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Authors: Jean-Christophe Grange

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco

El vuelo de las cigüeñas (45 page)

57

Cuando desperté, el olor a sangre había desaparecido. Estaba tumbado en un sillón de mimbre, en el patio interior del palacio. La luz nacarada de la madrugada comenzaba a inundarlo todo. Oía las cornejas que graznaban a lo lejos. Quitando ese murmullo, el silencio en la mansión era completo. No comprendía en absoluto lo que había pasado. Una mano amiga me ofreció un té. Era la de Milan Djuric. Estaba en mangas de camisa, sudando, con el Uzi al hombro. Se sentó cerca de mí y me contó su historia, sin más preámbulos, con voz grave. Lo escuché, mientras bebía aquel brebaje, mezcla de té y jengibre. Su voz me hizo bien. Era como un eco a la vez rumoroso y lejano de mi propio destino que me reconfortaba.

Milan Djuric se contaba entre las víctimas de mi padre.

En los años sesenta, Djuric era un niño gitano entre otros, que vivía en los terrenos baldíos de las afueras de París. Nómada, libre y feliz. No tenía más desgracia que la de ser huérfano. En 1963 fue enviado a la clínica Pasteur, en Neilly. El pequeño Milan tenía diez años. Pierre Sénicier le inyectó estafilococos en el interior de la rodilla, con la finalidad de infectar los miembros inferiores. Era solo un experimento. La operación se produjo unos días antes del incendio final, la «purificación» del cirujano que iba a ser desenmascarado. Pero, a pesar de su minusvalía, Djuric consiguió escapar de las llamas reptando por el jardín. Fue el único superviviente del laboratorio experimental.

Durante algunas semanas fue atendido en un hospital parisino. Allí le dijeron que estaba fuera de peligro, pero que, a consecuencia de la infección de los cartílagos, su crecimiento físico se estancaría. Djuric se convirtió en un «enano accidental». El gitano comprendió que de entonces en adelante sería diferente de los demás por dos motivos. Sería dos veces marginado: una, por ser gitano, y otra, por ser deforme.

El chico consiguió entonces una beca estatal. Se concentró en sus estudios con total dedicación. Perfeccionó el francés, aprendió búlgaro, húngaro, albanés y, además, profundizó en sus conocimientos del romaní. Estudió la historia de su pueblo, descubrió el origen indio de los gitanos y el largo viaje que los había llevado a Europa. Djuric decidió que sería médico, pero que solo ejercería allí donde los gitanos se contaban por millones: los Balcanes. Djuric fue un alumno completo y brillante. A los veinticuatro años se licenció y pasó el período de prácticas en el hospital con éxito. Se afilió al partido comunista, para poder instalarse más allá del muro de Berlín, entre los suyos. Nunca intentó buscar al doctor sádico que le había hecho tanto mal. Por el contrario, se afanó en borrar de su memoria su estancia en aquella clínica. Su cuerpo estaba allí para recordárselo.

Durante quince años, Milan Djuric cuidó de los roms con paciencia y dedicación, viajando a través de los países de la Europa del Este a bordo de su utilitario marca Trabant. Muchas veces tuvo que sufrir penas de cárcel. Tuvo que hacer frente a todas las acusaciones posibles, pero siempre se libró. Médico de los gitanos, cuidaba de los suyos, de aquellos de los que ningún médico quería hacerse cargo, a menos que se tratase de esterilizar a sus mujeres o redactar sus fichas antropométricas.

Después vino aquel día en que yo llamé a su puerta. Desde todos los puntos de vista, yo era el mensajero de la desgracia. Primero, porque le obligué a investigar el asesinato de Rajko. Luego, porque yo le recordaba, confusamente, terrores olvidados debido a cierto parecido físico. En aquel momento, él no supo definir de dónde le venía aquella impresión de
déjà-vu
. Sin embargo, en las siguientes semanas, mi rostro se le aparecía constantemente. Poco a poco comenzó a recordar. Mis rasgos le trajeron a la memoria nombres y lugares. Comprendió lo que yo entonces ignoraba: los lazos de sangre que me unían a Pierre Sénicier.

