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Authors: Jean-Christophe Grange

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco

El vuelo de las cigüeñas (42 page)

»En esta época, Paul Sénicier ya no se interesaba por sus tres hijos mayores. No tenía ojos más que para Pierre, su cuarto hijo, nacido en 1933. Paul Sénicier tenía entonces cincuenta años. Su esposa, poco más joven, le había dado este hijo
in extremis
, luego murió, como si hubiese cumplido su último deber.

»Pierre fue una bendición en todos los aspectos. Este niño extraordinario parecía haberles robado a sus hermanos todos los dones, todas las bazas en esta familia de degenerados. El anciano padre se dedicó totalmente a la educación de su hijo. Le enseñó personalmente a leer y a escribir. Siguió de cerca el despertar de su inteligencia. Cuando Pierre llegó a la pubertad, Paul Sénicier esperaba que eligiese la misma carrera que él, la magistratura. Pero el hijo prefirió dedicarse a la medicina. El padre no tuvo más remedio que aceptarlo. Presentía que era una verdadera vocación nacida en lo más profundo de la personalidad del chico. No estaba equivocado. A los veintitrés años, Sénicier hijo era ya un cirujano de alto nivel, especialista del corazón.

»Fue en esa época cuando conocí a Pierre. Él era la comidilla de nuestro pequeño mundo de jóvenes hijos de papá, desocupados y pretenciosos. Era alto, soberbio, austero. En todo su cuerpo resonaba un misterioso silencio. Recuerdo cuando organizábamos fiestas. Eran noches ridículas en las que nos encerrábamos a solas como animales salvajes, como víctimas de nuestra propia soledad. Las chicas llevábamos los vestidos usados de nuestras madres y los muchachos se vestían con los viejos esmóquines, raídos y almidonados, de sus padres. En esas noches, nosotras, las chicas, no esperábamos más que a un hombre: Pierre Sénicier. Él pertenecía ya al mundo de los adultos, de las responsabilidades. Pero cuando venía, la noche no era la misma. Las lámparas de araña, los vestidos, el alcohol, todo parecía brillar para él.

Nelly se detuvo para llenar otro vaso.

—Fui yo quien presentó a Pierre Sénicier a Marie-Anne de Montalier. Marie-Anne era una amiga muy cercana. Era una joven rubia, delgada, con el pelo desordenado, tanto que parecía siempre que acababa de salir de la cama. Lo más chocante en ella era su palidez: una blancura, una transparencia, que no podía ser comparada con ninguna otra. Marie-Anne pertenecía a una rica familia de colonos franceses que se habían instalado en África en el siglo pasado, en tierras salvajes. Se decía que, por miedo a mezclarse con los negros, esta familia había practicado el matrimonio consanguíneo, lo que explicaría la anemia que padecían todos ellos.

»En cuanto Marie-Anne vio a Pierre, quedó totalmente enamorada de él. Yo lamentaba confusamente haberlos presentado. Sin embargo, el destino estaba ya escrito. Muy pronto, la pasión de Marie-Anne se transformó en inquietud, en una angustia latente que la separó del mundo exterior. Ella adquirió, con el paso del tiempo, una luminosidad sombría que la hacía cada vez más hermosa. En enero de 1957, Pierre y Marie-Anne se casaron. El día del banquete de bodas, me confesó: «Estoy perdida, Nelly. Lo sé, pero es mi elección».

»Fue en esta época cuando conocí a Georges Braesler. Era mayor que yo, escribía poemas y guiones. En tanto que diplomático, su deseo era viajar, «como Claudel o Malraux», decía. Yo era bonita, despreocupada y alegre. Veía cada vez menos a mis antiguos amigos y solo mantenía contacto con Marie-Anne, que me escribía regularmente. Así fue como descubrí la verdadera naturaleza de Pierre Sénicier, su esposo, al que acababa de dar un hijo varón.

»En 1958, Sénicier tenía un cargo importante en el servicio de cirugía cardíaca del hospital de la Pitié. Tenía veinticinco años. Tenía ante sí una carrera prometedora, pero una irreversible inclinación al mal lo poseía. Marie-Anne me lo explicaba todo en sus cartas. Había investigado el pasado de su esposo y descubierto oscuras zonas terroríficas. Cuando era estudiante, Sénicier había sido sorprendido realizando la vivisección de unos gatitos en vivo. Los testigos creyeron ser víctimas de una alucinación al oír los atroces gritos de los animales que resonaban bajo la bóveda de la facultad, y al ver los pequeños cuerpos retorcidos por el sufrimiento. Más tarde, se sospechó que había realizado actos odiosos con niños deficientes en el servicio hospitalario de Villejuif. Se habían descubierto en estos seres heridas inexplicables, quemaduras y cortes.

