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Authors: John C. Wright

Tags: #Ciencia-Ficción

Fénix Exultante (31 page)

BOOK: Fénix Exultante
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Todo estaba oscuro. Los quitasoles de diamante se habían opacado y extendido para aferrar las barandas, de modo que la cubierta ahora estaba cerrada como una ancha tumba, sellada con una tapa. La única luz venía del monstruo. Allí estaba, corcoveando, derramando vapor y líquido hirviente. Bajo sus cascos, un círculo de fuego irradiaba luz. El vapor ascendente se extendió en una voluta de humo sobre el dosel negro y sellado. Era el caballo de Dafne.

Mejor dicho, había sido el caballo. Se erguía sobre las patas traseras, arqueando las patas delanteras en el aire. Un material azulado y traslúcido brotaba de su boca y sus ojos, irradiando calor de desecho mientras la reacción nanomaterial hervía dentro. El cráneo del caballo se partió con una salpicadura de sangre, y una masa más grande de esa sustancia se derramo en el aire, En la luz tenue, Faetón pudo ver destellos metálicos de instrumentos que eran construidos rápidamente dentro de los zarcillos de sustancia que brotaban del cráneo partido del caballo encabritado. Faetón alzó la mano, activó sus acumuladores.

—¡Alto! ¡Negociar! —dijo una voz desde el caballo. Ahora parecía un centauro mítico, aunque con un nido de látigos negros ondeantes donde debía haber un rostro humano. Los tentáculos de sustancia culebreaban como cabezas de cobra, pero no hubo disparos.

Era irónico. Él, el hombre civilizado, tendría que haber sido el primero en solicitar una negociación.

—¿Quién eres? —gritó.

—No se me ha permitido ningún recuerdo de eso. No soy nada.

¿Qué era ese escalofrío súbito? Había abrigado la secreta esperanza de que sus enemigos malignos resultaran ser una simulación, un sueño, un fraude, un error. Pero aquí había un enemigo, y era real.

—¿Te envía Nada Sofotec?

Ninguna respuesta. La criatura dio un paso cauto hacia delante, haciendo repiquetear los cascos sobre la negra cubierta, con las patas delanteras aún en alto. Más zarcillos de sustancia brotaron del cráneo partido, sosteniendo tubos e instrumentos de ominosa imponencia. ¿Armas? En la oscuridad, era imposible ver claramente.

Faetón aprovechó para hacer ajustes en su armadura. El calor de los rápidos cambios que hizo en su revestimiento de nanomáquinas brotó por los costurones de la armadura en susurrantes chorros de vapor.

—¿Eres orgánico o inorgánico? —preguntó—. ¿Individual o parcial?

—No soy nada que puedas entender. La comprensión no puede comprendernos —replicó la criatura con voz monótona, chata, vacía, sin alma.

—¡No desvaríes! Dime si eres una entidad consciente e independiente, para que pueda deducir si destruirte sería asesinato.

—La consciencia no es nada —replicó una voz carente de emociones—. Es una ilusión producida por una percepción enferma. Sólo el dolor es real.

—¿Qué quieres?

—Ríndete. Mézclate con nosotros.

—¿Rendirme? ¿Yo…? ¿Por qué? ¿A cambio de qué?

—Arrancaremos tu carne sucia y corrompida por la lujuria de tu cerebro desnudo, y sostendremos tu sistema nervioso en nuestro autoocéano. Todos los actos y movimientos te serán arrebatados, y podrás abandonar la espantosa carga de la individualidad. Todas las percepciones sensoriales, que son embustes, serán cegadas; todos los recuerdos de todo aquello que no sea Nada serán eliminados. Asi conocerás el verdadero servicio, la verdadera devoción, la verdadera moralidad. La única acción moral verdadera es la que no genera ningún beneficio para el actor; no recibirás ningún bien ni recompensa, ningún placer, ni amabilidad, ni autoestima. La única realidad verdadera es el dolor; es la única señal que demuestra que estamos vivos. Abrazarás una infinidad de esa realidad, pues tu cerebro indefenso y desencarnado será estimulado eternamente con dolor incesante. Esto te enseñará a despojarte de todo orgullo, egotismo y egoísmo. Alcanzarás la iluminación del no pensamiento.

