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Authors: Gena Showalter

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

Entrelazados (34 page)

Vio a un lobo corriendo junto al coche, a unos kilómetros de su casa. Reconoció el pelaje negro y el brillo verde de sus ojos, y paró a un lado de la carretera. Tenía los ojos llenos de lágrimas que le emborronaban la visión, y un sollozo a punto de estallar en la garganta. El lobo caminó hasta el bosque cercano y después de unos minutos, reapareció en forma humana. Llevaba una camisa arrugada y unos pantalones de pinzas, que obviamente se había puesto a toda prisa. Entró en el coche y cerró la puerta.

—Mary Ann, no quiero que estés sola. Hay muchos duendes sueltos esta noche, y no quiero que te huelan. Mi manada los está siguiendo, y tampoco quiero que ellos te vean.

—¿Dónde has estado? —le preguntó ella.

Entonces, sin poder evitarlo, se echó a llorar y se abandonó al dolor y a la ira. Por sí misma y por su padre.

—Eh, vamos, vamos —le dijo Riley suavemente, mientras se la colocaba en el regazo—. ¿Qué te pasa, cariño? Cuéntamelo.

«Cariño». La había llamado cariño. Era tan maravilloso, tan dulce, que hizo que Mary Ann llorara más. Entre sollozos le contó lo que había averiguado. Él la abrazó y la acarició durante todo el relato, y después la besó. Sus labios se unieron con los de ella, y Mary Ann probó su lengua cálida, suave y salvaje, y sintió sus dedos entre el pelo. Se sintió segura, invadida por todas las sensaciones que él le producía. No quería que terminara nunca.

—Tenemos que parar —susurró él con la voz ronca.

Claramente, no tenían las mismas intenciones.

—No, no tenemos por qué —dijo ella.

Entre sus brazos, Mary Ann no tenía que pensar, sólo podía sentirlo a él, y sólo podía sentir la felicidad de estar con él.

Riley le acarició la mejilla con un dedo.

—Hazme caso. Es mejor. Estamos en un coche, en la calle. Pero podemos, y lo haremos, retomar esto más tarde.

Aunque Mary Ann quería protestar, asintió.

—Y ahora, dime, ¿adónde ibas? —le preguntó él con preocupación.

—Pensaba ir a ver a Aden en cuanto me hubiera tranquilizado. Quiero que se escape conmigo y llevarlo al barrio donde viven sus padres. O donde vivían. ¿Te he dicho que nacimos en el mismo hospital, el mismo día?

—No —dijo Riley—. Es raro.

—Lo sé.

—Y tiene algún significado, estoy seguro.

—Y yo. No puede ser una simple coincidencia. Después de que visitemos a sus padres, quería ir al hospital donde nacimos.

—Iré contigo. Victoria también va hacia el rancho en este momento. Podemos recogerlos a los dos. Yo conduciré.

Cuando él estuvo sentado detrás del volante, ella le preguntó:

—¿Dónde fuiste cuando nos separamos? Me quedé preocupada.

Riley puso en marcha el motor y salió a la carretera, que ya estaba vacía. Conducía con tanta facilidad, que parecía que el coche era una extensión de sí mismo.

—Tenía que ayudar a Victoria con un problema. Y lo siento, cariño —añadió, mientras le besaba el dorso de la mano—. Todavía no puedo decirte qué problema es. Victoria no se lo ha dicho a Aden, y él debería ser el primero en saberlo.

—Lo entiendo.

—¿De verdad?

—Pues claro.

—Me asombras. Cualquiera estaría intentando sonsacármelo.

—No es mi estilo.

La gente revelaba sus secretos cuando estaba preparada para hacerlo, y presionar sólo servía para causar amargura. En cuanto a los secretos de su padre, tal vez él no quisiera contárselos, pero eso no le importaba. Nunca le habían pertenecido a él en exclusiva.

—A pesar de lo que ha ocurrido —dijo Riley—, tu padre te quiere. Tienes mucha suerte por ello. Yo no tengo padres. Murieron poco después de que yo naciera, así que a mí me crió el padre de Victoria, que piensa que los chicos deben ser guerreros, y que no se deben tolerar las debilidades. Aprendí a luchar con todo tipo de armas cuando tenía cinco años, y maté a mi primer enemigo a los ocho. Y cuando fui herido… —dijo, y sus mejillas se tiñeron de rojo mientras apartaba la mirada y carraspeaba—, no hubo nadie que me abrazara, nadie que me besara para que me sintiera mejor.

Ella lo haría. A partir de aquel momento, ella lo consolaría siempre, como él la había consolado aquella noche. Y le había hecho entender que, pese a las mentiras, era afortunada por haber tenido su niñez y a sus padres.

—Tú me asombras a mí —dijo—. ¿Crees que… ¿Podrías…? Alguna vez uno de tu raza ha salido con uno de la mía?