»El colegio médico amenazó a Sénicier con prohibirle el ejercicio de la medicina, pero en 1960 aconteció algo de mayor envergadura. Pierre Sénicier tuvo éxito al realizar un trasplante único, el del corazón de un chimpancé en un hombre. El paciente no sobrevivió más que algunas horas, pero la intervención había sido un logro quirúrgico. Se olvidaron las siniestras sospechas que recaían sobre él. Sénicier se convirtió en una gloria nacional, admirado por todo el mundo científico. A los veintisiete años, el cirujano recibió la Legión de Honor de manos del general De Gaulle.

»Un año más tarde, murió el viejo Sénicier. En su testamento dejaba la mayoría de sus bienes a Pierre, que utilizó el dinero recibido para abrir una clínica privada, en Neuilly-sur-Seine. Pocos meses después, la clínica Pasteur se convirtió en un establecimiento muy frecuentado, al que los ricos de toda Europa iban a tratarse. Pierre Sénicier estaba en la cima de la gloria. Su vertiente humanitaria se manifestó entonces. Hizo construir un orfelinato en los jardines de la clínica, destinado a recoger a jóvenes huérfanos y a hacerse cargo de la educación de niños pobres, especialmente gitanos. Esta nueva notoriedad le permitió rápidamente obtener fondos del Estado, de empresas, e incluso de particulares.

Oí el tintineo que hacía la botella al tocar el vaso, luego el ruido del líquido. Después de unos segundos de silencio, Nelly chasqueó la lengua. En mi cabeza, la convergencia de los hechos tomaba cuerpo y se elevaba como una tenebrosa marejada.

—Fue entonces cuando todo tomó un giro inesperado. Las cartas de Marie-Anne cambiaron de tono. Abandonó la escritura amistosa para redactar cartas penosas, terribles —Nelly soltó una risita burlona—. Estaba convencida de que mi amiga había perdido la razón. No podía creer lo que me contaba. Según ella, la institución creada por Sénicier no era más que un lugar donde se practicaba la barbarie más inimaginable. Su esposo había instalado en los sótanos un quirófano cerrado a cal y canto, en el que se practicaban las peores intervenciones en niños: trasplantes monstruosos, sin anestesia, innumerables torturas…

«Paralelamente, las denuncias de las familias gitanas se acumularon. Se decidió hacer una inspección en la clínica Pasteur. Una vez más, las relaciones y las influencias de Sénicier lo salvaron. Avisado a tiempo de la llegada de la policía, el cirujano provocó un incendio que afectó a los diversos edificios de su institución. Solo hubo tiempo para evacuar a los niños de los pisos superiores y a los enfermos de la clínica. Se evitó lo peor, al menos, oficialmente. Porque nadie salió vivo de los sótanos del laboratorio clandestino. Sénicier había sellado su cámara de los horrores y quemado a los niños trasplantados.

»Una breve investigación dio como resultado que el origen del incendio había sido accidental. Los niños supervivientes fueron devueltos a sus familias o transferidos a otros centros, y se dio carpetazo al asunto. Marie-Anne me escribió una carta en la que me explicaba —con toda la ironía del mundo— que su esposo estaba «curado», y que se iban los dos a África, para ayudar y cuidar a las poblaciones negras. En esa época, Georges consiguió un puesto diplomático en el sudeste de Asia. Me convenció para que fuese con él. Era noviembre de 1963. Yo tenía treinta y dos años.

De pronto se encendió una luz en el vestíbulo. Apareció un anciano, con un jersey de lana. Era Georges Braesler. Tenía en los brazos un pájaro grande y grueso, con las plumas embarradas. Plumas grises que caían al suelo. El hombre hizo un ademán de entrar en la sala, pero Nelly lo detuvo:

—Vete, Georges.

No dio ninguna señal de sorpresa ante esa vehemencia. Tampoco le extrañó en absoluto mi presencia. Nelly gritó:

—¡Vete!

