Read Karate-dō: Mi Camino Online
Authors: Gichin Funakoshi
Itosu caminaba arrastrando al otro con él sin molestarse en mirar hacia atrás. Comprendiendo que había sido derrotado completamente, el joven suplicó el perdón del maestro. “¿Pero quién es usted?”, preguntó Itosu suavemente. “Yo soy Gorō” contestó el joven. En ese momento Itosu lo miró por primera vez. “Ah”, murmuró, “Usted no debe tratar de engañar a un anciano como yo”.
Después de esto, lo dejó ir.
Imágenes vivas se abalanzan una detrás de otra en mi mente cuando recuerdo acerca de mis dos maestros y de sus distintas filosofías del Karate-dō. Azato solía decirme “Considera a tus brazos y piernas como espadas”, mientras que Itosu me aconsejaba que entrenase mi cuerpo de forma tal que pudiese resistir cualquier golpe, no importando cuán potente fuera. Lo que él quería significar, por supuesto, era que no solo debía entrenar mi cuerpo hasta que fuese duro y resistente sino también que debía practicar diariamente las distintas técnicas de karate.
Recuerdo un conocido incidente que ocurrió cuando Itosu fue asaltado por un grupo de fuertes jóvenes, que en poco tiempo los delincuentes quedaron inconscientes en la calle. Un testigo, viendo que Itosu corría peligro, corrió precipitadamente a contarle a Azato acerca del incidente. Interrumpiendo su relato, Azato dijo: “Y los rufianes, por supuesto, quedaron todos inconscientes, con sus caras sobre el piso, no es así?”. Muy sorprendido, el testigo admitió que era cierto, pero quiso saber como Azato lo sabía. “Muy simple”, replicó el maestro, “los no adeptos al karate pueden ser tan cobardes como para atacar por la espalda y si alguno ataca de frente terminará cayendo. Pero conozco a Itosu; sus puños pueden noquear a sus agresores. Estaría bastante sorprendido si alguno sobrevive”.
En otra ocasión Itosu se despertó durante la noche por un ruido sospechoso en la puerta de su casa. Al dirigirse silenciosamente hacia el lugar donde escuchó el ruido, sintió que alguien intentaba forzar la cerradura de la puerta. Inmediatamente rompió el panel de la puerta de un solo golpe de puño. Simultáneamente pasó su mano a través del agujero y agarró por la muñeca al ladrón. Normalmente si un karateca común golpea haciendo un agujero en un panel de madera gruesa, el agujero puede ser desigual y la madera puede astillarse en alguna dirección. En este caso solo había un redondo agujero, y sé que es cierto porque lo escuché del mismo Azato.
Siempre he tenido conciencia del legado de estos dos maestros. Como retribución yo ejecutaba un rito no solo en honor de ambos sino también en honor de todos los maestros que me han enseñado –y lo recomiendo a todos los practicantes de karate: quemaba incienso en el altar budista de cada instructor y me prometía nunca hacer uso de mi cuerpo entrenado para un propósito ilícito. Pienso que esta fue la promesa que más he honrado y resultó en que fui tratado como miembro de la familia, hasta mucho después que me casé y tuve hijos –realmente, hasta la muerte de los dos ancianos.
Frecuentemente llevaba a mis hijos a sus hogares donde les mostraban algún kata y luego les decían a los chicos que lo repitiesen. Como un obsequio los dos maestros les daban a mis chicos dulces de una clase que yo no podía comprarles (lo mejor que podía comprar en ese entonces era ocasionalmente dulce de batata!). Los maestros querían a los chicos y se comportaban como sus propios abuelos. Pronto los muchachos comenzaron a visitar ellos solos a los maestros, como yo lo había hecho cuando era un chico. Y pronto comenzaron a querer al karate como yo.
Ahora que miro hacia atrás, veo a mis hijos y a mí, las dos generaciones, beneficiados enormemente con la enseñanza de estos dos maestros. No encuentro palabras para expresar mi gratitud.