Él apretó el volante, y se le pusieron blancos los nudillos.

—No. Los hombres lobo viven mucho más tiempo que los humanos, así que salir con uno se considera una estupidez supina.

—Ah —dijo ella, sin poder disimular la decepción.

—Pero encontraremos la manera de hacerlo.

—Ah —dijo ella de nuevo, pero en aquella ocasión, con una sonrisa.

Después de terminar con sus tareas en el rancho, Aden se dio cuenta de que se le estaban cerrando los ojos. Sin saber qué ocurría, entró en su habitación. No pudo cerrar la puerta con llave porque a partir de aquel día, Shannon iba a ser su compañero de habitación. Parecía que a Ozzie lo habían sorprendido metiendo drogas en la habitación de Aden aquel día, para que lo expulsaran del rancho.

Por una vez, la suerte había estado de su parte, y Dan había visto lo que ocurría desde fuera, por la ventana. O tal vez había sido un efecto del viaje en el tiempo de Aden. De todos modos, la policía había ido al rancho y se habían llevado a Ozzie. En aquel momento estaba en la comisaría, y no iba a volver al rancho.

Aquello eliminaba una de las preocupaciones de Aden.

Dan se había dado cuenta de que Aden y Shannon se habían hecho amigos, y para animar su amistad había cambiado a Shannon a la habitación de Aden. Era raro, el hecho de no estar solo en el rancho. Incluso más raro, el hecho de que Brian, Terry, Ryder y Seth hubieran sido agradables con él durante todo el día. Parecía que sin la influencia de Ozzie lo consideraban uno de los suyos.

Aden se sentía como si hubiera acabado en una nueva dimensión, o en un mundo alternativo.

Se dejó caer en su cama, la litera de abajo. ¿Qué le ocurría? ¿Se estaba quedando ciego? ¿Por qué? Mientras se hacía aquellas preguntas, la poca luz que todavía podía ver desaparecía. Aden se quedó en la oscuridad.

—¿Qué me pasa? —murmuró, sintiendo pánico.

«Tal vez sea la sangre de Victoria», dijo Eve.

«Ella te advirtió de que podía haber complicaciones», le recordó Caleb. Después silbó. «Dios, está muy buena. ¿Cuándo vas a volver a besarla?».

La sangre de Victoria. Por supuesto. Se sintió aliviado, pero al instante comenzó a sentir un dolor de cabeza fuerte que le martilleaba contra las sienes. ¿Cuánto tiempo iban a durar la ceguera y el dolor?

La puerta se abrió y se cerró. Se oyeron unos pasos, el ruido de la ropa.

—¿Estás bien, tío? —le preguntó Shannon—. Tienes mala cara.

No había tartamudeado ni siquiera un poco. Tal vez la falta de los constantes comentarios hirientes de Ozzie y la confianza de saber que tenía amigos de verdad hubieran tenido buenas consecuencias.

—No muy bien —dijo Aden. Notaba el calor del cuerpo de su amigo, y sabía que estaba cerca—. ¿Estamos solos?

—Sí.

Si Victoria iba a verlo… quería estar preparado. O al menos, tan preparado como podía estar un tipo en sus condiciones.

—La ventana… la chica…

—No te preocupes. La dejaré abierta.

A Aden se le escapó un gemido porque el dolor se intensificó repentinamente. Era como si tuviera un ariete golpeándole por toda la cabeza, como si quisiera abrírsela. Casi tenía ganas de que sucediera. Así, el dolor escaparía. Era tan fuerte, que incluso sus compañeros lo sentían, y gemían con él.

Cuando creía que ya no podía soportarlo más, de repente hubo un fogonazo de miles de puntos de luz multicolor detrás de sus ojos. Y comenzó a ver una escena. Sucedía en un callejón oscuro, iluminado únicamente por la luz de las farolas que había más allá. De vez en cuando pasaba un coche, pero él estaba escondido entre las sombras, así que estaba a salvo de la observación de los demás. Y se alegraba. Su agudo sentido del olfato le daba a entender que no había nadie más entre él y su comida, nadie que pudiera ver lo que iba a hacer, y eso era bueno, muy bueno. Pero no era su pensamiento. No salía de su mente. Era algo un poco desesperado, hambriento. Incluso avergonzado.

Estaba detrás de un hombre de mediana edad; tenía una mano sobre su cabeza y se la empujaba para ladeársela, y la otra, sobre su hombro, para mantenerlo inmóvil. Las manos eran pálidas y delicadas.

¿Pálidas? ¿Delicadas? Aquéllas no eran sus manos, pero sí eran extensiones de su cuerpo. Miró hacia abajo. No. Aquél no era su cuerpo, tampoco. Aquél llevaba una túnica negra y tenía unas suaves curvas.

Victoria. Él debía de estar viviendo aquella escena a través de los ojos de Victoria. ¿Estaba ocurriendo en aquel momento, o había ocurrido en el pasado? ¿Era un recuerdo?

