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Authors: Jean-Christophe Grange

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco

El vuelo de las cigüeñas (36 page)

Me concentré en las últimas palabras del checo. Sí, sabía lo que venía después. El pasado mes de abril, las cigüeñas del este no habían regresado. Böhm se dejó llevar por el pánico y envió a sus esbirros. Los dos hombres revisaron la ruta de las cigüeñas y no encontraron nada. Mataron a Iddo, el único que habría podido informarles de verdad. Más tarde, Max Böhm tuvo la idea de enviarme a mí tras la misma pista, con los dos búlgaros en mis talones, encargados de eliminarme cuando me volviese demasiado «curioso». Me había condenado, pues, con la única esperanza de que yo descubriese un detalle ínfimo sobre el problema de las cigüeñas. La pregunta esencial quedaba sin respuesta: ¿Por qué yo? Quizá Kiefer pudiera darme alguna respuesta. Como leyéndome el pensamiento, me preguntó:

—Pero tú, chaval, ¿por qué has seguido a las cigüeñas?

—Actuaba a las órdenes de Böhm.

—A las órdenes de…

Kiefer soltó una risita negra y espumosa, un zumbido horrible y roto, y dos regueros negruzcos cayeron de nuevo sobre su camisa. Repetía.

—A las órdenes de Böhm… A las órdenes de Böhm…

Interrumpí aquel gorgoteo.

—Ignoro por qué me eligió. No tenía ninguna experiencia ornitológica y, además, no pertenecía a vuestro «sistema». Pero Böhm me lanzó de alguna manera contra vosotros, como un perro en este juego de asesinos.

Kiefer suspiró:

—Todo eso no es tan grave, ahora. De todas maneras, estamos perdidos.

—¿Perdidos?

—Böhm está muerto, chaval. Y sin él, todo este tinglado no se sostiene. Él era el único que conocía los nidos, los números. Y se ha llevado su secreto a la tumba. Y a nosotros con él. Porque ya no servimos para nada y sabemos demasiado.

—¿Quiénes?

—Yo, Van Dötten, los búlgaros.

—¿Por eso te escondiste en Bayanga?

—Claro. Y rapidito. Pero, cuando llegué aquí, la enfermedad me atrapó. Ironías del destino, chaval. El sida a los sesenta años. ¿No te parece irrisorio?

—¿Y Van Dötten?

—No sé dónde está. ¡Que se joda!

—¿Quién te amenaza, Kiefer?

—El sistema, el médico, qué sé yo. Dependemos de algo más grande, más internacional. ¿Comprendes? Hace diez años que me pudro en este agujero. Sería incapaz de decirte qué hay más allá. Böhm era mi único contacto.

—¿El nombre de Mundo Único te dice algo?

—Vagamente. Tienen una misión, cerca de la Sicamine. La lleva una monja que cuida a los pigmeos. Yo no me ocupo de ese tipo de cosas.

Las operaciones en vivo, el robo de corazones no pertenecían al universo de Kiefer. Sin embargo, insistí:

—Sikkov tenía un pasaporte de Naciones Unidas. ¿Es posible que trabajase, sin tú saberlo, para Mundo Único?

—Sí, es posible.

—¿Estás al corriente del asesinato de Rajko Nicolitch, un gitano de Sliven, en Bulgaria, que ocurrió el pasado mes de mayo?

—No.

—¿Y del de Gomoun, una pequeña pigmea de Zoko, cerca de la Sicamine, no hace tanto?

Kiefer se enderezó.

—¿Cerca de la Sicamine?

—No te hagas el inocente, Kiefer. Sabes muy bien que el médico ha vuelto a la República Centroafricana. Incluso usó tu helicóptero.

Kiefer se tumbó en la cama. Luego murmuró:

—Verdaderamente sabes demasiadas cosas, chaval. Hace diez días, Bonafé me mandó el mensaje. El doctor había vuelto a Bangui. Sin duda, buscaba los diamantes.