Entre los maestros de Okinawa con los que yo estudié estaba el Maestro Matsumura, acerca del cual se contaba una historia famosa: cómo derrotó a otro maestro de una vez sin dar un solo golpe. Tan famosa es la historia que es ahora legendaria; sin embargo quiero contarla aquí porque es una expresión incomparable del verdadero significado del karate.
Comencemos en el revuelto negocio de un hombre en Naha quien se ganaba la vida grabando dibujos en objetos de uso diario. Aunque ya había pasado los cuarenta años mantenía aún su virilidad; su gran cuello tenía la apariencia del de un toro. Debajo de la corta manga de su kimono se veían sus músculos abultados y ondeados, sus mejillas estaban llenas y su cara era como bronceado o cobriza. Evidentemente, aunque un modesto artesano, era un hombre a tener en cuenta.
Un día llegó a su negocio un hombre de una estampa totalmente distinta pero que también tenía un gran espíritu de peleador. Era más joven que el artesano, no más de treinta años, y su presencia física, aunque no tan grande como el artesano, era sin dudas imponente. Era muy alto, más de seis pies, pero lo más sorprendente eran sus ojos, tan agudos y penetrantes como los ojos de un águila.
Ni bien entró en el pequeño lugar de trabajo del artesano, se mostró pálido y abatido.
Su voz era suave y le dijo al artesano que quería un diseño grabado sobre el hueco de bronce del largo tallo de su pipa.
Al tomar la pipa entre sus manos, el artesano dijo en términos muy corteses, por ser él claramente de menor clase social que su visitante, “¿Perdón señor, pero no es usted Matsumura, el maestro de karate?”.
“Sí”, fue la lacónica respuesta, “¿por qué?”
“Ah, yo sabía que no podía estar equivocado! Por un largo tiempo tuve la esperanza de poder estudiar karate con usted”.
La respuesta del hombre más joven fue corta, “Perdón”, le dijo, “yo no soy un maestro tan viejo”.
El artesano, sin embargo insistió “¿Usted enseña al mismo jefe del clan, no es cierto?” le preguntó. “Todos dicen que usted es el mejor instructor de karate del mundo”.
“Ciertamente escuché eso” contestó irónicamente el joven visitante, “pero no es mi costumbre enseñar a otros. Y de hecho no enseño desde hace tiempo al jefe del clan. Para decirle a usted la verdad” él estalló, “estoy harto del karate!”.
“Que cosa increíble está diciendo!” exclamó el artesano. ”¿Cómo puede un hombre de su calibre estar harto del karate?” “¿Puede ser usted tan generoso de decirme porque?” “Yo no le podría precisar”, rezongó el joven, “si enseñé karate al jefe del clan o no. Por cierto, fue tratando de enseñarle karate que perdí mi trabajo”.
“No entiendo” dijo el artesano. “Todos conocen que usted es el mejor instructor que hay y si usted no puede enseñarle, quién puede? Seguramente ninguno puede ocupar su lugar”.
“Ciertamente” contestó Matsumura, “fue por mi reputación que gané el puesto de instructor del jefe del clan. Pero él era un estudiante indiferente. Rechazaba el perfeccionamiento de las técnicas, las que a pesar de mis esfuerzos permanecían muy imperfectas. Oh, yo lo podría haber abandonado fácilmente si hubiera querido, pero no habría sido de provecho para él, así que puse fin a algunas de sus debilidades y luego lo desafié a atacarme con todas sus fuerzas. El contestó instantáneamente con una doble patada cuando sabe que tiene delante de él a un oponente mucho más competente”.
“Decidí utilizar este error para darle una lección que necesitaba mucho.