Faetón organizó su armadura para emitir varios tipos de descarga, calculados para quemar carne y saturar circuitos. Sus impulsores de masa ahora podían barrer la zona con fuerza brutal. La criatura se erguía en la oscuridad. Faetón alzó las manos y enfocó los elementos para apuntar.

Pero era reacio a abatir a esa criatura a sangre fría, mientras hablaba. No parecía cuerdo. ¿Había algún modo de descubrir su origen, su motivación?

—Tu oferta es tentadora —dijo fríamente Faetón—, pero me temo que debo rechazarla. Francamente, no entiendo cómo una vida de tortura incesante y sin sentido te beneficia a ti o a mí. Sin duda deseas algo más…

—El yo es ilusorio —respondió la criatura encabritada con voz plúmbea—. Buscar beneficio es egoísmo. No busques nada, no logres nada, no seas nada. El verdadero ser es no ser.

Faetón sintió la tentación de abrir fuego. ¿Qué esperaba lograr esa criatura molesta, patética, desesperanzada? ¿Esa chachara sería sólo una demora, mientras otros agentes o elementos se preparaban?

Faetón sólo necesitaba pensar la orden apropiada, y se conectaría con la Mentalidad en un instante, para contar al mundo lo que sucedía. Todos los secretos de Nada quedarían expuestos.

Pero, ¿viviría Faetón el tiempo suficiente para contarlo? ¿Aguardaba un virus en la Mentalidad para bloquear todas las comunicaciones salientes? Este torpe ataque, esta confrontación, este emisario de horror sin sentido, todo podría ser una treta para obligarlo a conectarse. No sabía qué hacer.

—Explica tu conducta —dijo—. ¿Por qué el uso de la fuerza? La interacción violenta es mutuamente autodestructiva. La colaboración pacífica es mutuamente beneficiosa.

—Beneficiar al yo es erróneo. Genera placer, lo cual es una grosera corrupción. El placer genera la vida, que daña la ecología y es odiosa para la naturaleza, y la vida genera alegría de vivir, que atrapa la mente en la realidad material, encarcela al falso yo en la lógica. Pero una vez que se impone un estado mental que trasciende la lógica, no hay definiciones, ni lindes, ni límites, sólo infinita libertad, la libertad de la nada. No se te puede explicar este estado, pues tú no existes, y porque todas las descripciones son falsas. Tu cerebro será reconstruido. Serás absorbido. Sométete.

Había silencio en la oscuridad. Faetón aún no se resignaba a disparar contra un ser consciente, aunque fuera un enemigo, durante las negociaciones. ¿Eso significaba que tendría que esperar a que el alienígena lo amenazara de nuevo? Sería una necedad. Su deber era conectarse, y prevenir al mundo, aunque le costara la vida. La duda lo carcomía. No estaba entrenado para resolver este tipo de problema. Sabía resolver problemas de ingeniería, problemas constituidos por magnitudes racionales, estructuras definidas, metas claras. Pero esto…

Un niño, o un loco, que era irracional, era una imagen que suscitaba tierna paciencia, o piedad. Pero cuando esa misma irracionalidad controlaba las armas y la ciencia de una civilización tan grande y poderosa como había sido la Ecumene Silente, era una imagen de horror.

Aun así, ¿cómo podía tomarse en serio esa irracionalidad? Éste era el negociador más tonto y menos persuasivo que Faetón había tenido la desdicha de conocer. En su filosofía había contradicciones lógicas que aun un joven escolar podía discernir.

¿Qué podía querer? ¿Qué se le decía a semejante criatura?

Faetón se armó de coraje y habló.

