Ambos apoyaban los codos en la borda. Ambos suspiraron, con furia contenida o bien con sorprendido alivio. Ambos se volvieron para mirarse.
Fue un movimiento leve. Quizá ella sólo ladeó la cabeza, o movió el hombro. Pero al instante él había arrojado la armadura a cubierta en —arremolino de nanomaterial negro, y la estrechó mientras ella lo abrazaba, besándole fogosamente los cálidos labios mientras ella lo besaba aun con mayor ardor, y sus cuerpos se anudaban mientras suspiros y gemidos acompañaban cada beso prolongado.
Fue Faetón quien apartó la cabeza primero.
—Sabes, niña…
—Cállate —dijo ella. Temblaba en sus brazos como un gato dormido, la cabeza hacia atrás, los ojos entornados, los labios entreabiertos, las manos esbeltas sin fuerza contra sus hombros. Parecía indefensa, totalmente arrobada, pero totalmente firme—. Hablas demasiado. Iré contigo. —Y alzó los labios para besarlo de nuevo.
Su rostro era como el rostro de su esposa ahogada. Sus besos eran casi iguales a los besos de su melliza.
Él le puso las manos en los hombros y la apartó con firmeza.
Humor pícaro, impaciencia, impertinencia… todo relampagueaba en la mirada de Dafne, que abrió la boca para hablar. Pero al ver la grave expresión de Faetón, se entristeció y calló. Él apartó las manos.
—Lo lamento —dijo, volviéndose.
Los ojos de ella relampaguearon.
—No te preocupes. Esperaré. O quizá vaya a buscar otro hombre. Atkins es bastante guapo. —Se volvió hacia la costa del acantilado y agitó la mano, llamando—: ¡Oye, marinero! ¡Por aquí!
Atkins estaba de pie con las manos entrelazadas a la espalda, fingiendo que estudiaba las estrellas y formaciones nubosas, mientras ambos se besaban. Ahora cabeceó hacia ellos, y saltó.
Faetón no pudo ver qué motor o sistema de vuelo usaba para efectuar ese salto a través de la bahía, y perdió de vista la armadura negra cuando pasó por arriba. Atkins aterrizó de cuclillas en cubierta, como un gato, sin hacer el menor ruido.
Atkins se volvió. Su yelmo se abrió en una aureola negra de esferas flotantes; pero algunas esferas cayeron al piso y se transformaron en caracolas que correteaban de aquí para allá sobre la cubierta y los pabellones de diamante. Su rostro aún era impávido, huraño y rugoso. Pero sus ojos chispeaban, lo cual lo hacía parecer fresco, alerta, y quizá jovial.
Faetón no pudo ocultar una expresión hostil. Chasqueó los dedos, y ordenó a su armadura negra que lo recubriera de nuevo. No se puso el yelmo.
Atkins sólo tenía su katana en el cinturón.
—¿Qué pasó con ese enorme fusil con el que disparaste al monstruo? —preguntó Dafne, señalando.
—No se llama así, señora. Se llama unidad de disparo remoto manifiesto de energía dirigida para disgregación de campo. También se llama martillo infernal. Proyecta un grupo de microunidades remotas a velocidad cuasilumínica para formar una red de alta energía alrededor del blanco, investigar y confundir cualquier equipo antidesintegración y neutralizar las medidas defensivas. Luego la red anula los campos mesónicos emparejando partículas básicas. Tiene un alcance efectivo de catorce minutos luz, así que no podría atacar ningún blanco fuera del sistema solar interior, y no sirve para tareas de largo alcance. Además, la capacidad de formar una red energética se reduce drásticamente si la masa del blanco supera las treinta mil toneladas métricas, así que no sirve para bombardeos navales. Pero para un trabajo cercano como éste…
Dafne, viendo que Faetón entornaba los ojos con repugnancia, se acercó más a Atkins.
