Read Karate-dō: Mi Camino Online
Authors: Gichin Funakoshi
En uno de esos días de actividad creciente, un caballero espléndidamente vestido apareció en el albergue acompañado de un joven con uniforme de estudiante. Me pidió que le diese una breve demostración de karate, después de la cual el joven dijo entusiasmado que tenía intención de estudiar el arte. Resultó ser Kichinosuke Saigō, miembro de una familia aristocrática que después de la Segunda Guerra Mundial fue nombrado en el Parlamento.
Según recuerdo, el joven caballero era en ese entonces un estudiante del Colegio Peers. Sin embargo eligió como residencia el alojamiento de Tōgōkan, que estaba cerca de mi Dojo, debido a que había decidido pasar todo el tiempo posible practicando karate. Cuando le dije al propietario del Tōgō-kan que él era un huésped aristocrático se sorprendió mucho y rápidamente convenció al joven caballero para que se mudase a otro alojamiento en Myogadani, diciéndole que lo consideraba más limpio y adecuado para el hijo de un noble. Desde este segundo alojamiento el joven viajaba diariamente al Colegio Peers y a mi Dojo.
Después del interés demostrado en Keio y luego en Takushoku, el número de estudiantes de varias escuelas de Tokio pareció crecer sin límites.
Recuerdo, entre otros, jóvenes de Waseda, Hosei, Colegio Médico Japonés, Universidad de Comercio de Tokio y Universidad de Agricultura de Tokio. Se establecieron al mismo tiempo grupos de estudio de karate en varios institutos de alta enseñanza. Uno se formó en el Colegio Nikaido de Educación Física y fui invitado a dar clases de karate en las academias militar y naval, y debo agregar que estuve muy gratificado al recibir las visitas de padres de chicos que estudiaron conmigo. Ellos me agradecieron que por la instrucción de karate que recibieron sus hijos se volvieron fuertes y saludables.
Ahora tengo poco tiempo para limpiar habitaciones y jardines y tampoco tengo una necesidad imperiosa de hacerlo. En efecto, un día vino a verme el dueño de la casa de empeño, que había sido tan generoso, y me dijo “Hacía tanto que no lo veía que pensé que estaba enfermo. Me alegro de verlo tan sano y saludable”.
Durante todo este tiempo mi mujer estuvo en Okinawa, sin embargo mi hijo mayor vino a Tokio antes que yo y mis dos hijos menores vinieron después de mi llegada. Yo decidí no volver a Okinawa hasta cumplir mi misión y a pesar de las dificultades podría haber mantenido a mi familia en Tokio. Pero esto no pudo ser. Cuando le escribí a mi mujer para que viniera, ella se negó rotundamente.
En la religión okinawense la veneración de los antepasados es un elemento muy importante, y mi mujer, una devota budista, no podía concebir la idea de cambiar la tumba de nuestros antecesores a un lugar desconocido. En respuesta a mi requerimiento me dijo que era su deber permanecer en Okinawa pata atender sus obligaciones religiosas. Ella me decía que yo debía concentrar mis esfuerzos en mi trabajo. Viendo que no había forma de que cambie de idea, estuve de acuerdo, aunque fueron muchos años de separación.
No hacía mucho que había llegado a Tokio cuando Hōan Kosugi, el pintor, me invitó a escribir un libro de referencia sobre el Karate-dō. Este no iba a ser un trabajo fácil porque como ya expliqué, no había material disponible en Tokio y tampoco en Okinawa. Así que comencé escribiéndole a los maestros Azato e Itosu y a otros amigos y colegas en Okinawa para que me enviasen cualquier información e ideas que tuviesen sobre el Karate-dō. Pero por supuesto cuando comencé a escribir el libro tuve que confiar casi totalmente en mi experiencia personal durante los días en que me entrenaba y practicaba el arte en Okinawa.
Publicado por Bukyosha en 1922, el libro se tituló “Ryūkyū Kempo: Karate” y tuve el honor de incluir cortas palabras de introducción de varias personas eminentes. Entre ellas puedo mencionar los nombres del Marqués Hisamasa, el primer gobernador de Okinawa, del Almirante Rokurō Yashiro, del Vicealmirante Chosei Ogasawara, del Conde Shimpei Goto, del Teniente General Chiyomatsu Oka, del Almirante Real Norikazu Kanna, del Profesor Norihito Toonno y de Bakumonto Sueyoshi del “Okinawa Times”.
Cuando actualmente releo el libro me siento un poco avergonzado por la escritura de aficionado. Sin embargo para escribirlo le dediqué un gran esfuerzo y por eso entre mis publicaciones ésta permanece como mi favorita. El libro fue diseñado por el mismo Hoán Kosugi.