Como usted debe saber, un combate de karate es una cuestión de vida o muerte, y una vez que ha cometido un grave error, ya está hecho. Es imposible de repararlo. Usted conoce esto muy bien. Pero aparentemente él no, y para demostrarle la verdad paré su doble patada con mi mano sable y lo arrastré.
Pero antes de que toque el piso choqué mi cuerpo contra el suyo. Finalmente fue a parar a una distancia como mínimo de seis yardas más lejos”.
“Se hizo mucho daño?” preguntó el artesano.
“Su hombro. Su mano. Su pierna donde mi mano en sable golpeó, se pusieron negros y azules”. El joven hizo silencio por un momento. Luego prosiguió “Por bastante tiempo no se pudo levantar del piso”. “Que terrible!” gritó el artesano. “Por supuesto usted fue castigado”.
“Por supuesto. Se me ordenó marcharme y no aparecer hasta nueva orden”.
“Ya veo” dijo el artesano reflexionando. “Pero seguramente él le pedirá perdón”.
“Yo pienso que no. Aunque el incidente tuvo lugar hace más de cien días, no tuve noticias de él. Escuché que estaba aún muy enojado conmigo y dice que soy muy arrogante. No, dudo mucho que quiera pedirme perdón. Ah”, murmuró el maestro, “hubiese sido mejor para mí no haber intentado enseñar karate al jefe del clan. De hecho, hubiese sido mejor no haber aprendido karate!”
“No diga eso” dijo el artesano. “En la vida de un hombre siempre hay altibajos. Pero” agregó, “ya que no hace mucho le enseñaba a él, porqué no me enseña a mí?”
“No!” dijo Matsumura secamente. “Yo renuncié a enseñar. En todo caso, porqué un hombre con una reputación de experto como usted quiere tomar más lecciones?” Matsumura dijo solo la verdad, ya que la reputación del artesano era tan alta en Naha como en Shuri.
“Quizás esta no sea la razón” dijo el artesano, “pero francamente tengo curiosidad de ver como enseña usted karate”.
¿Había alguna particularidad en la voz del artesano que incomodó al joven? ¿Fue la presunción de que el maestro del jefe del clan podría convertirse en el maestro del artesano?
Rápidamente, como muchos jóvenes para ofenderse, Matsumura gritó encolerizado, “¡Que estúpido es usted!. Cuantas veces tengo que decirle que no quiero enseñar karate!”
“¿Entonces” dijo el artesano con un tono de voz menos cortes que la que había tenido en el comienzo, “si usted rehúsa enseñarme, podrá rehusarse también a concederme combate?
“¿Que dice?” Preguntó incrédulo Matsumura. “¿Usted quiere un combate conmigo? ¿Conmigo?
“¡Exactamente! ¿Porqué no? En un combate no hay distinciones de clases. Además, como hace mucho tiempo que no le enseñas al jefe del clan, no necesita su permiso para enfrentarse conmigo. Y puedo asegurarle que mejor tenga cuidado de mis piernas y brazos”. En ese momento, tanto las palabras del artesano como su tono de voz sólo se podían considerar como insolentes.
“Sé que usted dice ser muy bueno en karate” dijo Matsumura, “aunque por supuesto no tengo idea cuán bueno. ¿Pero no cree que ha ido muy lejos?
Esto puede no ser un problema de un golpe, puede ser un problema de vida o muerte. ¿Está usted tan sobre lo mortal?
“Estoy dispuesto a morir” replicó el artesano.
“Entonces estaré contento de complacerlo” dijo Matsumura. Ninguno, por supuesto, puede prever el futuro, pero hay un viejo dicho: si dos tigres pelean, uno estará en el límite de ser lastimado y el otro de morir. Así, ya sea que gane o pierda, usted debe estar seguro que no retornará a su casa con el cuerpo intacto. El día y el lugar del encuentro”, concluyó Matsumura, “lo dejo a elección suya”.
El artesano sugirió a las cinco de la mañana del día siguiente y Matsumura estuvo de acuerdo. El lugar establecido fue el cementerio en el Kinbu Palace, situado detrás del Tama Palace.
