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Authors: Jean-Christophe Grange

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco

El vuelo de las cigüeñas

 

Un ornitólogo suizo es encontrado muerto de un ataque al corazón… en un nido de cigüeñas. A pesar de esta pérdida, Louis, un estudiante que había sido contratado, decidió llevar a cabo sólo la misión prevista: seguir la migración de las cigüeñas a África para averiguar por qué muchos de ellos desaparecieron durante la temporada anterior.

A través los gitanos de Bulgaria, el territorio ocupado por Israelíes, luego en África, Louis va de enigma en enigma y de horror en horror: observando aves masacradas, cuerpos de niños mutilados en un laboratorio… Recuerdos de su propio pasado -sus manos tienen cicatrices de quemaduras, señales de un misterioso accidente- que pronto se mezclan con la investigación. Y es en el corazón de la India, Calcuta, donde saldrá la terrible verdad…

Esta obra posee todos los ingredientes del género: personajes perfilados al detalle, tensión argumental con crecimiento progresivo, mezcla de acontecimientos misteriosos que acentúan la complejidad de la trama, múltiples escenarios descritos con precisión, pistas falsas para confundir al lector… y un desenlace que impacta.

Jean-Christophe Grangé

El vuelo de las cigüeñas

ePUB v1.0

NitoStrad
23.03.13

Título original:
Le vol des cicognes

Autor: Jean-Christophe Grangé

Fecha de publicación del original: enero de 2002

Traducción: Rafael Chacón Calvar

Editor original: NitoStrad (v1.0)

ePub base v2.0

A Virginie Luc

PRIMERA PARTE

DULCE EUROPA

1

Antes de mi partida le había prometido a Max Böhm hacerle una última visita.

Aquel día se estaba gestando una tormenta sobre la Suiza francesa. El cielo abría profundidades negras y azuladas de las que surgían resplandores translúcidos. Un viento cálido soplaba en todos los sentidos. En un descapotable de alquiler, me deslizaba por la carretera que bordea las aguas del lago Lemán. A la vuelta de una curva, apareció Montreux, cubierto por un aire electrizado. Las olas del lago se agitaban y los hoteles, a pesar de que estábamos en la estación turística, parecían condenados a un silencio de mal agüero. Aminoré la marcha al llegar a las inmediaciones del centro y tomé por las estrechas calles que llevan al punto más alto de la ciudad.

Cuando llegué al chalé de Max Böhm era casi de noche. Consulté mi reloj: las cinco de la tarde. Llamé al timbre y luego esperé. No hubo respuesta. Insistí y pegué el oído a la puerta. Nada se movía en el interior. Rodeé la casa: no había ninguna luz, ni ninguna ventana abierta. Era extraño. Según pude constatar en mi primera visita, Böhm era una persona muy puntual. Volví al coche y me armé de paciencia. Un ruido de truenos sordos amenazaba desde lo más profundo del cielo. Le puse la capota al coche. A las cinco y media, el hombre aún no había aparecido. Decidí hacer una visita a la granja de los pájaros. El ornitólogo quizá estuviese observándolos.

Entré en la Suiza alemana por la ciudad de Bulle. La lluvia no se decidía, pero el viento se hacía más fuerte, levantando nubes de polvo bajo mis ruedas. Una hora más tarde llegué a los alrededores de Wessembach, a un campo donde estaba situada la granja. Quité el contacto y caminé a pie a través de tierras de cultivo en dirección a las jaulas.

Detrás de las rejas descubrí las cigüeñas. Pico naranja, plumaje blanco y negro, mirada viva. Parecían intranquilas. Batían furiosamente las alas y castañeteaban con el pico, tal vez por la tormenta, pero también por su instinto migratorio. Me vinieron a la mente las palabras de Böhm: «Las cigüeñas pertenecen a la clase de aves migratorias instintivas. Su partida no se debe a las condiciones climáticas o alimentarias, sino a que obedecen a un reloj interno. Un buen día les llega el momento de partir». Estábamos a finales de agosto y las cigüeñas debían de presentir esa misteriosa señal. No lejos de allí, en los pastos, otras cigüeñas iban y venían, sacudidas por el viento. Intentaban volar también, pero Böhm las había «alicortado», es decir, les había quitado las plumas de la primera falange de una de sus alas; así quedaban desequilibradas y no podían despegarse del suelo. Este «amigo de la naturaleza» tenía decididamente una extraña concepción del orden del mundo.

