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Authors: Jean-Christophe Grange

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco

El vuelo de las cigüeñas (41 page)

Me quedé estupefacto. Fue como una revelación. Así que el viejo Max entregaba sus ganancias en Mundo Único, y no directamente al «médico". Luego, la organización se encargaba de pagar al monstruo, o más bien, financiaba en su nombre los "experimentos» del cirujano. Rickiel continuó:

—Usted me dijo que Dumaz nunca logró saber dónde pasaba Max Böhm sus revisiones médicas. No hay ninguna huella del ornitólogo en clínicas suizas, francesas o alemanas. Yo creo saber dónde se hacía los análisis, con toda discreción. En el centro de Mundo Único en Ginebra, que dispone del más moderno material médico. Una vez más, Böhm pagaba por estos servicios un precio alto, y la organización no podía rehusar hacerle ese pequeño «favor».

Intenté beber un poco de té. Me temblaban los dedos. Sin ninguna duda, Rickiel daba en el clavo.

—¿Qué prueba todo esto, según usted?

—Que está claro que Mundo Único oculta algo. Y ese «médico" ocupa en la organización un puesto de alta responsabilidad, que le permite contratar a hombres como Kalev y Sikkov, financiar sus propios experimentos, hacer "favores» al enfermo de corazón más valioso del mundo: el domador de cigüeñas.

Rickiel había ocultado su juego. Cuando lo conocí aquella tarde, sabía ya más de Mundo Único que del tráfico de diamantes. Como leyéndome el pensamiento, prosiguió:

—Antes de conocerlo, Antioche, sabía los extraños lazos que ligaban a Max Böhm a Mundo Único, pero no sabía nada de la pista de los corazones. Los asesinatos de Rajko y de Gomoun pertenecen a una serie más amplia. Desde que nos despedimos la vez anterior, he hecho una investigación informática sobre el caso. Gracias a nuestros terminales he pedido datos concernientes a asesinatos o accidentes violentos que sucedieron en los últimos diez años, cuya característica principal era la desaparición del corazón de la víctima. No dude usted de la cantidad de cosas que tenemos hoy en día informatizadas en los países miembros de la Interpol. El carácter único del robo del corazón nos facilitó las cosas. La lista ha llegado esta tarde, a las ocho. Está lejos de ser exhaustiva. Su «ladrón de corazones» opera sobre todo en países en crisis o muy pobres, sobre los cuales no tenemos a veces demasiada información. Pero esta lista nos basta. Recoge con exactitud todo ese horror. Aquí está.

Mi taza se hizo añicos. El té caliente se derramó sobre mis manos insensibles. Le arranqué la lista de las manos a Rickiel. Era el palmarés maléfico, redactado en inglés, del ladrón de corazones.

21/08/91. Nombre: Gomoun. Pigmea. Sexo femenino. Nacida en junio de 1976. Muerta el 21/08/91, cerca de Zoko, provincia de Lobaye, República Centroafricana. Circunstancias de la muerte: accidente/ataque de gorila. Particularidades: numerosas mutilaciones/desaparición del corazón. Grupo sanguíneo: B Rh+. Tipo HLA: Aw
19,3
-B
37
,
5
.

22/04/91. Nombre: Rajko Nicolitch. Gitano. Sexo masculino. Nacido en 1963 en Iskenderum, Turquía. Muerto el 22/04/91, en el bosque llamado «de las aguas claras", cerca de Sliven, Bulgaria. Circunstancias de la muerte: asesinato. Asunto no resuelto. Particularidades: mutilaciones/desaparición del corazón. Grupo sanguíneo: O Rh+. Tipo HLA: Aw
19,3
-B
37
,
5
.

03/11/90. Nombre: Tasmin Johnson. Hotentote. Sexo masculino. Nacido el 16 de enero de 1967, cerca de Maseru, Sudáfrica. Muerto el 03/11/90, en los alrededores de la mina de Waka. Sudáfrica. Circunstancias de la muerte: ataque salvaje. Particularidades: mutilaciones/desaparición del corazón. Grupo sanguíneo: A Rh +. Tipo: Aw
19,3
-B
37
,
5
.