Justo a las cinco, los dos hombres estaban uno frente al otro, a una distancia de aproximadamente doce yardas. El artesano hizo el primer movimiento, acortando la distancia a aproximadamente la mitad, en ese lugar cerró su puño izquierdo en posición “gedan” y mantuvo su puño derecho junto a su cadera derecha. Matsumura se levantó de la roca donde estaba sentado mirando de frente a su oponente en posición natural (“shizen tai”) con la parte inferior del rostro sobre su hombro izquierdo.
Confundido por la postura que había asumido su oponente, el artesano se preguntaba si el hombre había perdido el sentido. Era una posición que parecía no ofrecer posibilidad de defensa, y el artesano se preparó a atacar. Justo en ese momento, Matsumura abrió grandes sus ojos y miró profundamente los ojos del otro. Repelido por una fuerza que sintió como un rayo de luz, el artesano cayó hacia atrás. Matsumura no había movido ni un músculo, permaneciendo como antes, aparentemente indefenso.
Gotas de sudor llenaron el rostro del artesano y sus axilas estaban totalmente mojadas; sintió que su corazón latía anormalmente rápido. Se sentó sobre una roca cercana y Matsumura hizo lo mismo. “¿Qué pasó?” se preguntaba el artesano. “¿Por qué todo este sudor? ¿Por qué mi corazón late tan rápido? ¡Todavía no intercambiamos ni un solo golpe!”
Luego escuchó la voz de Matsumura. “¡Hey! ¡Venga! El sol está saliendo. ¡Prosigamos!
Los dos hombres se levantaron y Matsumura asumió otra vez la misma posición. El artesano, por su parte, estaba decidido esta vez a completar el ataque, y avanzó hacia su oponente –de doce a diez yardas, de diez a ocho... seis... cuatro. Y luego se paró, incapaz de seguir, inmovilizado por la fuerza intangible que provenía de los ojos de Matsumura. Sus propios ojos perdían brillo y él se extasiaba por el brillo de los ojos de Matsumura. Al mismo tiempo era incapaz de desviar la mirada de la de su oponente; en su interior sabía que si lo hacía algo terrible podía pasar.
¿Cómo podía hacer para desembarazarse de esta situación difícil? Repentinamente, tuvo voz como para exclamar un grito, un kiai, que sonó como “¡yach!” resonando a través del cementerio y repercutiendo en los montes circundantes. Pero Matsumura se mantenía inmóvil. En ese momento el artesano cayó otra vez hacia atrás y se desmayó.
El maestro Matsumura sonrió, “¿Qué pasa?” le dijo. “¿Por qué no ataca? ¡Usted no puede combatir solo gritando!”
“No entiendo” contestó el artesano. “Yo nunca había perdido una pelea.
Y ahora...” Después de un momento de silencio él levantó su cara y gritó tranquilamente a Matsumura “¡Sí, adelante!” El resultado del combate ya está decidido, ya lo sé, pero terminémoslo. Si no lo hacemos habré perdido mi imagen y mejor estaría muerto. Le advierto que atacaré en “sutemi” (significando que quería pelear hasta el final).
“¡Bien!” Exclamó Matsumura. “¡Adelante!”
“Luego perdóneme si quiere” dijo el artesano, lanzando su ataque, pero justo en ese momento salió de la garganta de Matsumura un gran grito que sonó al artesano como un trueno. Así como el brillo de los ojos de Matsumura.
El artesano encontró que no podía moverse; hizo el último intento para atacar para caer finalmente al piso en una derrota total. A unos pocos pies, la cabeza de Matsumura había girado hacia el sol naciente: él parecía ante el caído artesano como uno de los antiguos reyes religiosos que mataban demonios y dragones.
“¡Renuncio!” gritaba el pobre artesano. “¡Renuncio!”