De repente, un hombre que era todo huesos surgió de los cultivos vecinos, curvado por el viento. Un olor de hierba recién cortada llegó como una oleada y sentí que un dolor de cabeza trepaba por mi cerebro. De lejos, el esqueleto gritó algo en alemán. Chillé a mi vez algunas frases en francés. Él respondió en seguida, en la misma lengua:

—Böhm no ha venido hoy. Ni ayer tampoco —el hombre era medio calvo y solo algunos mechones de pelo bailaban por su frente. No cesaba de aplastárselos sobre el cráneo. Añadió—: Suele venir cada día a darles de comer a esos animalejos.

Volví al coche y me dirigí al Ecomuseo. Era una especie de museo de tamaño natural, situado cerca de Montreux, en el que se habían construido las casas tradicionales suizas respetando el menor detalle. En cada una de las chimeneas habían instalado una pareja de cigüeñas, bajo la exclusiva responsabilidad de Max Böhm.

En seguida entré en la aldea artificial. Fui a pie por caminos desiertos. Anduve largos minutos por ese laberinto de casas pardas y blancas, como habitadas por la nada, y descubrí por fin la atalaya: una torre cuadrada y sombría, de más de veinte metros de altura. La parte superior estaba totalmente ocupada por un nido de dimensiones gigantescas, del que solo se podían ver los contornos. «El mayor nido de Europa», me había dicho Max Böhm. Las cigüeñas estaban allí arriba, en su trono de ramas y de tierra. El castañeteo de sus picos resonaba en las callejuelas vacías, como un grito de mandíbulas multiplicadas. Ni rastro de Böhm.

Desanduve lo andado y busqué la casa del guarda. Encontré al vigilante nocturno delante de su televisor. Comía un bocadillo mientras su perro devoraba albóndigas de carne en su escudilla.

—¿Böhm? —dijo con la boca llena—. Vino anteayer a la atalaya. Tuvimos que poner la escalera —recordé la máquina infernal utilizada por el ornitólogo para acceder al nido: una escalera de bombero, viejísima y carcomida—. Pero no lo he vuelto a ver. Ni siquiera ha guardado el material.

El hombre se encogió de hombros y añadió:

—Böhm aquí se siente como en su casa. Viene, va…

Después comió un trozo de bocadillo, como conclusión. Una confusa intuición me vino de repente.

—¿Puede usted ponerla de nuevo?

—¿El qué?

—La escalera.

Volvimos a salir a la tormenta, con el perro rozándonos las piernas. El guarda caminaba en silencio. No apreciaba en absoluto mi proyecto nocturno. Al pie de la atalaya abrió la puerta de un granero que había al lado. Sacamos la escalera, que estaba fijada sobre dos ruedas de una vagoneta. El artefacto parecía más peligroso que nunca. Sin embargo, con la ayuda del guarda, pude poner en marcha las cadenas, las poleas y los cables, y, lentamente, la escalera comenzó a desplegarse. Su punta oscilaba con el viento.

Tragué saliva y me dispuse a subir, con prudencia. A medida que lo hacía, la altura y el viento me enturbiaban los ojos. Mis manos se agarraban con fuerza a los barrotes. Sentía que el estómago se me encogía. Diez metros. Me concentré en la pared y trepé más arriba. Quince metros. La madera estaba húmeda y las suelas de mis zapatos resbalaban. La escalera vibraba con toda su altura y me golpeaba las rodillas en ella. Aventuré una mirada hacia arriba. El nido estaba al alcance de la mano. Contuve la respiración y salvé los últimos barrotes, apoyándome en las ramas del nido. Las cigüeñas salieron volando. Durante un momento no vi más que un montón de plumas. Después apareció el horror.