16/03/90. Nombre: Hassan al Begassen. Sexo masculino. Nacido en 1970, cerca de Djebel al Fau, Sudán. Muerto el 16/03/90, en los cultivos irrigados de la aldea n.° 16. Circunstancias de la muerte: ataque de animal salvaje. Particularidades: mutilaciones/desaparición del corazón. Grupo sanguíneo: AB Rh+. Tipo HLA: Aw
19,3
-B
37
,
5
.

04/09/88. Nombre: Ahmed Iskam. Sexo masculino. Nacido el 05 de diciembre de 1962, en Belén, en los territorios ocupados, Israel. Muerto el 04/09/88, en Belt Jallah. Circunstancias de la muerte: asesinato político. Asunto no resuelto. Particularidades: mutilaciones/desaparición del corazón. Grupo sanguíneo: O Rh +. Tipo HLA: Aw
19,3
-B
37
,
5
.

La lista continuaba de la misma manera varias páginas más, hasta 1981, fecha en la que comenzaba el análisis informático. Se podía suponer fácilmente que el inicio de hechos como aquellos debía de remontarse a muchos años atrás. Varias decenas de niños o de adolescentes habían sido sacrificados por todo el mundo, por el único motivo de tener el mismo tipo de HLA: Aw
19,3
-B
37
,
5
. La perversidad del sistema me daba vértigo. Lo que yo había sospechado al descubrir la similitud de los grupos de Gomoun y de Rajko se confirmaba a escala demencial. Rickiel volvió a hablar, como para poner voz a mis pensamientos:

—Lo comprende, ¿verdad? Ese animal no se dedica al contrabando, ni siquiera a experimentos azarosos. Busca algo más sofisticado. Busca corazones que pertenezcan a un mismo y único grupo HLA, por todo el planeta.

—¿Eso es… todo?

—No. Le enseñaré algo más.

Rickiel metió la mano en su amplio jersey y sacó de allí una bolsa de plástico negra. Comprendí entonces el motivo de llevar un jersey tan ancho. Podía ocultar debajo de él cualquier cosa. Puso la bolsa encima de la mesa. Nueva sorpresa. La bolsa contenía cargadores de Glock, calibre 45, envueltos en una cinta adhesiva plateada. Le pregunté con la mirada qué era aquello.

—He pensado que estos cargadores podrían servirle. Están revestidos por esa cinta adhesiva para anular los efectos de los rayos X en los aeropuertos. Su arma no es ningún misterio para mí, Antioche. Las pistolas fabricadas con polímeros son las nuevas armas de los «viajeros", especialmente de los terroristas. Sarah Gabbor utilizaba también una Glock, calibre 9 milímetros parabellum. Y no olvide el "accidente» de Sikkov: dieciséis balas del 45 en plena cara.

Observé los cargadores. Tenían al menos 150 balas del 45, y otras tantas promesas de muerte y violencia. Simon Rickiel concluyó con una voz muy suave:

—Ya se lo he dicho: la Interpol está acostumbrada a investigar asuntos muy complejos. Podemos, en caso de que no podamos nosotros, delegar en otras personas con la finalidad de ganar tiempo. Estoy seguro de que usted capturará a ese «ladrón de corazones». Y mucho antes que nosotros, porque tenemos que ocuparnos del negocio de los diamantes, comprobar sus declaraciones, encontrar a Van Dötten. Le he mentido desde el principio. Su testimonio de esta tarde ha sido grabado, y luego pasado a ordenador. Tengo aquí su declaración, en mi bolsillo. Fírmela. Y desaparezca. Está usted solo, Antioche. Y esa es su fuerza. Usted puede entrar en Mundo Único y arrinconar a ese cabrón. Encuéntrelo, encuentre a ese hombre que infligió atroces suplicios a Rajko, a Gomoun, a todas su víctimas. Encuéntrelo, y haga con él lo que le parezca.

52

Cuando entró en mi habitación, el botón luminoso de mi teléfono parpadeaba. Cogí el auricular y marqué el indicativo de la centralita.

—Louis Antioche, habitación 232. ¿Tengo algún mensaje?

Una voz con un acento belga cerrado me respondió:

—Señor Antioche… Antioche… Espere un momento…

Oí el ruido de unos dedos sobre el teclado del ordenador. En mi brazo, mis venas palpitaban y oscilaban debajo de mi piel, como si fuesen órganos independientes de mí.