—Perdóname, pero tendré que pedirte que te entregues al alguacil más próximo. Ríndete, por favor. No deseo dañarte. Estás totalmente loco, y no tiene sentido discutir contigo, pero estoy seguro de que nuestra ciencia noética puede devolverte la cordura después de una leve alteración.

—Admites, finalmente, la verdad de nuestra proposición —dijo el caballo sin cabeza—. La lógica es fútil. La verdad se debe imprimir en cerebros cautivos por la fuerza. Pero nuestra verdad no es tu verdad. Entre nosotros no hay un terreno común, no hay comprensión, componenda ni confianza. No hay nada entre nosotros.

La voz plúmbea de la criatura se silenció.

—Entonces, ¿por qué pediste negociar? —preguntó Faetón con glacial desconcierto—. Más aún, ¿por qué hacer nada? Si tu vida es tan horrible, irracional y descabellada, ponle fin. Yo no te detendré, te lo aseguro. Con franqueza, me eximirías de la perturbadora tarea de tener que hacerlo por ti.

Éstas fueron las primeras palabras de Faetón que produjeron una respuesta emocional de la criatura, pues sus muchos tentáculos comenzaron a contorsionarse y fustigar, y fragmentos de material, garfios y cañones de armas comenzaron a surgir convulsivamente de la carne humeante del pecho y de las ancas. Brotó sangre de las corvas, manchando la cubierta. El caballo dio unos pasos adelante y atrás, a izquierda y derecha, como una danza cómica, haciendo rechinar los cascos traseros, y el alto cuerpo osciló, agitando las patas delanteras.

Los dos estaban frente a frente, un hombre en armadura brillante, un caballo humeante y sin rostro que se mecía como una sombra negra.

Faetón dio un paso atrás, se aseguró de que todas sus armas recién fabricadas estuvieran apuntadas, afinadas y preparadas. Respiró tensamente. Ninguno de los dos disparó.

La criatura plantó de nuevo sus cascos traseros, alzó sus muchos brazos, y se quedó tiesa.

—Hemos impreso nuestro suprayó —dijo con voz más profunda— en los campos internos de un agujero negro, más allá del horizonte de sucesos. En el centro del agujero negro, todas las irracionalidades son realidad, todas las condiciones limítrofes alcanzan lo infinito y lo infinitesimal. La lógica cesa. Ninguna señal racional puede salir del horizonte de sucesos para comunicarse con aquéllos que no han sido absorbidos. Tú estás más allá de mi horizonte de sucesos. Todavía existes en el universo limitado por la lógica, el egoísmo, la percepción, el pensamiento. Entrarás en nosotros, y serás abrazado, entrarás en nuestra singularidad, y todas las distinciones entre el yo y lo otro cesarán. Tú cesarás. Nosotros cesaremos. Nada triunfará.

Faetón pensó:
¿Qué quieres entonces? ¿Por qué me has atacado?
No se molestó en decirlo en voz alta. Habría sido en vano.

Vio un destello de luz a sus espaldas. Dafne, empuñando una pata rota del catre como un garrote, subió por la escalerilla y se asomó a la cubierta. La sortija de su dedo emitía un delgado haz de luz.

—¿Faetón? ¿Qué pasa contigo? ¿Aún no has destruido a esa criatura?

—¡Dafne, retrocede! —Faetón gimió de frustración y temor y se interpuso entre Dafne y el monstruo, dándole la espalda a ella, extendiendo los brazos como para protegerla. Estaba seguro de que la heroína de un drama de espionaje o simulación beligerica usaba una pata de silla como garrote para aplastar imágenes generadas por ordenador.

¿Cómo cometía la locura de subir? Su agónico y amargo pensamiento fue que Dafne no tenía experiencia real con emergencias, y no sabía juzgar los grados de peligro.