Böhm estaba allí, tumbado de espaldas, con la boca abierta. En aquel nido gigante, él había encontrado su lugar. Su camisa desgarrada descubría el vientre blanco, obsceno, manchado de tierra. Los ojos no eran más que dos órbitas vacías y sanguinolentas. Ignoro si estas cigüeñas traían bebés, pero desde luego sabían ocuparse de los muertos.

2

Una blancura aséptica, ruidos metálicos, siluetas fantasmales. A las tres de la mañana, en el pequeño hospital de Montreux, yo esperaba. La puerta de urgencias se abría y se cerraba. Pasaban enfermeros. Rostros con mascarillas iban y venían, indiferentes a mi presencia.

El guarda se había quedado en la aldea artificial, en estado de
shock
. Yo tampoco me encontraba en mi mejor forma. Me daban escalofríos y estaba anonadado. Nunca había visto un cadáver. Para ser la primera vez, el cuerpo de Böhm era demasiado. Los pájaros le habían comido la lengua y otros órganos más profundos de la zona faríngea. Tenía múltiples heridas en el abdomen y los costados: desgarros, cortes, ulceraciones. Al cabo del tiempo, las aves lo habrían devorado por entero. «¿Sabe usted que las cigüeñas son carnívoras?», me había dicho Max Böhm en nuestro primer encuentro. Un dato que ya no habría de olvidar jamás.

Los bomberos habían retirado el cuerpo del nido, bajo el vuelo lento y receloso de los pájaros. Una vez en el suelo, contemplé el cuerpo de Böhm, lleno de escoriaciones y de tierra, antes de que lo metiesen en una funda de plástico. Asistí a aquel espectáculo extraño, intermitente bajo la luz de los faros giratorios, sin decir ni una palabra y sin sentir, lo confieso, nada. Solo una especie de ausencia, un pasmoso alejamiento.

Mientras, esperaba. Y pensaba en los últimos meses de mi vida —esos dos meses de entusiasmo y de pájaros, que acababan en forma de oración fúnebre.

Era por aquel entonces un joven correcto en todos los aspectos. A los treinta y dos años, acababa de doctorarme en Historia. Fue el resultado de ocho años de esfuerzos sobre el tema de «El concepto de cultura en la obra de Oswald Spengler». Cuando acabé este pesado ladrillo de mil páginas, totalmente inútil en el sentido práctico, y más bien agobiante en el sentido moral, no tuve más que una idea: olvidar mis estudios. Me fatigaban los libros, los museos, las películas de arte y ensayo. Me fatigaba aquella existencia prestada, las quimeras del arte y las nebulosas de las ciencias humanas. Quería pasar a la acción, hincarle el diente a la vida.

Conocía a jóvenes médicos que se habían lanzado a la ayuda humanitaria, que disponían de un año que perder, así se expresaban ellos. Abogados en ciernes que habían recorrido la India y disfrutado del misticismo, antes de dedicarse de lleno a su carrera. Yo no tenía ningún trabajo a la vista, ningún gusto por el exotismo ni por la desgracia de los demás. Entonces, una vez más, mis padres adoptivos vinieron en mi ayuda. «Una vez más», porque, después del accidente que había costado la vida a mis padres y a mi hermano, veinticinco años antes, esta pareja de antiguos diplomáticos me ofreció siempre lo que necesité: primero la compañía de una nodriza durante mis años juveniles, después una buena pensión que me permitió no preocuparme por todo aquello que la falta de dinero implica.

Así pues, Georges y Nelly Braesler me habían sugerido ponerme en contacto con Max Böhm, uno de sus amigos suizos, que buscaba un joven como yo. «¿Como yo?», pregunté, mientras anotaba la dirección de Böhm. Me respondieron que aquello me entretendría sin duda algunos meses. Más tarde ya se ocuparían de buscarme una verdadera colocación.

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