—¡Fascinante! —dijo con tono seductor—. Pero, ¿dónde la has puesto? No la llevas encima…
—Oh, era una proyección de pseudomateria.
—¿De veras? —dijo ella con ojos chispeantes, y se le acercó otro paso.
—Así es. Llevo plantillas de todas las armas posibles y otros sistemas de combate en mi armadura, con un proyector de pseudomateria de largo alcance, así puedo proyectar unidades de equipo y máquinas de combate a mi entorno, según sea necesario. La cosa que puse entre tú y la explosión cuando tu esposo desplegó sus fuegos de artificio fue un carro de combate de la Quinta Era, un Brujo de Hierro Jerónimo, con pala de atrincheramiento adjunta…
Ella parpadeó.
—¿Qué?
Atkins respondió con voz de cortés sorpresa:
—¿No reparaste en un gran vehículo blindado cuadrangular en la cubierta entre la explosión y tú?
—Tenía los ojos cerrados —dijo ella—. Y creo que Faetón miraba hacia el otro lado. ¿No es así, Faetón? ¿No agradecerás a este simpático hombre que me salvase la vida? Yo había evolucionado de niña a esposa, al menos en ese momento, así que creo que deberías decirle algo bonito en vez de poner cara de pocos amigos.
—Quizá deba agradecerte que salvases la vida de mi… la vida de Dafne —dijo Faetón.
—Sólo cumplía con mi deber.
—O quizá deba darte un puñetazo en la nariz. Fuiste tú quien puso su vida en peligro. ¿O dirás que también cumplías con tu deber?
Apareció esa leve contracción en la mandíbula que Atkins usaba en vez de sonrisa.
—En cuanto a eso, no lo sé. Pero si deseas pegarme, mejor hazlo ahora Si lo haces más tarde, será una contravención penada con un consejo de guerra.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Porque golpear a un oficial superior siempre ha sido una ofensa gravísima entre quienes se alistan en las fuerzas armadas. Piensas alistarte, ¿verdad? De lo contrario, nunca arrebatarás tu nave estelar al enemigo.
Faetón les dio la espalda a ambos, irritado y airado, pero reacio a mostrar su exasperación. Encontró una toma que conducía al núcleo de energía de la barcaza, y fingió ocuparse de programar un adaptador con el nanomaterial de su capa, para recargar las agotadas baterías de la armadura.
Los otros dos no dijeron nada. A pesar de todas las preguntas no formuladas ni respondidas, nadie habló.
Dafne se apoyó en la borda, con los tobillos cruzados, las manos cerca de las caderas, aferrando la baranda. La brisa nocturna agitaba su pelo desmelenado. Aún tenía la cara tiznada, pero aun así lucía adorable. Tenía una sonrisa leve y soñadora, y fijaba los ojos en el horizonte. Parecía estar a sus anchas con el mundo. Pero su expresión picara y su sonrisa gatuna sugerían que estaba a sus anchas gracias a un plan secreto que llegaba a la conclusión prevista.
Atkins estaba quieto, paciente como una roca, mientras sus remotos negros, como caracolas escurridizas, recorrían la cubierta abrasada.
Era natural que Atkins tuviera paciencia, pensó Faetón en un espasmo de irritación. Él todavía era inmortal. Parte de su cólera añoró a la superficie. Cerró la toma y se volvió hacia Atkins con cara de pocos amigos.
Señaló a Dafne y rugió:
—Antes de que ocurra nada más, quiero que se restauren las copias numénicas de inmortalidad de Dafne. Se le arrebataron por error. Su exilio está mal, pues sólo se exilió para ayudarme, y los Exhortadores no me habrían desterrado si hubieras tenido la decencia de hablar durante mi indagación para decir la verdad al Colegio.
—Así es —dijo cortésmente Atkins—. Sin duda es lo que deseas. ¿Qué crees que puedo hacer para ayudarte?
