—No puedo creerlo… —murmuró ella.
Él volvió la cabeza dolorida con lentitud. De la columna de fuego donde antes había un caballo salió una figura alta y esquelética, hecha sólo de nanomaterial blanco azulado, y todavía con una forma similar a la equina. Avanzó, apoyándose delicadamente en los cascos traseros, irguiendo el cuerpo. Desde la parte superior aún se extendía un nido de serpientes que empuñaban armas e instrumentos que les apuntaban a ambos.
—Aprobamos los actos fútiles, descabellados, sin sentido —dijo la voz monótona—. Nos agrada tu intento de causarnos dolor. Pero reprobamos tu motivación, que era egoísta. Quítate la armadura. Inserta la cabeza en la cavidad que abrimos en esta unidad, para que podamos cortarte el cuello e ingerir tu materia cerebral. Tu cerebro será sostenido por medios artificiales durante el traslado.
El costillar abrió dos rejillas de hueso, mostrando un tosco mecanismo que aún humeaba con el calor de la nanoconstrucción, cuyo orificio era como las fauces de una guillotina.
Diminutos copos de viscosidad cayeron de las puntas del costillar. Las fauces de la guillotina se abrieron, formando un agujero redondo y húmedo del tamaño de una cabeza humana.
Faetón usó su personalidad de emergencia para extinguir su temor. Sin las trabas de la emoción, una prístina claridad surgió en sus pensamientos.
Su primera conclusión fue que Dafne estaba en lo cierto: su miedo a conectarse con la Mentalidad era una coacción externa, impuesta por los Cacófilos cuando él salía del tribunal. Los silentes aún no habían revelado capacidad para manipular registros de la Mentalidad, borrar memorias sofotec o hacer otras cosas que él había creído.
Su segunda conclusión fue que la pantalla de interferencia que ahora bloqueaba su acceso a la Mentalidad debía de ser groseramente conspicua para los monitores de red. Todo el sistema de información mental numénico de la Tierra, incluidos los pensamientos de los sofotecs y las grabaciones cerebrales de los circuitos de inmortalidad, se basaba en comunicaciones plenas y fluidas, y en consecuencia era extraordinariamente sensible a cualquier interrupción.
Su tercera conclusión confirmaba la primera: la partida de Dafne había sido un acontecimiento público. El enemigo sólo había despachado un caballo, controlado por un paquete de nanotecnología, o portador de él, para encontrarla y permitir que lo llevara a Faetón. Esto significaba que hasta entonces el enemigo desconocía su paradero. Ello sugería que los silentes no habían invadido la Mentalidad en mayor grado. Su penetración era suficiente para permitirles conocer los acontecimientos públicos, pero nada más.
Su intuición anterior se confirmaba. El enemigo no era poderoso.
A partir de sus actos, ahora se podían deducir sus objetivos. El enemigo debía de haber establecido contacto con algunos neptunianos en el espacio distante, más allá del alcance de los sofotecs del sistema interno; los neptunianos tenían contactos con Gannis. A través de Gannis, el enemigo encontró a Unmoiqhotep y los Cacófilos. Luego esperó una oportunidad para atacar secretamente a Faetón.
Pero no para matarlo. La captura de su cerebro y su funcionamiento cerebral, del conocimiento de la nave, de los mecanismos de su armadura que controlaban la nave, debían de haber sido el objetivo desde el principio. Por eso el delegado neptuniano había intentado que él lo acompañara físicamente. Cuando eso falló, atacaron después de la audiencia de la Curia, cuando el Cacófilo Unmoiqhotep envenenó su mente con una tarjeta negra en Sueño Medio, implantando recuerdos falsos de un ataque inexistente, destinado a asustarlo para que abriera su cofre de memoria y así sufriera el exilio. Con Faetón en el exilio, pasaron a buscar el control de la
Fénix Exultante.
El enemigo había atacado justo cuando la astucia de Monomarcos canceló la deuda que Faetón tenía con Gannis. ¿Por qué? Porque los silentes controlaban a Jenofonte, que podía comprar la deuda a Rueda-de-la-Vida, y tomar posesión de la nave (la cual, de no haber sido por Monomarcos, habría quedado en manos de Gannis y habría sido desmantelada).
Todo esto carecía de sentido a menos que se propusieran capturar la nave intacta, con su piloto.
Esto abría dos posibilidades. La menos horrorosa era que Jenofonte no se proponía desmantelar la nave. La otra posibilidad entrañaba un terrible peligro para su amigo Diomedes.
Los silentes habían perdido su rastro después del lago Victoria (y también, al parecer, los Exhortadores). Pero luego Dafne, usando conocimientos íntimos sobre él y sus gustos (los cuales Nada Sofotec, a pesar de su inteligencia, no podía conocer ni deducir) lo había encontrado.
Y ella había atraído a ese agente silente, ese constructo, entidad o lo que fuere. Durante el viaje, la criatura había manipulado el lector noético sólo lo suficiente para disuadir al paranoico Faetón de utilizarlo. Cuando él decidió usarlo (con cierta imprudencia), dirigió un haz de energía a los circuitos de la unidad noética para destruirla. La sortija de Dafne había detectado el haz, y en ese momento la farsa terminó.