—Una tal Catherine Warel le ha telefoneado a las nueve y cuarto. No estaba usted en la habitación.

Salté de indignación:

—¡Les he dicho que me pasasen las llamadas al bar!

—El relevo del servicio se ha hecho a las nueve. Lo siento mucho. La orden no se transmitió.

—¿Ha dejado algún número de teléfono al que llamar?

La voz enumeró las cifras del teléfono personal de Catherine Warel. Marqué a toda velocidad las diez cifras. El timbre sonó dos veces y después oí la voz áspera de la doctora. «¿Diga?».

—Soy Antioche. ¿Tiene usted alguna noticia para mí?

—Tengo lo que buscaba. Es increíble. Tenía usted toda la razón. Tengo la lista de los médicos francófonos que han estado en la República Centroafricana o en el Congo en los últimos treinta años. Hay un nombre que puede corresponder con el hombre que usted busca. ¡Pero qué nombre y apellidos! Se trata de Pierre Sénicier, el verdadero precursor de los trasplantes de corazón. Un cirujano francés que realizó el primer trasplante a un ser humano, con el corazón de un mono, en 1960.

Todo mi cuerpo temblaba como si estuviese presa de una extraña fiebre. Sénicier. Pierre Sénicier. De lo más profundo de mi memoria surgieron fragmentos de un artículo de una enciclopedia que había leído en Bangui: «… en enero de 1960, el doctor francés Pierre Sénicier implantó el corazón de un chimpancé en el tórax de un enfermo de sesenta y ocho años que había llegado al último estadio de una insuficiencia cardíaca irreversible. La operación fue un éxito. Pero el corazón implantado solo funcionó unas horas…».

Catherine Warel prosiguió:

—La historia de este verdadero genio es conocida entre los médicos. En su época, aquel trasplante dio mucho que hablar, pero luego Sénicier desapareció. Se dijo entonces que había tenido problemas con los colegios médicos, porque se sospechaba que se dedicaba a prácticas prohibidas, a manipulaciones clandestinas. Sénicier se marchó y se refugió con su familia en la República Centroafricana. Llegó a ser un defensor de causas nobles, el médico de los negros. Una especie de Albert Schweizer, si usted quiere. Sénicier puede ser su hombre. Sin embargo, hay algo que no encaja…

—¿Qué? —murmuré ya con la voz rota.

—Usted me dijo que Max Böhm había sido operado en agosto de 1977…

—Sí.

—¿Está usted seguro de esta fecha?

—Absolutamente seguro.

—Entonces, no pudo ser Sénicier el que realizó la operación.

—¿Por qué?

—Porque en 1977 este cirujano estaba ya muerto. El día de fin de año de 1965, el día de San Silvestre, él y su familia fueron agredidos por los prisioneros liberados por Bokassa, durante la misma noche del golpe de Estado. Perecieron todos, Pierre Sénicier, su esposa y sus dos hijos, en el incendio de su casa. Por mi parte, yo no lo sabía… pero Louis, ¿está usted ahí? ¿Louis… Louis?

53

Cuando llega el verano en la zona ártica, la banquisa se resquebraja y se rompe, lentamente, como a su pesar, sobre las aguas negras y heladas del mar de Bering.

Tal era el estado de mi espíritu en aquel momento. La espantosa revelación de Catherine Warel cerraba de golpe el círculo infernal de mi aventura. Una sola persona en el mundo podía arrojar algo de luz en aquella siniestra situación en que me encontraba: Nelly Braesler, mi madre adoptiva.

Pisando a fondo el acelerador, conduje en dirección al centro de Francia. Seis horas más tarde, en los confines de la noche, llegué a Clermont-Ferrand. Luego busqué el pueblo de Villiers, situado unos kilómetros al este. El reloj de mi coche marcaba las cinco y media de la mañana. Por fin, la pequeña ciudad apareció ante mis faros. Di vueltas y más vueltas, hasta encontrar la casa de los Braesler. Aparqué pegado a la valla.

Amanecía. El paisaje, tomado por el otoño, parecía un bosque petrificado en su colorido. Una tranquilidad infinita lo dominaba todo. La hierba crecida tapaba los canales negros del jardín, los árboles desnudos arañaban el cielo gris y liso.

