Read Karate-dō: Mi Camino Online
Authors: Gichin Funakoshi
Fue alrededor de 1935 en que un comité nacional de apoyo al karate solicitó los fondos necesarios para construir el primer Dojo de karate en Japón.
No fue sin algo de orgullo que en la primavera de 1936 entré por primera vez en el nuevo Dojo (en Zoshigaya, Toshima Ward) y vi sobre la puerta una placa que tenía el nuevo nombre del Dojo: Shōtō-kan. Ese fue el nombre que decidió ponerle el comité; yo no tenía idea de que ellos habían elegido el nombre que usaba en mi juventud para firmar los poemas chinos que escribía.
También estaba triste porque hubiese querido que principalmente los maestros Azato e Itosu estuviesen y enseñasen en mi Dojo. Ay, nadie puede durar tanto en esta tierra, así que el día en que el nuevo Dojo se inauguró formalmente quemé incienso en mi pieza y oré por sus almas. En mi imaginación estos dos grandes maestros parecían sonreírme, diciéndome “¡Buen trabajo, Funakoshi, buen trabajo! Pero no cometa el error de sentirse satisfecho porque todavía tiene mucho que hacer. Hoy, Funakoshi, es solo el comienzo!”
El comienzo? Yo tenía cerca de setenta años. ¿Dónde iba a encontrar el tiempo y la fuerza para hacer todo lo que faltaba? Afortunadamente nunca me preocupé ni sentí mis años y determiné, como mis maestros me lo demandaban, no renunciar. Había aún, me dijeron ellos, mucho que hacer. De una u otra forma yo lo iba a hacer.
Con la inauguración del nuevo Dojo uno de mis primeros trabajos era hacer una serie de reglas para ser seguidas como un programa de enseñanza.
También formalicé los requerimientos para los grados y clases (“dan” y “kyu”).
El número de mis estudiantes crecía día a día así que nuestro nuevo Dojo, que al comienzo parecía más que adecuado para nuestras necesidades progresivamente quedaba más pequeño.
Aunque, como dije, no sentía mis años, hice hasta lo imposible para cumplir con todos los compromisos que se habían acumulado. No solo debía conducir el Dojo sino también las universidades de Tokio que estaban formando grupos de karate en sus departamentos de educación física, y esos grupos necesitaban instructores. Esto era demasiado para una sola persona, dirigir el Dojo y viajar de universidad a universidad, así que puse en mi lugar a estudiantes avanzados para enseñar en sus propias universidades. Al mismo tiempo puse a mi tercer hijo como asistente, delegándole el trabajo diario en el Dojo, mientras que yo supervisaba la enseñanza en el Dojo y en las universidades.
Debo señalar que nuestras actividades no estaban reducidas solamente a Tokio. Muchos graduados de mi Dojo y de las universidades consiguieron trabajo en ciudades de provincias y pueblos, con el resultado de que el karate comenzó a conocerse por todo el país, abriéndose un gran número de Dojos.
Esto me dio otra misión, como el karate se extendía yo estaba constantemente asediado por los grupos locales, viajando de un lado a otro dando clases y demostraciones. Cuando estaba afuera por algún tiempo, dejaba el trabajo en el Dojo en las buenas manos de mis estudiantes más avanzados.
A menudo me pregunto como elegí el seudónimo Shōtō del cual se originó el nuevo nombre del Dojo. La palabra Shōtō significa literalmente en japonés “ondular de los pinos” y aunque no tiene un significado misterioso, de todas maneras me gustaría contarles porqué lo elegí.
Mi ciudad natal de Shuri está rodeada de montes con árboles de pinos Ryukyu y vegetación subtropical, entre ellos el Monte Torao, que pertenecía al barón Chosuke Ie (quién en realidad fue uno de mis primeros patrones en Tokio). La palabra “torao” significa “cola de tigre” y es particularmente apropiada por que la montaña es muy estrecha y el denso bosque parece una cola de tigre cuando se ve desde lejos. Cuando tenía tiempo, acostumbraba caminar en el Monte Torao, a veces a la noche, cuando había luna llena o cuando el cielo estaba tan claro que parecía una bóveda de estrellas. En esos momentos, si había algo de viento, se podía escuchar el crujido de los pinos y sentir el profundo e impenetrable misterio que yace en el origen de toda la vida. Para mí ese murmullo era como una música celestial.
Poetas de todo el mundo cantaron acerca del profundo misterio que yace en los bosques y yo fui atraído por el encanto de la soledad en donde ellos eran un símbolo. Quizás mi amor por la naturaleza se intensificó porque era hijo único y un chico débil. Pero creo que es una exageración llamarme un “solitario”. No obstante, después de una fuerte práctica de karate yo no encontraba nada mejor que ir al bosque y pasear en soledad.
Luego, cuando tenía mis veinte años y trabajaba como maestro de escuela en Naha, iba frecuentemente a una larga y angosta isla en la bahía, donde se admiraba un espléndido parque natural llamado Okunoyama, con gloriosos pinos y un gran estanque de lotos. El único edificio en la isla era un templo Zen. Aquí también acostumbraba a ir frecuentemente para caminar solo entre los árboles.