Cuando le telefoneé al volver de África, Djuric me interrogó. No le respondí. Su convicción se hizo más profunda. Adivinó así que me aproximaba al fin: al enfrentamiento con el ser diabólico. Cogió el primer avión que iba a París. Allí me encontró cuando volvía de la casa de los Braesler, la mañana del 2 de octubre. Me siguió hasta la embajada de India, se las arregló para saber cuál era mi destino, luego pidió a su vez un visado para Bengala con su pasaporte francés.

El 5 de octubre, por la mañana, el médico gitano estaba ya tras mi pista cerca del centro de Mundo Único. Reconoció a Pierre Doisneau/Sénicier. Me siguió los pasos hasta el Palacio de Mármol. Sabía que el momento de la lucha final había llegado. Para mí, para él, y también para el otro. Pero aquella noche no pudo introducirse a tiempo en la mansión de mármol. Cuando entró en el palacio había perdido mi pista. Atravesó la sala de columnas, pasó por las jaulas de las cornejas, subió la escalera del patio, registró cada habitación de la casa y finalmente descubrió a Marie-Anne Sénicier, prisionera y herida. Su esposo la había torturado para saber cuáles eran los motivos de su emoción. Djuric la liberó. La mujer no dijo nada. Tenía las mandíbulas llenas de púas sangrantes, pero corrió en dirección al bunker. Sabía que la trampa se había cerrado sobre mí. Cuando ella entró en el laboratorio, Djuric bajaba los peldaños de mármol. La sucesión de acontecimientos que vino después quedará grabada para siempre en mi memoria: el ataque de Pierre Sénicier, su cuchilla cortando el cuello de mi madre y mi arma impotente para aniquilar al monstruo. Cuando Djuric apareció y disparó su ráfaga con el Uzi, creí que estaba viviendo una alucinación. Sin embargo, antes de sumergirme en las tinieblas, supe que mi ángel de la guarda me había salvado de las garras de mi padre. Un ángel no más alto que un niño, pero cuya venganza dejó grabado en los azulejos del laboratorio el epitafio final de toda la aventura.

Eran las seis de la mañana. A mi vez, le conté mi historia. Cuando acabé mi relato, Djuric no hizo ningún comentario. Se levantó y me explicó su plan para las horas siguientes. Durante toda la noche había trabajado en la destrucción definitiva del laboratorio. Había anestesiado a los pocos niños que aún seguían vivos, luego les había inyectado fuertes dosis de antisépticos. Había ayudado a las víctimas a huir, con la esperanza de que aquellos seres deformes encontrasen su lugar en la capital de los malditos. Luego había descubierto a Frédéric, mi hermano, que había sucumbido en sus brazos llamando a su madre. Después había vuelto al bunker y había reagrupado los cadáveres en la sala principal para quemarlos. Me esperaba para encender la hoguera y dominar las llamas. «¿Y los Sénicier?», le pregunté después de un largo silencio.

Djuric me respondió con voz grave:

—O quemamos sus cuerpos con los otros, o los llevamos a Kali Ghat, a las orillas del río. Allí, unos hombres se encargan de incinerar los cadáveres según la tradición india.

—¿Por qué ellos y no los niños?

—Hay demasiados, Louis.

—Quememos a Pierre Sénicier aquí. Nos llevaremos a mi madre y a mi hermano a Kali Ghat.

A partir de ese momento, allí no hubo más que llamas y calor. Los azulejos reventaban dentro de aquel horno, el olor a carne quemada nos inundaba a medida que alimentábamos aquella atroz hoguera de cuerpos humanos. Mis manos quemadas me permitían acercarme mucho más a las llamas. No pensaba en nada cuando tenía que volver a meter en el fuego algunos miembros humanos que se salían de la hoguera. Los respiraderos abiertos al patio evacuaban la densa humareda. Sabíamos que estos humos atraerían la atención de los criados y despertarían a los vecinos del barrio. De forma confusa, me vino a la memoria el incendio de la clínica del que el pequeño había escapado, a pesar de sus piernas atrofiadas. Pensé en Bangui, cuando mi madre había sacrificado mis manos para salvarme la vida. Djuric y yo éramos los dos hijos del fuego. Y quemábamos allí nuestro último lazo de unión con aquellos orígenes infernales.