El anciano giró sobre sí mismo y desapareció. Nelly bebió una vez más y eructó. Un apestoso olor a güisqui se extendió por toda la habitación, en la que la luz del día comenzaba a penetrar tímidamente. Ahora veía con toda claridad el rostro devastado de Nelly.

—En 1964, después de haber pasado un año en Tailandia, Georges fue de nuevo trasladado. Malraux, su amigo personal, era en aquel momento ministro de Cultura. Conocía bien África y nos envió a la República Centroafricana. Nos dijo entonces: «Es un país increíble. Fantástico». El autor de
La Voie royale
no podría haberlo dicho mejor, pero ignoraba un detalle importante. Allá vivían Pierre y Marie-Anne Sénicier, con sus dos hijos.

«Nuestro reencuentro fue muy extraño. Renovamos los viejos lazos de amistad. La primera cena fue perfecta. Pierre había envejecido, pero parecía calmado, relajado. Había recobrado sus modales finos y distantes. Nos habló del destino de los niños africanos, azotados por las enfermedades, a los que había que tratar de cuidar. Parecía estar a mil leguas de las pesadillas de antes y dudé entonces de las revelaciones que Marie-Anne me había hecho.

»Sin embargo, y de forma progresiva, fui comprendiendo que la locura de Sénicier estaba intacta y muy presente. Pierre odiaba vivir en África. No soportaba haber tenido que poner fin a su carrera. Él, que había logrado experimentos únicos, inéditos, se veía ahora reducido a practicar una medicina vulgar, en quirófanos que funcionaban con gasolina y en pasillos que olían a mandioca. Sénicier no podía aceptarlo. Su rabia se convirtió en una sorda venganza, dirigida contra sí mismo y contra su familia.

«Sénicier consideraba a sus dos hijos como objetos de estudio. Había obtenido los biotipos de cada uno de ellos, extremadamente precisos, había analizado su grupo sanguíneo, su tipo HLA, había tomado sus huellas dactilares… Los sometía a experimentos atroces, estrictamente psicológicos. Durante algunas cenas, asistí a escenas traumatizantes que no olvidaré jamás. Cuando la comida llegaba a la mesa, Sénicier se inclinaba sobre los niños y les murmuraba al oído: «Mirad vuestros platos, niños. ¿Qué creéis que vais a comer?". Era una carne parduzca bañada en salsa. Sénicier la removía con la punta del tenedor y repetía la pregunta: "¿De qué animal creéis que es la carne que vais a cenar esta noche? ¿De una pequeña gacela? ¿De cerdo? ¿De mono?". Y seguía removiendo los trozos viscosos que brillaban bajo la luz mortecina de las lámparas, hasta que las lágrimas rodaban por las mejillas de los chicos, aterrorizados. Sénicier continuaba: "A menos que sea otra cosa. Nunca se sabe lo que comen aquí los negros. Quizá esta noche…». Los muchachos huían, presas del pánico. Marie-Anne se quedaba petrificada. Sénicier se burlaba. Quería convencer a los niños de que eran caníbales, de que comían cada día carne humana.

»Los niños crecieron en el dolor. El mayor contrajo una verdadera neurosis. En 1965, a los ocho años, ya comprendía con toda consciencia las monstruosidades de su padre. Se volvió rígido, inexpresivo, silencioso, insensible, aunque, paradójicamente, era el preferido. Pierre Sénicier no se preocupaba más que de este niño, lo adoraba con todas su fuerzas y también con toda su crueldad. Esta lógica demente significaba que el pequeño debía soportar esa situación cada vez más y más, hasta llegar a la locura total. ¿Qué buscaba Sénicier? No lo he sabido jamás. Pero su hijo desarrolló una afasia y era incapaz de mostrar una conducta coherente.