—¿Los diamantes?

—La cosecha del último año. Es preciso que las piedras se pongan a volar, de una manera o de otra —Kiefer se rió—. Pero el doctor no me encontró.

Le contesté, marcándome un farol.

—No te encontró porque no te buscó.

El checo volvió a enderezarse.

—¿De qué estás hablando?

—No vino por los diamantes, Kiefer. En su opinión, el dinero no es más que un medio. Un elemento de segundo orden.

—¿Por qué se desplazó hasta este agujero lleno de negros?

—Vino a buscar a Gomoun, para robar el corazón de la pequeña pigmea.

Kiefer escupió:

—¡La puta madre! ¡No te creo!

—Vi el cuerpo de la joven, Kiefer.

El checo simuló reflexionar:

—No vino por mí. Caray… Entonces puedo morir tranquilo.

—Aún no te has muerto, Kiefer. ¿Has visto alguna otra vez a este doctor?

—Nunca.

—¿No sabes su nombre?

—No, ya te lo he dicho.

—¿Es francés?

—Habla francés, es todo lo que sé.

—¿Sin acento?

—Sin acento.

—¿Cómo es físicamente?

—Un tipo grande, delgado, con la frente despejada y el pelo gris. Un tipo macizo, como de piedra.

—¿Eso es todo?

—Déjame ya, chaval.

—¿Dónde se oculta este médico, Kiefer?

—En cualquier parte del mundo.

—¿Böhm sabía dónde estaba?

—Sí, eso creo.

Me tembló la voz:

—¿Dónde?

—No lo sé.

Dejé el sillón y me levanté. El calor llenaba la habitación, un calor que era capaz de fundir barras de hierro. Kiefer gritó:

—¿Y nuestro acuerdo, cabrón?

Lo miré fijamente.

—Pierde cuidado.

Extendí el brazo y levanté el percutor de la Glock. Kiefer me ordenó:

—¡Dispara, maricón!

Vacilé. De repente, vi la forma de la granada bajo las sábanas y el dedo del checo que se acercaba al pasador. Apreté el gatillo y tiré una sola vez. El mosquitero saltó por los aires. Kiefer reventó con un ruido sordo, salpicando el mosquitero de sangre. Fuera se oía el ruido de las cigüeñas que, asustadas, habían echado a volar.

Después de algunos segundos, descorrí la tela de tul. Kiefer no era más que un pellejo vacío, tirado sobre la almohada, un charco de sangre, de carne y de restos de huesos. La granada, intacta, estaba debajo de unos pliegues de la sábana. Recogí unos minúsculos diamantes y unas anillas de metal que se habían mezclado con aquel despojo humano. Era la «cosecha» del año. Lo dejé todo allí; solo me quedé con una de las anillas.

Salí al pasillo. La mujer m'bati, despertada por el ruido, corría gesticulando, con los niños pisándole los talones. A pesar de todo, entre sus lágrimas se adivinaba la risa: el monstruo había muerto. Me la quité de encima. En los muros, los lagartos seguían trepando, como una masa informe, hormigueante y verdosa. La luz del sol me detuvo. Cegado, descendí los escalones titubeando.

Todo había acabado; todo empezaba.

Lejos, delante de mí, entre las altas hierbas, Tina corría a mi encuentro.

QUINTA PARTE

UN OTOÑO EN EL INFIERNO

45

Cuatro días más tarde, de madrugada, estaba de regreso en París. Era 30 de noviembre. Mi gran apartamento del bulevar Raspail me pareció pequeño y achicado. No estaba habituado ya a los espacios cerrados. Recogí el correo de las últimas semanas y luego fui al despacho para oír los mensajes en el contestador. Reconocí la voz de algunos amigos y conocidos, desconcertados por mi ausencia de varios meses. No había ningún mensaje de Dumaz. Este silencio era muy extraño. La otra particularidad era una nueva llamada de Nelly Braesler. En veinticinco años de educación a distancia no se había puesto en contacto conmigo tan a menudo como ahora. ¿Por qué esta repentina atención?