—Eres un chico malo —dijo Aden, pero no con su voz. Era la de Victoria. Y él nunca la había oído hablar en un tono tan frío, tan implacable. Él sentía su furia, y también su hambre, pero ella no dejó entrever ninguna de las dos cosas—. Pegas a tu esposa y a tu hijo, y te crees superior —prosiguió ella con desprecio—. Cuando en realidad, no eres más que un cobarde que merece morir en este callejón.

El hombre se echó a temblar. Ella ya le había ordenado que mantuviera los labios sellados, así que él no podía hablar, ni siquiera gimotear.

—Pero no voy a matarte. Eso sería demasiado fácil. Ahora tendrás que vivir sabiendo que te ha vencido una chica —dijo, y con una carcajada cruel, añadió—: Una chica que te perseguirá y te cazará si vuelves a maltratar a tu esposa o a tu hijo. Y si crees que no me voy a enterar, piénsalo bien. He visto lo que les hiciste esta mañana.

El temblor del hombre aumentó.

Entonces, Victoria le mordió salvajemente en el cuello. No tuvo nada de lento ni de suave, como había hecho con Aden. Hundió profundamente los colmillos hasta que llegó al tendón. El cuerpo del hombre se sacudió, sus músculos sufrieron espasmos. Ella tuvo buen cuidado de no inocularle saliva en la vena, porque eso habría mejorado la experiencia para él. Le habría drogado, como había sucedido con Aden.

El olor metálico de la sangre saturó el aire, y Aden lo inhaló profundamente, tal y como estaba haciendo Victoria. A ella le encantaba, y saciaba su hambre con él, y él se dio cuenta de que a través de sus sentidos, disfrutaba igualmente.

Ella continuó bebiendo y bebiendo hasta que al hombre le fallaron las rodillas. Entonces Victoria lo soltó, y él cayó al suelo y se golpeó la cabeza contar un contenedor de basura.

Victoria se agachó y le tomó la barbilla entre las manos. El hombre tenía los ojos cerrados y la respiración superficial, entrecortada. Le sangraban los dos pinchazos del cuello.

—No vas a recordar nada sobre mí, ni nada de lo que te he dicho. Sólo vas a recordar el miedo que te han producido mis palabras.

Y tal vez, sólo tal vez, aquel miedo lo empujara a cambiar. Tal vez no. De todos modos, ella había hecho lo que podía. Salvo matarlo, y eso lo tenía prohibido.

No podía ir contra las leyes de su padre. La primera vez que había matado accidentalmente a alguien, había recibido una advertencia. La segunda y última vez le habían dado latigazos con un látigo impregnado de
je la nune
, la sustancia que llevaba en el anillo.

Abrió aquel anillo, hundió una uña en la sustancia y se la apretó contra la yema del dedo. Al instante, su piel chisporroteó y se abrió. La quemadura recorrió todo su ser, abrasándola y dejándola sin aliento.

Aden gritó al sentir todo aquel dolor.

Ella había hecho aquello dos veces por él, pero no le había dejado entrever la brutalidad de su dolor, porque no quería que él se sintiera culpable. Aden lo supo. No quería que se sintiera culpable cuando ella creía que era digna de él.

Aden cabeceó con incredulidad.

Ella no quería volver a tocar al hombre, así que dejó caer una gota de sangre en cada una de las heridas del cuello. La carne se unió y quedó sana, sin rastro de las heridas. Ella se incorporó. Había saciado su hambre, había fortalecido su cuerpo. Y sentía furia. Odiaba tener que recurrir a los depravados para sobrevivir, pero prefería alimentarse de ellos que de los inocentes.

Aden se dijo que eso no iba a volver a suceder. Él le daría toda la sangre que necesitara. Ella no volvería a beber de nadie que no fuera él. Victoria no tenía por qué volver a sufrir así.

—¿Mejor? —le preguntó alguien a su espalda.

Ella se volvió lentamente y vio a Dmitri. Él estaba apoyado contra la pared, cruzado de brazos. Era muy alto, rubio, de rostro perfecto. Tenía una piel pálida y brillante. Vaya. Sin embargo, Aden sabía que toda aquella belleza escondía a un monstruo.

Victoria se limpió la cara con el dorso de la mano y asintió.

—Vuelve a casa —le dijo ella, mirando la luna—. Es un camino largo, y se acerca la mañana.

Él sonrió con afecto, se irguió y se acercó a ella. Con delicadeza, le limpió una mancha de sangre de la barbilla. Ella apartó la cara, y la sonrisa de Dmitri se convirtió en un gesto de malhumor.

—Se supone que de ahora en adelante tú debes ir donde yo vaya. Eso significa que tienes que volver a casa conmigo.

«Controla tu ira», pensó Victoria. «No le lleves la contraria».

Sonrió dulcemente y dijo:

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