás comensales han perdido ya el interés. Pero Africano, de soslayo, llega a ver cómo uno de estos últimos menea distraído la cabeza, como si desaprobase en su fuero interno esas palabras.

Se trata de un mercader de paso. Se llama Agrícola y es romano de Roma. Un hombre de pelo entrecano, de corta estatura, fuerte y poco agraciado, con el aplomo de los que se las han visto en muchas y han conseguido salir de todas. No se encuentra en ese banquete por azar —nadie lo está—, y Africano aprovecha la oportunidad de dirigirle la palabra.

—Creo, señor, que no estás muy de acuerdo conmigo… —sonríe como un ídolo, envuelto en las espirales azules del incienso.

Agrícola levanta los ojos de su copa, cogido por sorpresa, porque estaba ya perdido en sus propios pensamientos. Pero casi en el acto sonríe a su vez, y menea despacio la cabeza.

—No deseo ser descortés, Cneo Aurelio.

—Opinar no es descortesía.

—Entonces he de decirte que no, no estoy de acuerdo contigo. Aunque comparto las razones que has dado para perdonar la vida a los gladiadores. —Tiene la boca grande, de labios gruesos, y una mueca perenne que parece de hastío, de desencanto ante la vida o quizá de ambas cosas a la vez—. Pero son muy pocos los que van al circo a presenciar una buena exhibición de esgrima. La multitud va a ver cómo mueren los hombres en la arena.

Africano ladea la cabeza, aunque ya ha oído otras veces tal argumento.

—Una opinión, para ser digna de consideración, ha de apoyarse en algo.

—La mía se apoya en las observaciones de los filósofos, que van a los juegos a estudiar a los hombres, de la misma forma que éstos lo hacen para disfrutar del espectáculo. Y muchos de ellos han llegado a la conclusión de que lo que llena los circos es el deseo de ver sangre y muerte, y no buenos combates.

—Pero donde esté un buen duelo… —objeta alguien; un tribuno de paso, rumbo a una guarnición de frontera.

—No digo que la esgrima no tenga importancia, lo mismo que cada tipo de gladiador tiene sus seguidores. Pero todo eso es secundario para la multitud. El combate no es más que un preludio de lo que de verdad importa en la arena: la muerte del vencido.

—No siempre acaba así la cosa.

—Por supuesto. En los pulgares de la masa está el destino del derrotado: es ser un dios durante un instante, dispensar la vida o la muerte a capricho.

—Curioso pensamiento, digno de recordarse —murmura Africano, con cierta simpatía.

—Pero los mejores gladiadores alcanzan fama y honores —insiste el tribuno—. Todo el mundo les conoce, les aplauden y son unos héroes para la plebe.

—Y no sólo para la plebe —apostilla Agrícola con una mueca, arrancando risas en sordina, porque las aventuras de gladiadores en alcobas de clase alta son un lugar común—. Dicen que toda gloria es efímera, pero la de un reciario o un mirmidón es la más fugaz de todas. ¿Quién se acuerda de ellos cuando mueren o les entregan la espada de madera y se retiran? En unos días, todos les han olvidado y suerte tendrán si al final les cubre una lápida, pagada por sus amigos. Pero en cambio, sí se recuerdan ciertos juegos. ¿Y por qué se recuerdan? ¿Por la calidad de las luchas? No. Los que quedan en la memoria de la gente lo hacen por la multitud de gladiadores empleados en ellos.

—Es cierto —asiente Africano—. Y aun esos juegos y quienes los organizaron se van olvidando poco a poco, según pasan los años.

—Todo pasa —cabecea Agrícola, que es de los que se ponen filosóficos con el vino, como otros fanfarrones o alegres—. Ya te lo he dicho antes, y es una frase de los sabios, y no mía: toda gloria es efímera.

—La gloria es efímera; sí —el anfitrión vuelve a sonreír como un ídolo—. Y a veces ni eso se alcanza, aun habiendo hecho méritos de sobra para lograrla.

—Cierto. Es la Fortuna la que reparte la gloria.

—O la niega.

—Así es.

Africano se lleva la copa a los labios, y aprovecha el giro de la conversación para introducir el tema que le interesa.

—Como en el caso, supongo, de aquella embajada que envió el césar Nerón al sur de Egipto, en demanda de las fuentes del río Nilo.