Eran las seis de la mañana. Mientras deambulaba por mi apartamento sentí una especie de vértigo. Era algo irreal estar allí, vivo, con todas aquellas comodidades, después de los sucesos que había tenido que afrontar. Ante mí pasaron las imágenes de los últimos días en África. Beckés y yo enterrando en la llanura el pellejo de Otto Kiefer, envuelto en la tela ensangrentada del mosquitero, con sus diamantes. Las dudas de los gendarmes de Bayanga, a los que expliqué que Otto Kiefer se había suicidado con la pistola automática que tenía debajo de la almohada. El adiós a Tina, a la que abracé por última vez cerca del río.

El viaje a África me había aportado tanta luz como tinieblas. El testimonio de Otto Kiefer clausuraba el asunto de los diamantes. Dos de los participantes habían muerto. Van Dötten se ocultaba, sin duda, en alguna parte de Sudáfrica. Sarah Gabbor andaría por ahí, y quizá hubiese vendido ya los diamantes. Ahora sería rica, pero seguía en peligro. En este momento los sicarios debían de estar siguiendo sus huellas. La trama de los diamantes se cerraba con esta única interrogante. La red alada estaba completamente acabada.

Quedaba el misterio del «médico» africano, el instigador de todo el negocio.

Desde hacía quince años más o menos, un hombre robaba corazones y practicaba operaciones en vivo sobre inocentes víctimas en todo el mundo. La hipótesis del tráfico de órganos era evidente, pero muchos detalles dejaban traslucir una realidad más compleja. ¿Por qué este cirujano actuaba con tal sadismo? ¿Por qué hacía una selección tan precisa, a escala mundial, cuando el tráfico de órganos le hubiese permitido permanecer en un solo país? ¿Buscaba un grupo específico de tejido orgánico?

Por el momento, yo no disponía más que de dos pistas importantes.

Primera pista: el «médico» y Max Böhm se habían conocido en la selva ecuatorial, entre 1972 y 1977, en una de las expediciones del suizo. El cirujano vivía, pues, en el Congo o en la República Centroafricana. Podía seguir sus huellas investigando en las aduanas y en los hospitales de los dos países. ¿Pero cómo acceder a estas informaciones sin ninguna autorización oficial? También podía interrogar a los especialistas en cirugía cardíaca en Europa. Un experto capaz de realizar el trasplante de Max Böhm, en 1977, en plena selva, era algo excepcional. Tenía que ser posible seguirle la pista a un virtuoso como aquel, francófono y exiliado en el corazón de África. Pensé entonces en la doctora Catherine Warel que le había hecho la autopsia a Max Böhm, la que luego ayudó a Dumaz en su investigación.

La segunda pista era Mundo Único. El asesino se servía de esta gran máquina de análisis y de informes, sin que lo supieran sus dirigentes, para localizar a sus víctimas por todo el mundo. Sobre el terreno, utilizaba helicópteros, tiendas esterilizadas y otros medios logísticos de los centros de salud. Para poder actuar así, este hombre, sin ninguna duda, debía de ocupar un puesto importante en el seno de la organización. Era preciso, pues, tener acceso al organigrama de Mundo Único. Cruzando estas informaciones con las africanas, tal vez pudiese aparecer algún nombre en el que coincidiesen todos los datos. Aquí también era un obstáculo mi condición no oficial. Dumaz me había prevenido: no se podía atacar con facilidad a una organización humanitaria reconocida en todo el mundo.

Por dentro, me sentía dominado por todo aquello que estaba pasando. Estaba roto, atenazado por los remordimientos y reducido a una soledad más honda que nunca. Que hubiese sobrevivido, era una especie de milagro. Debía, lo antes posible, pedir ayuda a la policía para afrontar la última etapa de aquella trama sangrienta.