Faetón se dijo que la cólera era tan irracional como indigna. Estaba seguro de que un circuito de autoanálisis le mostraría qué asociaciones o alusiones subconscientes lo inducían a pensar que lo habían tratado injustamente. Pero la cólera seguía allí.
—Puedes presentar una disculpa oficial. Puedes resarcir monetariamente a mi esposa por el período en que estuvo privada del uso del circuito de inmortalidad, un circuito al cual tenía derecho y que ella habría podido usar de no ser por el engaño a que sometiste al Colegio de Exhortadores. Su vida corre peligro cada momento en que su circuito de inmortalidad está desconectado, porque cualquier accidente fatal que sufra ahora destruirá para siempre parte de su grabación de pensamiento y, si pierde demasiada memoria, ello puede atentar contra sus derechos a su propia identidad.
—No puedo hacer mucho en ese aspecto —respondió Atkins lacónicamente—. ¿Algo más?
—Sí. Puedes ofrecerle una disculpa pública y un resarcimiento monetario por el tiempo en que se le impuso el servicio involuntario como agente de la jerarquía militar de la Mente Bélica de la Ecumene. ¿O niegas que las fuerzas armadas la usaron como señuelo para sacar de su escondrijo al agente silente? La trataste como si fuera parte de tus tropas, arriesgando su vida, poniéndola en situación de combate, pero no le diste la opción de ofrecerse voluntariamente para esa misión de vida o muerte. ¡Tampoco le diste el entrenamiento, las armas y el equipo que se habrían dado al soldado más bajo de tus filas para que al menos tuviera oportunidad de defenderse! Ni siquiera le diste esa oportunidad.
Miró a un costado y vio que Dafne sonreía. Sintió confusión y esperanza.
—A menos… —dijo—. ¿Te ofreciste voluntariamente para esto, Dafne? ¿Atkins te explicó la situación, y aun así viniste? Eso era lo que faltaba de los días posteriores a tu visita a la casa de Atkins, en el registro que me mostraste, ¿verdad? Un período de entrenamiento en que él te preparó para afrontar este peligro…
No pudo contener una sonrisa de alivio. Por un instante, un mero instante, había pensado que el gobierno y la sociedad de la Ecumene Dorada eran capaces de las prácticas mezquinas, indignas y engañosas que habían usado los gobiernos bárbaros de sociedades primitivas y poco esclarecidas. Una época ya pasada…
—¿Ofrecerme voluntariamente? —dijo Dafne—. ¿Para correr riesgos? ¿Yo? Claro que no. No seas bobo. Yo creía que alucinabas. Creía que Gannis había fabricado a tus invasores enemigos sólo para engañarte. ¡No me habría ofrecido voluntariamente para que mataran a mi pobre Crepúsculo! Amaba a ese caballo. ¿Ofrecerme para eso? ¿Qué clase de monstruo crees que soy?
—¿Qué pasó entonces durante esos días faltantes?
—Principalmente, erré de un lado a otro, buscándote. Y lamenté no vivir en aquellos días en que había carreteras. Allí estaba en mi caballo, recorriendo las verdes colinas de la India, donde viven las Cerebelinas no compuestas, aisladas en sus jardines y arrozales. Y me transformé en algo semejante al mito de la esposa del minero asteroidal, yendo de una comunidad a otra, buscando el bolso postal extraviado donde está el cuerpo de su esposo. Sólo que en mi caso, en vez de perseguir a atemorizados correos del Servicio Postal Extraterrestre de las Naciones Reunidas, era yo quien debía huir y ocultarse, para no llamar la atención de los Exhortadores. Y no tenía un cañón lanzallamas. Aparte de eso, era igual a ella. Te habrías sorprendido. Comenzó a correr el rumor de que estaban a punto de exiliarme, así que nadie estaba dispuesto a hablar conmigo (ya sabes cómo son las Cerebelinas no compuestas) y todos fingían que no podían verme (aunque podían) y cada vez que entraba en una aldehuela o mercado o construccionario, todos parecían saber quién era, y me dejaban pequeños obsequios, alimentos o chucherías en sus puestos de guardia, o colgados en estuches en los postes del jardín. Tal como los areneros de la historia dejan balas flamígeras y botellas de aire para la esposa del minero asteroidal, ¿ves? Y fingían que animales o hadas se llevaban los regalos. Era bastante tierno. Mucha gente me dejó dinero, monedas de tiempo o gramos de antimateria. Esa parte fue realmente divertida. Porque somos ricos. Ya te conté esa parte, ¿verdad?