Entré en el patio de la casa de campo, que formaba una U de piedra. A mi izquierda, a unos cien metros, vi a Georges Braesler, ya levantado, entre las grandes jaulas en las que se movían unos pájaros de color ceniciento. Estaba de espaldas y no podía verme. Atravesé el césped en silencio y entré en la casa.

En el interior, todo era piedra y madera. Unas amplias cristaleras, esculpidas en la roca, se abrían al jardín. Los muebles de haya desprendían un fuerte olor a cera. Las sombras de las arañas de hierro forjado se destacaban en las baldosas del suelo. Dominaba allí una dureza medieval, un aroma de nobleza cruel y ciega. Estaba en un lugar apartado, fuera del tiempo. Una verdadera guarida de ogros, parapetados en sus privilegios.

—¿Quién es usted?

Me volví y descubrí la delgada silueta de Nelly, sus hombros pequeños y su cara blancuzca, abotargada por el alcohol. La anciana me reconoció a su vez y tuvo que apoyarse en la pared, al mismo tiempo que balbuceaba:

—Louis… ¿Qué hace aquí?

—He venido a hablarte de Pierre Sénicier.

Nelly se acercó con paso vacilante. Me di cuenta de que su peluca blanca, ligeramente azulada, estaba torcida. Mi madre adoptiva sin duda no había dormido y ya estaba borracha. Ella repitió:

—¿Pierre… Pierre Sénicier?

—Sí —le dije con voz neutra—. Creo que la edad de la razón ha llegado para mí. La edad de la razón y de la verdad, Nelly.

La anciana bajó los ojos. Vi cómo sus párpados caían lentamente, y luego, contra lo que cabía esperar, sus labios esbozaron una sonrisa. Murmuró: «La verdad…». Después se dirigió, con paso firme, hacia un velador sobre el que había numerosas botellas. Llenó dos vasos de alcohol y me ofreció uno:

—No bebo, Nelly. Además, es demasiado temprano.

Insistió:

—Beba, Louis, y siéntese. Lo va a necesitar.

La obedecí sin rechistar. Escogí un sillón cerca de la chimenea. Mis temblores arreciaban. Bebí un trago de güisqui. La quemazón del alcohol me hizo bien. Nelly se sentó frente a mí, a contraluz. Colocó a su lado la botella de alcohol, en el suelo, y luego vació su vaso de un trago. Lo llenó de nuevo. Recobró su color y la tranquilidad. Entonces comenzó a hablar, tuteándome:

—Hay cosas que no se olvidan nunca. Cosas que quedan grabadas en el corazón, como sobre el mármol de una tumba. Ignoro cómo ha llegado a ti el nombre de Pierre Sénicier. Ignoro lo que sabes exactamente. Ignoro cómo las migraciones de las cigüeñas te han traído aquí, para exhumar el secreto mejor guardado del mundo. Pero eso ya no importa. Ya nada importa para mí. La hora de la verdad ha llegado, Louis, y quizá también la hora de mi liberación.

«Pierre Sénicier pertenecía a una familia de la alta burguesía parisina. Su padre, Paul Sénicier, era un magistrado muy reputado, importante en su época y que aguantó el paso de varios gobiernos sin que su prestigio disminuyese. Era un hombre austero, silencioso y cruel, un hombre temible, que veía el mundo como una frágil construcción al alcance de su poderosa mano. A principios de siglo, su mujer le dio, en pocos años, tres hijos, tres muchachos a los que les esperaba un buen porvenir, pero que se revelaron como el «fin de la estirpe» y con el cerebro estéril. El padre rabiaba, pero su fortuna le permitió por lo menos salvarles la cara ante los demás. Henri, el mayor, jorobado y algo retrasado, se dedicó a cuidar las mansiones de la familia: tres casas solariegas destartaladas en Normandía. Dominique, el más fuerte físicamente, entró en el ejército y consiguió algunos galones a fuerza de recomendaciones. En cuanto a Raphaél, el último, menos idiota y más hipócrita, se ordenó sacerdote. Heredó una diócesis en una región perdida, no lejos de las tierras de Henri, y luego desapareció completamente.

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