«Aquel año, un poco después de Navidad, Sénicier pasó a las torturas físicas. El niño intentó suicidarse, como se suicidan en África, tragándose pastillas de nivocaína que, consumidas en grandes dosis, tienen consecuencias irreversibles para el cuerpo humano, y especialmente para el corazón. Solo había una cosa que podía salvarlo: un nuevo corazón. ¿Comprendes la lógica secreta de Pierre Sénicier? Después de haber llevado a su propio hijo al suicidio, era él, el virtuoso cirujano, él único que podía salvarlo. Rápidamente, Sénicier decidió intentar un trasplante cardíaco, tal como lo había hecho, cinco años antes, con aquel viejo de sesenta y ocho años. En Bangui, y dentro de su casa, había instalado un quirófano, relativamente aséptico. Pero le faltaba la pieza esencial: un corazón compatible y en perfecto estado. No tenía que buscar muy lejos: entre sus dos hijos había una compatibilidad HLA casi perfecta. En su locura, el médico decidió sacrificar al más pequeño para salvar al mayor. Era la víspera de final de año, el día de San Silvestre de 1965. Sénicier dispuso todo y preparó la sala de operaciones. En Bangui, la fiesta era total. Se bailaba y se bebía en las cuatro esquinas de la ciudad. Georges y yo habíamos organizado una velada en la embajada de Francia, a la que invitamos a todos los europeos.

«Así estaban las cosas cuando el cirujano se disponía a practicar la intervención. Pero la historia se adueñó de su destino. Esa noche, Jean-Bedel Bokassa dio su golpe de Estado y ocupó la ciudad con su ejército. Hubo muchos enfrentamientos armados, pillajes, incendios, muertes. Para celebrar su victoria, Bokassa liberó a los detenidos de la prisión de Bangui. La noche de San Silvestre se transformó en una pesadilla. En medio de aquel caos general, sucedió un hecho muy particular.

«Entre los prisioneros liberados se encontraban los parientes de las nuevas víctimas de Sénicier que, una vez que hubo pasado un tiempo, había vuelto a sus crueles experimentos. Con pretextos diversos, el médico había hecho detener a las familias de sus víctimas por miedo a represalias. Ahora, liberados esos parientes, fueron directamente a la casa de Sénicier para vengarse. A medianoche, Sénicier comprobaba los últimos detalles de la operación. Los niños estaban ya anestesiados. Los aparatos para hacer electrocardiogramas funcionaban perfectamente. Los flujos sanguíneos, las temperaturas estaban bajo control, los catéteres dispuestos para ser introducidos. Fue entonces cuando aparecieron los prisioneros liberados. Rompieron las barreras y entraron en la propiedad. Mataron primero a Mohamed, el criado, luego a Azzora, su mujer y a sus hijos, con el fusil de Mohamed.

«Sénicier oyó los gritos y el estruendo. Volvió a la casa y cogió el fusil Máuser con el que cazaba. Los asaltantes, pese a ser muy numerosos, no se le resistieron. Fue abatiéndolos uno a uno. Pero lo más importante estaba pasando en otro lugar. Aprovechando la confusión, Marie-Anne, que había visto a su marido llevarse a su hijo menor, entró en la sala de operaciones. Arrancó los tubos y los cables y envolvió a su hijo menor en una sábana del quirófano. Huyó así a través de aquella ciudad envuelta en fuego y sangre. Logró llegar a la embajada de Francia, donde el pánico alcanzaba su paroxismo. Todos los blancos estaban encerrados dentro y no comprendían lo que estaba pasado. Balas perdidas habían herido a alguno de los nuestros. Los jardines estaban ardiendo. Fue entonces cuando vi a Marie-Anne, a través de las ventanas de la embajada. Surgió literalmente de las llamas, con un vestido con rayas azules, manchado por aquella tierra roja. Llevaba en sus brazos un cuerpo pequeño envuelto en algo. Corrí afuera, pensando que el niño había sido herido por los soldados. Yo estaba totalmente borracha y la silueta de Marie-Anne bailaba delante de mis ojos. Ella gritó: «¡Quiere matarlo, Nelly! ¡Quiere su corazón!". En pocos segundos, me lo contó todo. El intento de suicidio del mayor, la necesidad de un trasplante, el proyecto de su marido. Marie-Anne apenas podía respirar, y apretaba el cuerpo dormido del pequeño: "Él es el único que puede salvar a su hermano. Tiene que desaparecer. Totalmente". Al acabar de decirme eso, cogió las dos manos del niño inanimado y las metió en un arbusto en llamas. Repetía, examinando las pequeñas palmas que ardían: "Nada de huellas dactilares, nada de nombre y apellidos, nada de nada! Coge un avión, Nelly. Desaparece con el niño. Nadie debe saber que existe. Nadie debe saberlo nunca». Dejó aquel bulto de nervios y sufrimientos a mis pies, en la tierra roja. No olvidaré jamás su figura vacilante, Louis, cuando se marchó. Sabía que no la volvería a ver jamás.

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