—Sí, creo que me has contado todo —dijo Faetón. Algo en la voz de ella, en su pequeña historia, aplacaba su furia. ¿Ella hacía eso a propósito…? No. No podía ser. Ninguna mujer podía ser tan calculadora.
Faetón se volvió hacia Atkins, y estaba por regañarlo de nuevo, cuando Dafne añadió:
—¡Ah, no! ¡Me olvidé de contarte la única parte importante! Encontré a una de las proyecciones de Aureliano Sofotec en el Taj Mahal.
—¿Me buscabas en el Taj Mahal?
—No, te buscaba en la India. Pero, ya que estaba en la India, fui a ver el Taj Mahal. ¿Por qué perderme la oportunidad? La imagen de él estaba vestida como Ganesha, usando una cabeza de elefante, un colmillo partido sumergido en tinta de escribiente, y cabalgando a lomos de un ratón. Era realmente agradable; te mostraré mis recuerdos cuando regresemos a casa.
Faetón miró ceñudamente a Atkins.
—Sí. Está bien. Nuestro exilio se rescindirá, ¿correcto? Atkins es testigo de que todos estos acontecimientos son reales. Quizá esta vez no oculte la verdad.
Una mueca de fastidio rozó la boca de Atkins.
—Pareces creer que yo fijo las políticas. Yo sólo obedezco órdenes. Ni siquiera puedo pedorrear si el reglamento no lo permite, ¿vale? Yo no preparé la trampa en que caíste.
—Es muy conveniente que otra persona esté a cargo de tu conciencia, ¿verdad?
—Tú debes saberlo mejor que yo. Pregunta a la mansión que dirige tu vida.
—¿Cómo has dicho? —exclamó airadamente Faetón.
—Oh, querido —intervino Dafne con voz suave y despreocupada—. ¿Te conté que Aureliano tenía un mensaje para ti? Es la cosa más importante de tu vida, de modo que si dais por terminada esta riña entre machos, quizá pueda comentarte…
—Eres un imbécil —le dijo Faetón a Atkins—. Creo que me debes una disculpa. De lo contrario…
Pero no se le ocurrió ninguna amenaza legítima, así que se limitó a hacer una mueca y sentirse tonto.
Para su infinita sorpresa, Atkins se adelantó y extendió la mano.
—Lo lamento —dijo.
—¿Qué?
—Lo lamento. Chócala. Yo no determiné las políticas, y no sabía en qué medida la Ecumene Silente había penetrado en nuestra Mentalidad, así que el Parlamento no podía hacer público este conocimiento.
—¿Entonces sí es la Ecumene Silente?
—Su tecnología, sin duda. Si son realmente ellos, no lo sé. A menos que hayan encontrado un modo de salir de un agujero negro.
—¿Cuánto hace que lo sabes?
—¿Con certeza? Sólo desde esa noche en que enviaron un agente disfrazado de neptuniano para hablar contigo. Estaban desesperados por comunicarse contigo, así que corrieron riesgos y cometieron torpezas. El neptuniano dejó pruebas físicas, esporas en la hierba, nanomáquinas y demás. Por el modo en que los datos estaban codificados en los campos de nanomáquinas, parecía bastante obvio que tenían un sofotec. Tú oíste lo que mis remotos descubrieron sobre eso. ¿Desde cuándo he sospechado? Desde la tormenta solar.