Eran las siete. Llamé al domicilio de Dumaz. No obtuve respuesta. Me preparé un té, luego me senté en el salón, rumiando mis sombrías ideas. En una mesa baja vi el correo atrasado —invitaciones, cartas de colegas universitarios, revistas intelectuales, diarios… Cogí algunos
Le Monde
de los últimos días y me puse a ojearlos distraídamente.

Unos segundos más tarde, leí, estupefacto, este artículo:

ASESINATO EN LA BOLSA DE DIAMANTES

El 27 de septiembre de 1991 se cometió un asesinato en los locales de la célebre Beurs von Diamanthandel, en Amberes. En una de las salas superiores de la Bolsa de diamantes, una joven israelí, Sarah Gabbor, armada con una pistola automática de la marca austríaca Glock, mató al inspector federal suizo Hervé Dumaz. Nadie conoce los móviles de la joven, ni la procedencia de los excepcionales diamantes que había venido a vender.

Esa mañana del 27 de septiembre de 1991, en la Beurs von Diamanthandel, todo sucedió como de costumbre. Las oficinas abrieron, los dispositivos de segundad se pusieron en marcha y llegaron los primeros vendedores. Allí, y en otras bolsas de Amberes, se vende y se compra el 20 por ciento de la producción de diamantes que no utiliza el circuito tradicional controlado por el imperio sudafricano de la De Beers.

Alrededor de las diez y media, una joven alta y rubia llegó al primer piso y entró en la sala principal con un bolso de cuero. Se dirigió al despacho de un tratante y le enseñó un sobre blanco que contenía algunas decenas de diamantes, muy pequeños, pero de una pureza extrema. El comprador, de origen israelí, y que desea conservar el anonimato, reconoció a la joven. Desde hacía una semana, cada dos días, ella iba a vender la misma cantidad de diamantes, que eran siempre de gran calidad.

En aquel momento intervino otro personaje. Un hombre de unos treinta años se aproximó a la joven y le dijo algo al oído. Al momento, ella se volvió y sacó del bolso una pistola automática. Disparó sin vacilar. El hombre cayó, muerto por un disparo en la frente.

La joven intentó huir y, amenazando a los vigilantes de seguridad que habían acudido a la sala, salió reculando con mucha calma. Sin embargo, desconocía los sofisticados mecanismos de seguridad de la Bolsa. Cuando llegó al vestíbulo del primer piso, donde están los ascensores, unos cristales blindados se alzaron bruscamente a su alrededor y le cortaron todas las salidas. Caída en la trampa, la mujer oyó entonces la acostumbrada frase que la invitaba a dejar el arma y a rendirse. Ella aceptó. Los policías belgas llegaron a aquel reducto mediante los ascensores y la detuvieron.

Los servicios de la Beurs von Diamanthandel y la policía belga, con sus especialistas en el tráfico de diamantes, estudiaron la escena del asesinato registrada por las cámaras de vigilancia. Nadie comprendía los motivos de este espantoso episodio. Las identidades de los protagonistas sumieron a la policía en la incertidumbre. La víctima era el inspector federal suizo Hervé Dumaz. El joven policía, de 34 años de edad, ejercía sus funciones en la comisaría de Montreux. ¿Qué hacía en Amberes, cuando se había tomado dos semanas de vacaciones? ¿Por qué, si se disponía a detener a la joven, no había dado aviso a los servicios de seguridad de la Bolsa?

La personalidad de la joven añade al caso otros misterios. Sarah Gabbor, de 28 años de edad y procedente de un kibutz, vivía en la región de Beit-She'an, en Galilea, cerca de la frontera jordana. Por el momento, se ignora cómo esta mujer, que trabajaba en una piscifactoría, podía tener una fortuna en diamantes…

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