Agrícola alza la vista, la copa detenida a media altura, y le mira de veras sorprendido. Un recuerdo, como una lucecita muy lejana, se enciende en el fondo de sus ojos; porque hace ya mucho de eso y no suele pensar en ello. Los que están más cerca les miran con un nuevo interés, porque tanto la expresión del anfitrión como la de su invitado dan a entender que ahí hay toda una historia que escuchar. Casi nadie ha oído nada de esa expedición, aunque alguno ha leído la breve alusión que hace a la misma el filósofo Séneca en uno de sus tratados.

Pero el anfitrión está hablando de nuevo, con falsa indolencia.

—He oído hablar más de una vez de esa aventura, menciones sueltas aquí y allá, pero hay poco escrito sobre la misma y tengo entendido que no se concedieron grandes honores a quienes participaron en ella. Y, sin embargo, parece ser que llegaron más al sur que ningún romano o griego antes que ellos, y los hay que dicen que incluso alcanzaron las fuentes del río.

Africano hace una pausa, quizás en espera de respuesta, pero Agrícola se limita a cabecear de nuevo en silencio, con sonrisa nostálgica.

—Tengo entendido también, Junio Agrícola, que tú mismo estuviste en persona en aquella empresa.

La sonrisa del mercader se hace más ancha, igual de desencantada que todas las suyas.

—Y así fue. Yo fui al lejano sur con esa expedición. Pero hace ya años de eso…

—¿Y qué hay de cierto en lo poco que cuentan los libros?

—Si te soy sincero, no lo sé.

—¿No?

—Nunca me he molestado en leerlos ni en preguntar qué se dice en ellos. ¿Para qué? —vuelve a sonreír—. ¿Qué pueden contarme hombres que hablan de oídas a mí, que estuve allí en persona?

Africano rompe a reír.

—Tienes razón.

Agrícola se acomoda un poco más en su diván, consciente de la atención con que le escuchan.

—Bueno. En primer lugar, no es del todo cierto que Nerón mandase una expedición en busca de las fuentes del Nilo.

Bebe.

—Lo que el emperador hizo fue, en realidad, enviar una embajada al reino de Meroe, al sur de Egipto. Y los embajadores recibieron, eso sí, el encargo adicional de alcanzar el lejano sur, del que habla el griego Herodoto, y descubrir el origen del padre Nilo, para mayor gloria de Roma.

—Vaya —Africano asiente pensativo—. ¿Y puedo preguntarte qué te llevó a ti a unirte a esa aventura?

—Hubo quienes, en Egipto, vieron en aquella embajada una buena oportunidad de abrir los mercados del sur. Yo fui como agente de ciertas casas comerciales de Alejandría que deseaban informes de primera mano sobre rutas y productos.

—Eso no lo entiendo. Se sabe de sobra qué puede ofrecer Meroe. Los egipcios han comerciado con esas tierras desde siempre, los griegos desde hace siglos y nosotros desde hace décadas.

—Sí. Pero esos mercados han sido siempre coto cerrado. Unos pocos controlan las caravanas y el trasiego de productos, y mis patronos buscaban la forma de romper el monopolio de esos intermediarios.

—Ah… —Africano se queda pensando, antes de sonreír—. Bueno, por una vez me interesan más la aventura geográfica que los entresijos del comercio.

—En este caso, van unidas.

—Me gustaría conocer la historia.

—Es muy larga, señor.

—Tenemos tiempo por delante —replica el anfitrión con amabilidad.

—¿Deseas oír la historia del viaje a Meroe y al país del Sur?

—Sí quisiera, si tú no tienes inconveniente.

—Por supuesto que no.

—En tal caso… —deja la frase en suspenso y hace un ademán, invitándole a hablar. Agrícola asiente muy despacio. Se queda en silencio unos instantes, contempla el interior de su copa y luego parece que los ojos dejan de ver a su anfitrión, para mirar mucho más lejos. Es la mirada perdida del que recuerda otros tiempos y lugares. Y Africano —que, a pesar de su nombre, nunca ha pisado África, y nunca lo hará— imagina que su invitado ha vuelto con la memoria a días lejanos, a las riberas cubiertas de papiros de un río que es un dios. Un río ancho, tranquilo, rumoroso, muy azul y lleno de destellos del sol…

C
APÍTULO
I

Pero las pocas veces que Agrícola, por uno u otro motivo, dejaba caer los párpados y volvía con la imaginación a los lejanos días de la embajada a Nubia y la expedición en demanda de las fuentes del Nilo, no recordaba nunca el azul de las aguas ni el verdor de las riberas, y sí rocas calcinadas, arenas, calor y una luz ardiente que cegaba a todos los que se exponían demasiado a su resplandor. Porque, para él, aquella aventura no había comenzado en Roma, donde se fraguó, ni en Alejandría, donde oyó hablar por primera vez de ella, sino en los yermos situados al este del gran río, a lo largo de las rutas de caravanas que llevan a las minas de oro y al puerto de Berenice Pancrisia, en el mar Rojo.