Los cinco capítulos son: “Que es el Karate”, “El valor del Karate”, “Entrenamiento y enseñanza del Karate”, “La organización del Karate” y “Fundamentos y Kata”. En el apéndice del libro discuto las precauciones que debe tener un karateca cuando practica el arte. Para darle una idea al lector de cómo sentía el karate en ese momento, les reproduciré aquí una breve introducción que escribí en ese primer libro mío:
“Dentro de la profundidad de las sombras de la cultura humana acecha la semilla de la destrucción así como la lluvia y el trueno siguen en el comienzo de una tormenta. La historia es la historia del levantamiento y caída de las naciones. El cambio es un mandato del cielo y de la tierra; la espada y la pluma son tan inseparables como las dos ruedas de un carro. Así, un hombre debe abarcar ambos campo si quiere ser considerado un hombre de talento. Si es demasiado complaciente, creyendo que durará siempre el tiempo bueno, puede un día ser sorprendido por terribles diluvios y tormentas. Así, es esencial para todos nosotros prepararnos cada día de cualquier emergencia inesperada”.
“Para recordar días difíciles en días pacíficos y entrenar constantemente el cuerpo y la mente está la guía espiritual y el carácter del pueblo japonés”.
“Actualmente gozamos de la paz y nuestro país está haciendo grandes avances en todos los campos. Espadas y lanzas, ahora virtualmente sin uso, han sido guardadas en nuestros armarios. Pero ahora, el sutil arte de la defensa propia llamado karate, se va haciendo cada vez más popular y la gente me pregunta constantemente si hay disponible un buen libro de referencia. Aún entusiastas de otros remotos lugares me escribieron preguntándome por algún libro. Por otra parte, la salud y la fuerza de nuestros jóvenes de acuerdo a los exámenes físicos para el servicio militar, parece deteriorarse año tras año. Teniendo todo esto en consideración, decidí escribir un libro de referencia sobre el karate con el propósito de que el deporte se extienda en todo el país y nuestra gente pueda entrenarse tanto la mente como el cuerpo. Esta primera humilde intención está, por supuesto, con muchos defectos”.
Este libro goza de amplia popularidad y fue editado nuevamente cuatro años después por Kobundo en una forma revisada, con el pequeño cambio de
“Renten Goshin Karate-jitsu” (Afirmación de la fuerza de la voluntad y de la defensa propia a traves de técnicas de karate). Mi siguiente libro, llamado “Karate Kiōhan”, fue publicado en 1935 y trata principalmente de los distintos tipos de kata (este libro fue diseñado por Hōan Kosugi).
Varias revistas semanales y mensuales también se empezaron a interesar por el karate y mientras que algunos escritores tratan de presentar la verdadera imagen del Karate-dō, otros prefieren hacerlo en forma sensacionalista.
En el apéndice de mi primer libro cito un artículo que apareció en un periódico de Tokio en el cual el autor dice:
“El propósito del karate es tener un cuerpo fuerte. Es también un arte de defensa propia. Un karateca bien entrenado es capaz de levantarse desde la posición de sentado y hacer pedazos el techo de una habitación con una patada, de romper un tronco de bambú con una mano, de romper dos o tres gruesas tablas con un solo golpe de puño, de romper una gruesa cuerda con un golpe o de destrozar una roca con sus puños o muchos otros hechos de fuerza sobrehumana. Ciertamente estos hechos están más allá de la capacidad humana. “Milagroso” es la única palabra que puede describirlo!”
Como hemos visto, no todos estos hechos están más allá de la capacidad humana y describirlos como “milagrosos” es absurdo. Lamento decir que esta es la forma en que mucha gente considera actualmente al karate.
Uno de los primeros oficiales de nuestras fuerzas armadas que reconoció el valor del karate fue el Almirante Rokurō Yashiro, quien había ganado considerable fama en la guerra contra Rusia. Como el lector recordará, fue él quién me llamó a Okinawa y al quedar tan impresionado por la demostración de karate ordenó a los oficiales y hombres bajo su mando que lo practicasen.
No tengo idea de cómo el Almirante Yashiro supo que estaba en Tokio, pero lo sabía y un día me invitó a su casa en Koishikawa Haramachi. El recordó todo lo que había visto en Okinawa y me dijo que él mismo así como sus hijos y nietos querían aprender karate, de esta forma acordé visitar su casa una vez a la semana para enseñarles el arte.
Cuando llegó el día de práctica me atendió personalmente en la puerta de su casa usando un formal kimono y después que terminamos nuestra práctica me fue a despedir. Teníamos frecuentes conversaciones antes y después de la práctica y aproveché mucho su amplia experiencia. Encontré en él un hombre digno de admiración. Otro hombre de la marina de quien aprendí muchas cosas valiosas fue Isamu Takeshita, quién también llegó a tener más tarde el grado de Almirante.
Esto puede parecer extraño, pero varios luchadores de sumō eran conocidos y estudiantes míos. Uichirō Onishiki, por ejemplo, era un famoso campeón en ese entonces, aunque quizás la joven generación actual no recuerde su nombre. A veces él traía a otros luchadores durante las prácticas en mi Dojo Meisei Juku, pero como mi Dojo era bastante chico y los luchadores de sumō no, prefería mostrarles mis katas en el establo de Onishiki en Ryogoku. Otro luchador de sumō al que le dí frecuentemente clases fue el campeón llamado Fukuyanagi, quien sufrió una muerte prematura al comer pez globo mal preparado. Los luchadores siempre estaban muy atentos durante las prácticas y así como lo hacen actualmente, ellos hacían frecuentes giras a través de todo el país. Tan pronto como retornaban a la capital volvían a mi Dojo para contarme.