¿Por qué no había destruido antes la unidad noética? Había una sola respuesta. No podía darse el lujo de permitir que Dafne, o cualquier otro, obtuviera pruebas fehacientes de que los silentes existían. Un lector noético saboteado confirmaría la versión de Faetón, tanto como si el lector hubiera examinado a Faetón y descubierto el origen de sus recuerdos falsos.
En cada circunstancia, los silentes habían tratado de evitar la detección.
Todo esto cruzó sus pensamientos en un momento suspendido de tiempo de emergencia. Luego, durante el siguiente microsegundo, realizó un chequeo completo del sistema, probó cuatro maneras de conectarse con la Mentalidad, de enviar señales de emergencia o de establecer un contacto con cualquier circuito externo o red. Todo estaba bloqueado. Todos los canales estaban blancos de estática.
Dedicó otro largo microsegundo a sondear la barrera, enviando pulsaciones desde su armadura y analizando los ecos. Intentó determinar sus niveles de energía, su geometría de campo, sus propiedades de resonancia. A partir de las reacciones, comprendió que no estaba destinada sólo a bloquear energías salientes, sino también a rastrearlas.
Esto conducía a ciertas conclusiones obvias, y sugería un posible plan. ¿Era prudente actuar? Ahí estaba el monstruo, esa criatura mísera y triste, invulnerable al ataque más arrasador de Faetón, con sus armas preparadas, irguiéndose, amenazando a Dafne con la muerte, y a él con algo peor que la muerte. ¿Faetón estaba en una posición débil o fuerte? La personalidad de emergencia reconocía que era incapaz de realizar esta evaluación, la cual requería un juicio de valor, así que se apagó y arrojó a Faetón de vuelta al flujo del tiempo normal.
Se sintió embargado de temor por la seguridad de Dafne.
—Canalla cruel —susurró—. Hijo de perra calculador e implacable.
—Tu respuesta no es apropiada —dijo el monstruo—. Una vez más exigimos tu rendición. De lo contrario, el objeto de amor morirá dolorosamente.
—No hablaba contigo —murmuró Faetón.
Dafne, a sus espaldas, dijo airadamente:
—No le dejes ganar. Si quiere la armadura, destruyela primero. Si te quiere a ti, mátate primero. Si trata de usarme para controlarte, dispárame primero. ¡Este ser no puede ganar a menos que se lo permitas!
Faetón inhaló profundamente. Había probado todas las armas que podía construir, y había sido en vano. Cualquier agente que enviara Nada Sofotec estaría equipado con las mejores defensas que podía predecir un estudio superinteligente de la armadura de Faetón. ¿Qué podía intentar que no se hubiera predicho?
Había una posibilidad. No le agradaba pero, por Dafne, tenía que intentarlo.
—No me rendiré —dijo Faetón—, pues eres una criatura demente, y no puedo confiar en que cumplirás tu promesa. Soy un señorial. Fui criado por máquinas, y sólo confío en las máquinas. Ponme en contacto con Nada Sofotec. Sólo creeré en tu buena fe y me rendiré si tu sofotec me asegura que respetará la vida de Dafne y su libertad para marcharse.
La criatura no dijo nada, pero sus tentáculos temblaron. Faetón trató de adivinar qué proceso mental se producía dentro de ese cuerpo esquelético y acéfalo. Sin duda no consideraría la propuesta inusitada o extraña, viniendo de él. Todos sabían que los señoriales confiaban sólo en los sofotecs.
—Amor, ¿has perdido el juicio? —jadeó Dafne a sus espaldas—. ¿Ese yelmo te impide oxigenar el cerebro? ¿Crees que es fácil para mí esperar aquí a que me disparen e insistir en que luches contra esa cosa? ¿Qué tal si me respaldas un poco?
—Querida —respondió Faetón ásperamente—, perdóname, pero has leído demasiadas novelas románticas. En esos relatos, los héroes siempre prevalecen porque son buenos, no porque estén en lo cierto. Pero para los ingenieros, la realidad requiere que resuelvas problemas sólo dentro del contexto de lo que permiten las circunstancias y los recursos disponibles. Supone concesiones. Supone componendas. A veces la solución no es bonita, y dista de ser ideal. Pero si una solución funciona, es la que elegimos. —Se dirigió a la criatura—: Puedes borrarle el recuerdo de este acontecimiento, para que tu secreto quede a salvo, pero insisto en que la liberes.
—Satisfarás nuestras necesidades —dijo el monstruo— porque necesidad es todo lo que tenemos. No tenemos nada. No tienes derecho a regatear con nosotros ni a plantear exigencias. Tu amor, tus nociones de bien y mal, te vuelven vulnerable. Como eres débil, debes obedecer.