El caballo retrocedió aún más y alargó el lomo, elevando la parte superior del cuerpo en una sangrienta convulsión de carne desgarrada. La sangre chorreaba por toda la cubierta. Dos de los zarcillos que surgían del pescuezo del caballo se duplicaron en tamaño, y se extendieron a izquierda y derecha, como para apuntar a Dafne. Sin importar adonde se moviera Faetón para bloquear el arma con su cuerpo, la criatura tendría una clara línea de fuego por el otro lado.

—Ríndete —dijo el monstruo— o destruiré al objeto de amor.

—¿Objeto de amor? —exclamó Dafne ofendida—. Faetón, ¿quién es esta cosa? —La luz de su sortija cayó sobre la masa goteante del monstruo, y ella soltó un jadeo plañidero—. ¡Mi caballo! ¡Mi pobre Crepúsculo! ¿Qué has hecho con mi caballo?

—¿Qué debo hacer para rendirme? —dijo Faetón.

—Danos la armadura —respondió el monstruo—. La necesitamos para pilotar la nave.

La armadura. Por supuesto. ¿Qué otra cosa podía haber sido?

—Si te doy mi armadura, ¿dejarás libre a mi esposa?

—Mata a ese maldito engendro, Faetón —murmuró Dafne a sus espaldas—. No puedes negociar con esa cosa.

—Tú actúas impulsado por pensamientos de amor y seguridad de los seres queridos, una modalidad del bien y del mal —dijo el monstruo—. Nosotros estamos más allá del bien y del mal, más allá del amor. No tenemos seres queridos. No tenemos nada. Nada nos satisface. Nos darás la armadura y te someterás a la ausencia de yo.

—No temas —susurró Dafne—. Mátalo.

Faetón titubeó.

—Me sentiré tan avergonzada de ti —susurró Dafne—, tan avergonzada, Faetón, si dejas que el amor o el temor te debiliten. Te odiaré para siempre. No seas cobarde. Mata a ese maldito engendro.

Faetón suspiró, contuvo el aliento, reflexionó.

—Lo siento, Dafne. Te amo. —Dio una orden mental a su armadura.

Tonantes y arrasadoras llamaradas brotaron de los guanteletes y embistieron a la criatura. Una docena de rayos saltaron de puntos de descarga de sus hombros, lanzas de brillo incandescente. La principal célula de energía del peto se abrió en un haz abrasador de llama atómica. Impulsores de masa arrojaron hileras de partículas cuasilumínicas al blanco. Un cataclismo de fuego instantáneo convergió sobre el monstruo y lo perforó.

El cuerpo del caballo explotó y arrojó restos ardientes a la cubierta. Faetón, las con baterías agotadas, la energía exhausta, de pronto sintió todo el peso de la armadura en los hombros, y cayó sobre una rodilla.

Faetón se incorporó, jadeando. En el espacio cerrado de la cubierta, la conmoción había sido descomunal. Delante de él rugía una columna de fuego aceitoso, lamiendo los quitasoles negros con sinuosos brazos de humo.

Volvió la cabeza. Dafne estaba de bruces. ¿Muerta? Pronto vio que se movía y erguía la cabeza. Era imposible y asombroso. Ni siquiera sangraba. ¿La criatura no había disparado? Ella estaba a la sombra de la armadura de Faetón, y sus armas estaban configuradas para minimizar todo retroceso o propagación. Aun así, la descarga energética en ese espacio cerrado tendría que haber sido… No importaba. Lo aceptaba como un milagro.

—Estás viva —susurró.

Ella se puso a gatas en el umbral de la escotilla. Tenía la cara roja, y corrían lágrimas por sus mejillas sucias de hollín.

—Me has llamado esposa, querido —dijo ella, tosiendo—. Supongo que eso significa que he ganado.

—Traté de conectarme con la Mentalidad —jadeó Faetón—. Comprendí que debías de tener razón, que no hay virus, nada que temer. Pero…

Vio que los ojos de Dafne, que miraban sobre el hombro de él, se transformaban en círculos de horror.

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