En ese tiempo yo ya practicaba karate desde hacía algunos años, y a medida que me familiarizaba más con el arte me hacía más consciente de su naturaleza espiritual. Gozar de la soledad mientras escuchaba el viento silbando entre los pinos era, según me parecía a mí, una excelente forma de alcanzar la paz mental que requiere el karate. Y como esto ha sido parte de mi forma de vida desde mi niñez, decidí que no había mejor nombre que Shōtō para firmar los poemas que escribía. A medida que pasaban los años, este nombre se hizo más conocido que el que mis padres me dieron al nacer, y a menudo encuentro que si no escribo Shōtō junto con Funakoshi la gente puede no reconocerme.
En los lejanos horizontes de Manchuria y Mongolia se estaban acumulando las nubes de guerra, pero el cielo de Japón estaba aún pacífico. La vida proseguía como siempre, con el emperador llevando a cabo sus múltiples funciones oficiales. Yo estaba en esta oportunidad más emocionado por su presencia anual en las demostraciones de karate porque esta vez tenía el honor de ser uno de los participantes.
Aún recuerdo vívidamente cada momento de ese día cuando yo, con media docena de mis estudiantes, ejecuté katas de karate ante la presencia imperial. Los pobres jóvenes okinawenses que tenían que caminar varias millas cada noche hasta la casa de su maestro, difícilmente podrían prever, ni aún en sueños, algo tan importante en su carrera de karateca. Y a pesar de todo sucedió y el honor para mí fue mayor porque pude realizar el kata ante Su Majestad habiendo pasado los cincuenta años de edad.
Yo tendría que haber estado ante la presencia imperial antes, cuando el emperador fue coronado príncipe y pasó por Okinawa en su viaje a Europa.
Pero la situación en ese entonces era diferente. En ese tiempo el karate era una de las artes marciales menos conocidas; estoy seguro que era apenas conocida fuera de las Islas Ryukyuan. Pero ahora ocupa su lugar entre las otras artes marciales y al considerar la tremenda inferencia entre aquellos lejanos días okinawenses y estos días en Tokio, encuentro muy difícil contener la emoción.
Después de la demostración fui invitado a una reunión por Suteki Chinda, el gran asistente del emperador. Él me dijo que Su Majestad recordó la demostración en el Castillo Shuri y que al verme en el Palacio Imperial de Tokio preguntó si no era la misma persona. Podrá imaginarse el lector como me sentí al escuchar esto.
Nuestros agradables días estaban terminando. Cuando el Incidente de Manchuria comenzó a extenderse Japón comenzó a prepararse para una guerra en gran escala. En ese momento mi Dojo tenía cada vez más estudiantes y cuando comenzaron las hostilidades con China, que fue seguida rápidamente por la Gran Guerra del Pacífico, mi Dojo no pudo contener el número de jóvenes decididos a entrenarse. Como ellos practicaban en el patio y aún en la calle temía que el golpe de sus puños desnudos demoliesen los puestos rellenos con paja y que fuese un perjuicio para los vecinos.
“Sensei”, escuchaba a menudo decir a un joven arrodillándose ante mí, “he sido elegido y estoy dispuesto a servir a mi país y a mi emperador”. Todos los días querría ver a mis estudiantes, más de una vez, dirigirse a mí de esa forma. Ellos practicaron ardientemente karate día a día preparándose para encuentros mano a mano con un peligroso enemigo, sintiéndose confiados. Les dije que algunos oficiales instruyen a sus hombres para utilizar un rifle o una espada en lugar de atacar con las manos vacías. Esto comenzó a conocerse como “ataque de karate”.
Por supuesto que muchos de mis estudiantes murieron en combate, tantos, ay, que perdí la cuenta de ellos. Yo sentía que mi corazón se rompía cuando recibía noticia tras noticia diciéndome de la muerte de tantos jóvenes promisorios. Luego quería estar solo en el Dojo en silencio y ofrecer una oración por el alma del muerto, recordando los días en que él practicaba karate tan diligentemente.
Y por supuesto, como muchas otras, mi familia y yo sufríamos nuestra desgracia personal, desgracias que se intensificaron cuando comenzó a hacerse evidente que la Guerra del Pacífico terminaría con la derrota de Japón. Cuando, en la primavera de 1945, mi tercer hijo Gigō se enfermó y tuvo que ser hospitalizado, lo trasladé junto con mi hijo mayor a Koishikawa. Al dejar mi Dojo un ataque aéreo lo destruyó totalmente.
Pensaba que había sido construido con amor y generosidad por amigos del Karate-dō. Había sido una cristalización de su devoción por el arte y me parecía la cosa más maravillosa que había sucedido en mi vida. Ahora, repentinamente, había desaparecido.
Luego hubo que soportar una catástrofe aún mayor: el emperador emitió un decreto aceptando la derrota. El caos en Tokio después de la rendición era más de lo que yo podía soportar, así que me fui para Oita, en Kyushu, donde mi mujer huyó cuando comenzó la feroz batalla de Okinawa. Pensaba que al menos podía vivir tranquilamente con ella y tener la posibilidad de conseguir la suficiente comida que en la hambrienta y concurrida metrópoli.