—¿Débil? —dijo Faetón—. ¿Yo? ¿Por qué la gente insiste en decirme eso? —Se impacientó—. Escúchame, patética y vomitiva masa de psicótico autodesprecio, a menos que yo me rinda, y abra libremente esta armadura, y la entregue libremente, no tienes poder para lastimarme. ¡Ninguno! Eres tú quien no tiene margen para regatear, quien no puede negociar. Tu amo te ordenó que me capturases con mi armadura intacta. Fracasarás estrepitosamente a menos que yo decida lo contrario. Pues bien, has oído las condiciones de mi elección. Envía una señal a tu amo: quiero confirmación de Nada Sofotec en persona.
La zona comenzaba a llenarse de humo. La criatura se quedó quieta, erguida en la oscuridad, perfilada contra los fuegos moribundos que las armas de Faetón habían encendido del otro lado de la cubierta, y contra el fulgor de la sortija de Dafne.
—Muy bien —dijo la criatura—. Está saliendo la señal.
Llegó de alguna parte sobre el hombro de Faetón y susurró junto a su oído. Fuera lo que fuese, debía de viajar más rápido que el sonido, porque él lo oyó sólo después que el monstruo se desvaneció en una fulguración. Humeando, desmoronándose, los huesos blanco azulados desperdigados parecieron volar como tratando de escapar. Los deslumbrantes ecos de la luz parecieron cerrarse en torno a ellos. Quizá hubo un susurro muy quedo. Y la sustancia blanco azulada fue consumida sin dejar rastros.
Por un instante, como un eco, una vibración o bruma relampagueó en la cubierta y los paneles de arriba, cada lugar donde la criatura había pisado, goteado o tocado. Oscuridad. Todo estaba quieto.
Sólo entonces Faetón reparó en el fino rayo de luz que le daba desde atrás. Se volvió. Un orificio derretido, del tamaño de un punto, atravesaba el quitasol de diamante negro por encima de las barandas. El agujero era tan pequeño que, de no haber estado en total negrura, y admitiendo un poco de luz desde afuera, habría pasado inadvertido.
Faetón hizo una mueca.
—Sal de ahí, sal de ahí, dondequiera que estés —murmuró airadamente.
Dafne tosió, se puso de pie, miró confundida.
—¿Qué está pasando? Sólo fingías rendirte, espero. ¿Esto significa que eres un héroe a pesar de todo?
—No yo —dijo Faetón—. Yo soy sólo el señuelo. La carnada. Y en cuanto a eso… —Señaló con la cabeza el aire vacío donde antes estaba el enemigo.
—Espero que esté muerto… Nunca he visto una criatura muerta, es decir, muerta para siempre. Pero pensé que habría un cadáver. En los relatos de misterio siempre hay un cadáver.
—El arma que él usó emplea una energía que nunca he visto. Fuera lo que fuese, ni siquiera manchó la cubierta donde estaba la criatura, ni tocó la superficie del pabellón.
—¿Él usó…? ¿ ¿Quién…? —Dafne empezó a toser de nuevo.
Faetón se acercó al lugar donde antes el caballo de Dafne había olisqueado las superficies del pabellón. Encontró iconos y puertos mentales manchados de hollín, pero vio los cables que llegaban al icono de la carpa corrediza. Una vez más, un truco que podría haber usado cualquiera que poseyera tecnología de la Ecumene Dorada.
Apartó los cables, cortando el circuito que mantenía la carpa cerrada. Los parasoles se tornaron transparentes, se abrieron y se extendieron, mostrando el cielo nocturno.
El humo y el hedor atrapados bajo el dosel echaron a volar en volutas, disipándose en el aire desde los doseles más altos. Dafne se acercó a la borda e inhaló profundamente.
Más allá de la bahía se elevaba un acantilado. Una figura con una aerodinámica armadura parduzca salió de un lugar donde la ladera se había desmoronado al pie de las casas incendiadas. En una mano empuñaba un implemento largo y delgado. Cuando se aproximó a la cima del acantilado, y el cielo nocturno quedó detrás, la armadura cambió de color, volviéndose negra como la noche.
Faetón entornó los ojos, señaló.
—Allá está tu respuesta. Él debió de saberlo desde siempre. La invasión y todo lo demás. Te mintió. Quizá sea la única persona de la Ecumene Dorada a la cual se le permite mentir. Por eso la gente lo odia.
Dafne miró la silueta negra. El hombre con armadura vio que lo observaban, desenvainó una espada, la sostuvo en alto y se cuadró. Atkins, por supuesto.
—Mi acceso a la Mentalidad fue cortado por una barrera que estaba destinada a rastrear los mensajes salientes hasta su destino —dijo Faetón—. Su plan era lograr que el monstruo triunfara, nos matara a ambos, y ver adonde la criatura llevaba mi cabeza. Pero no entiendo por qué Atkins no estaba apostado aquí, observándome, desde el principio. Él debía de saber dónde estaba.
Dafne suspiró con exasperación.
—Tendría que haber sabido todo esto. ¡Esto es intriga, tal como en mis relatos! Él sabía que tenían que seguirme. Así que debía de saber que mi pobre Crepúsculo portaba un monstruo. Nos siguió para ver qué se proponía el monstruo. —Sacudió la cabeza consternadamente—. ¡Tendré que leer más novelas!