En aquellas estepas, lejos de Syene, junto a unos pozos y casi en mitad de la nada, fue donde instalaron los romanos el campamento de reunión. Y Agrícola, cuando pensaba en los días anteriores a la partida, no podía recordar más que jornadas interminables de polvo y sed. Un viento abrasador que arrastraba torbellinos de polvo. La ruta de caravanas que serpenteaba de horizonte a horizonte, entre peñas, matorrales y arenas. El aire caliente que hacía temblar las imágenes más lejanas.

Los legionarios se entrenaban a primeras horas de la mañana y a últimas de la tarde. Tiraban jabalinas y piedras, y se batían con espadas de palo, mientras los arqueros afinaban la puntería y los jinetes galopaban entre nubes de polvo. Los buitres giraban en el cielo. Los vigías, en lo alto de las peñas, se recortaban contra el azul.

El prefecto Tito iba de un lado a otro, con su túnica de color blanco, la espada ceñida al cinto, observando cómo maniobraban las centurias y tomando nota de las habilidades en tiro y esgrima de cada hombre. En las horas de más calor, los soldados le veían a la sombra de un toldo, sentado con sus ayudantes, bebiendo vino aguado mientras resolvían los problemas de intendencia.

Había sido Tito quien había elegido aquel emplazamiento y él mismo había sido el primero en llegar allí, a la cabeza de cuatrocientos auxiliares, sacados de las tres cohortes estacionadas en Syene. Los soldados habían levantado el campamento en un abrir y cerrar de ojos, y algunos nómadas pudieron observar, entre curiosos y asombrados, a aquella multitud de soldados que se afanaban como hormigas, abriendo fosos y plantando estacas. En los días siguientes habían ido llegando más tropas, personal civil, abastos. Y el campo romano había ido creciendo, siempre en orden, siempre cuadrado, con las tiendas alineadas y protegido por fosos, terraplenes y estacadas.

Cerca había un segundo campamento, más pequeño y caótico, y, pegado a él, un redil provisional lleno de animales. Aquel era el de la caravana que, cargada de productos, iba a acompañar a la embajada durante toda la primera parte del viaje, hasta llegar a Meroe, capital del reino nubio del mismo nombre. Allí se albergaban mercaderes, caravaneros, guardias y, por supuesto, la inevitable patulea de cantineros, putas, adivinos y tahúres que suelen seguir a los soldados allá a donde van.

Cuando hubieron llegado el último destacamento y la última carga de provisiones, ya no quedó sino esperar al enviado de los reyes nubios, que debía acompañarles en el largo viaje Nilo arriba. Y, mientras aparecía, poco había que hacer, aparte de engrasar arreos, afilar hierros, sestear o gastar el dinero en timbas, vino y prostitutas. La única diversión en aquella sucesión de días secos y monótonos estaba en las frecuentes disputas entre los dos comandantes romanos: Claudio Emiliano, tribuno mayor nombrado por el propio césar Nerón, y Tito Fabio,
praefectus castrorum
designado por el gobernador de Egipto.

Podrían darse muchas razones que explicasen la enemistad entre aquellos dos; desde las dificultades que presentaba una expedición así, hasta la escasez de medios con los que contaba aquella en concreto. Pero mucho tiempo después, sincerado por el vino, Agrícola le daría a Africano la mejor de las razones: rivalidad, pura y simple. A los dos les gustaba el mando y les repugnaba compartirlo. Se sentían celosos de sus atribuciones y, como estas se solapaban a menudo, las chispas saltaban cada dos por tres.

La antipatía personal también desempeñó su papel, es cierto, pero las razones de la misma había que buscarlas en lo distintos que eran el uno del otro, y no en disputas por el mando. Y, a juicio de Agrícola, también había ahí un poco de envidia recíproca, dado que cada uno echaba de menos algo que el otro tenía.

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