Recuerdo que un día, el Gran Campeón Onishiki y yo estábamos paseando por el puente Ishikiri en Koishikawa, cuando comenzó a llover. Como solía suceder yo no llevaba paraguas, pero Onishiki inmediatamente abrió el suyo sobre nuestras cabezas. Pero como Onishiki era más que seis pies de alto mientras que yo era sólo de cinco pies, su paraguas no me cubría mucho.
Viendo esto, él insistió en cubrirme con sus paraguas diciéndome “Si usted me permite”. El se colocó una toalla de manos sobre su cabeza y continuamos caminando.
Después de su retiro, Onishiki abrió un restaurante en Tsukiji y una noche me invitó a cenar. Me ofreció un almohadón para sentarme mientras que él se sentó directamente sobre la estera de paja, siguiendo estrictamente la ceremonia apropiada entre maestro y alumno. Yo no quería, pero estaba profundamente impresionado por el gran sentido de corrección del primer gran campeón.
Además de Onishiki y Fukuyanagi había media docena de otros famosos luchadores que estudiaban karate conmigo y aunque yo les enseñaba aprendí mucho de ellos. Mi conclusión fue que el fin último tanto del karate como del sumō era el mismo: el entrenamiento del cuerpo y de la mente.
Es difícil de imaginar la catástrofe que azotó Tokio el primer día de septiembre de 1923. Ese fue el día del Gran Terremoto Kanto. Casi todas las edificaciones eran de madera y cuando comenzó el fuego después del terremoto, la gran capital quedó reducida a ruinas. Mi Dojo afortunadamente se salvó de la destrucción pero muchos de mis estudiantes simplemente desaparecieron en el holocausto, al caerse e incendiarse los edificios.
Los que sobrevivimos hicimos todo lo posible para socorrer a los heridos y a los que quedaron sin hogar en los días siguientes al terrible desastre.
Con el resto de mis estudiantes y otros voluntarios que junté ayudamos a dar comida a los refugiados, a limpiar las ruinas y a asistir en el trabajo de disponer de los muertos.
Por supuesto tuve que posponer el trabajo de enseñar karate, pero el salario para subsistir no podía ser diferido. Después de un corto tiempo unos treinta de nosotros encontramos trabajo en el Banco Daiichi Sogo haciendo esténciles. No recuerdo cuánto nos pagaban ni cuanto conservamos el trabajo, pero recuerdo que el viaje diario desde el Dojo en Suidobata hasta el banco en Kyobashi fue por poco tiempo.
Recuerdo un aspecto de estos viajes diarios. En esos días muy poca gente usaba zapatos en las ciudades japonesas; se usaban sandalias o las galochas de madera llamadas “geta”. Hay un tipo de estas últimas llamadas “hōba no geta” que tienen dos dientes largos en los extremos y a veces solo uno, y eran estas últimas las que yo siempre usaba para fortalecer los músculos de mis piernas.
Las usaba desde que era joven, en Okinawa, y no veía razón para cambiar ahora que viajaba hacia mi trabajo en el banco. La “geta” de un solo diente que yo usaba estaba hecha de una madera muy pesada y hacía mucho ruido al caminar, tan fuerte como las “geta” de metal usadas por algunos para actualmente entrenarse en karate. No dudaba que los que pasaban me miraban ocultando la risa, divirtiéndoles que una persona de mi edad fuese tan vanidoso como para querer ser más alto. Después de todo yo me sentía bien con mis cincuenta años en esa época. Sin embargo les aseguro a mis lectores que mi motivo no era por vanidad: yo consideraba a mi “geta” de un solo diente como una necesidad para mi entrenamiento diario.
Con el pasar de las semanas y los meses Tokio comenzó a reconstruirse y llegó el tiempo donde vimos que nuestro Dojo estaba en un estado irreparable. El Meisei Juku se había construido alrededor de 1912 o 1913 y no se había hecho nada por él en largo tiempo. Afortunadamente habíamos conseguido algún dinero de la prefectura de Okinawa y de la Sociedad Becaria de Okinawa para hacer las reparaciones tan necesarias.
Por supuesto tuvimos que buscar otro lugar donde el Mesei Juku se volviese a hacer. Sabiendo que necesitaba un lugar para entrenamiento, Hiromichi Nakayama, un gran instructor de esgrima y un buen amigo, me ofreció el uso de su Dojo cuando no lo usase para las prácticas de esgrima. Inicialmente alquilé una pequeña casa cerca del Dojo de Nakayama, pero tan pronto como pudiese quería alquilar una más grande con un gran patio donde mis estudiantes y yo pudiésemos practicar.
Llegó el momento, sin embargo, en que este arreglo fue inadecuado. El número de mis estudiantes crecía así como el de estudiantes de esgrima. La consecuencia de esto era que yo estaba estorbando a mi benefactor. Desafortunadamente mi situación financiera era aún mala y no podía hacer aquello que quería: construir un Dojo específico para karate.