Pero la vida en Kyushu no fue tranquila como había pensado. Por alguna razón hubo una evacuación masiva desde Okinawa a Oita y mi mujer y yo tuvimos parientes entre las hordas de refugiados. No había mucho para comer: unos pocos vegetales que cultivábamos nosotros mismos y algas que juntábamos en la costa. Mi mujer, con la edad que tenía, mantenía su espíritu indomable, pero para mi gran pesar no por mucho tiempo.
Un día se sintió repentinamente enferma. Ella siempre había sufrido de asma y se sintió tan mal que apenas podía respirar. Cuando una tarde estaba junto a ella, movió su delicado cuerpo en la cama y miró en dirección a Tokio.
Miré sus labios moviéndose en una silenciosa oración. Luego se movió otra vez, en esta oportunidad mirando hacia Okinawa, agarrándose sus temblorosas manos y diciendo otra silenciosa oración. Por supuesto yo sabía lo que pensaba: al mirar hacia Tokio ella pensó en el emperador y en el Palacio Imperial, en sus hijos y nietos; cuando miró hacia Okinawa ofreció su última oración a sus antepasados antes de unirse a ellos.
Así murió mi mujer, quien a través de largos años hizo todo lo posible para ayudarme y estimularme en mi devoción por el karate. Cuando viajé a Tokio, teniendo alrededor de cincuenta años, me tuve que separar de ella y cuando, años antes, estuvimos juntos en Okinawa, su vida fue difícil. Éramos tan pobres que ninguno de los dos tuvo los placeres comunes que forman parte de la comodidad de una pareja. Ella dio toda su vida para mí, su esposo, con su amor por el karate, y para sus hijos.
Creo que sus extraordinarias cualidades fueron reconocidas por la gente de Oita porque hicieron una inusual excepción con ella en la antigua tradición del funeral. La casa funeraria de la villa es solo para la gente nacida en Oita. Los extraños son velados en una morgue en Usuki. Pero los representantes de la villa decidieron que mi esposa fuese cremada en la funeraria local y creo que fue la primera vez que se hizo esta excepción. Fue un conmovedor tributo a su memoria, a sus especiales cualidades humanas.
Era el final del otoño de 1947. En pocos días me iría hacia Tokio llevando una urna conteniendo las cenizas de mi esposa. Iba a pasar un tiempo en la casa de mi hijo mayor. Como el viejo tren de los tiempos de guerra iba lentamente, se paraba en numerosas estaciones. Para mi gran sorpresa en cada estación había antiguos alumnos míos que habían ido a saludarme y a ofrecerme sus condolencias. No sabía como ellos se habían enterado que estaba en el tren y que mi esposa había muerto, pero estaba muy emocionado por sus atenciones. Las lágrimas cayeron desenfrenadamente por mis mejillas hasta que pensé que ella había muerto tan noblemente como había vivido.
En los últimos años he escuchado cada vez más decir a la gente “karate sannen-goroshi” o “karate gonen-goroshi” queriendo significar que un hombre que ha sido golpeado con un golpe de karate morirá inevitablemente tres o cinco años después. Parece algo tremendo y por supuesto deplorable pero puesto que hay algo de cierto quiero referirme a esto muy brevemente.
Es totalmente inexacto decir que si se golpea a un oponente en determinado lugar él está inevitablemente destinado a morirse en un período de tres a cinco años. Pero es cierto que un hombre que es golpeado de esa forma si no muere en el momento puede llegar a morirse después de unos años como resultado de ese golpe. Algunos golpes de karate pueden, por lo tanto, acortar la vida de la víctima: hasta ahí está la verdad que ha dado lugar a estos dichos.
¿Cómo puede suceder esto? No hay dudas que mis lectores habrán visto fotografías de karatekas rompiendo tablas o tejas con un golpe de sus manos desnudas. Generalmente la primer tabla o teja permanece sin dañarse mientras que las de más abajo son las que se rompen; la tabla que realmente recibe el golpe no muestra señales de haber sido golpeada.
Lo mismo puede ser cierto en el caso de un golpe en el cuerpo humano: no aparece nada en la superficie pero el interior puede estar seriamente dañado. Todos hemos escuchado en algún momento de alguien que se golpeó con algo y que sintiendo poco o nada de dolor, le desaparece el problema. Luego, al pasar el tiempo, quizás años, comienza de nuevo el dolor y puede aumentar.
Pero golpeando de esa forma, rompiendo tablas o tejas, se está muy lejos de la verdadera esencia del Karate-dō.
Digamos que una persona entrenada en karate puede normalmente romper cinco tablas de un solo golpe. También un hombre común sin conocer absolutamente nada de karate, con suficiente entrenamiento puede ser capaz de romper tres o cuatro tablas. Lo que no podemos decir es que él de esa forma ha comenzado a entender el verdadero significado del karate. Si intentase utilizar la habilidad que ha adquirido para atacar a otros, con toda seguridad perderá la pelea; puede tener éxito en fortalecer sus manos pero fallará en entender la naturaleza del karate.