Poco después, cogimos una furgoneta del garaje, metimos en ella los cuerpos de Marie-Anne y de Frédéric Sénicier. Me puse al volante y Djuric me guió a través de las callejuelas de Calcuta. En diez minutos alcanzamos Kali Ghat. Atravesaba el barrio una calle estrecha e interminable, que bordeaba el curso de los pequeños afluentes del río, con aguas muertas y verdosas. Los burdeles se alternaban con diminutos talleres de esculturas religiosas. Todo parecía dormir.

Conducía maquinalmente, mirando aquel cielo gris que se veía más arriba de los tejados y de los cables eléctricos. De repente, Djuric me mandó parar. «Es allí», dijo al mismo tiempo que me indicaba una fortaleza de piedra, a la derecha. El muro que la rodeaba estaba coronado por torres en forma de pan de azúcar, con adornos y esculturas. Aparqué el vehículo mientras Djuric franqueaba la entrada. Me reuní con él y entramos en un gran patio interior, con la hierba segada.

Por todas partes ardían haces de leña. Alrededor de ellos, unos hombres esqueléticos atizaban el fuego y mantenían las brasas en un montón compacto con la ayuda de un largo palo. Las llamas desprendían unos reflejos azulados y espesas nubes de humo negro. Reconocí el olor de la carne calcinada y vi cómo una mano se escapaba de las brasas. Sin inmutarse, un hombre recogía los restos humanos y los devolvía a las llamas. Exactamente como lo había hecho yo unos minutos antes. Levanté la vista. Las torres de piedra se destacaban en la mañana gris. Y me di cuenta que no sabía ninguna oración.

En el fondo del patio, Djuric hablaba con un anciano. Se expresaba con fluidez en bengalí. Le dio un fajo de rupias al viejo y luego se volvió hacia mí.

—Va a venir un brahmán —me dijo—. Dentro de una hora celebrará la ceremonia. Echarán las cenizas al río. Se hará todo como si fuesen verdaderos indios, Louis. No podemos hacer nada mejor.

Asentí con la cabeza y no dije nada. Vi cómo dos bengalíes encendían otra hoguera sobre la que reposaba un cuerpo cubierto por una sábana blanca. Djuric siguió mi mirada y me dijo:

—Esos hombres son los doms, la casta más baja en la jerarquía india. Solo a ellos se les permite manipular a los muertos. Hace miles de años, eran cantantes y malabaristas. Son los antepasados de los gitanos. Son mis ancestros, Louis.

Llevamos la cabeza y el cuerpo de Marie-Anne Sénicier y el de Frédéric envueltos en una lona. Nada hacía suponer que pudiese tratarse de occidentales. Djuric se dirigió de nuevo al anciano. Esta vez habló más alto y le amenazó con el puño. Yo no comprendía nada. Salimos inmediatamente después. Antes de subir al coche, el enano le gritó todavía algo al viejo, que movía la cabeza con gesto temeroso y hostil. En el camino, Djuric me lo explicó todo:

—Los doms tiene la costumbre de ahorrar madera. Cuando un cuerpo está semiconsumido, se lo dejan a los buitres del río y venden la madera que no han utilizado. Yo no quería que pasase esto con Marie-Anne y Frédéric.

En ningún momento aparté la vista de la carretera. Las lágrimas rodaban por mis mejillas. Más tarde, cuando cogimos el avión para Dacca, tenía todavía en la garganta el regusto de la piltrafa quemada.

EPÍLOGO

Unos días más tarde, en Calcuta, una manifestación de varias decenas de miles de participantes homenajeaba al médico francés Pierre Doisneau y a su familia, desaparecidos trágicamente en el incendio del laboratorio. En Europa se habló poco de esta desaparición. El doctor Pierre Doisneau era una leyenda, pero una leyenda lejana e irreal. Además, su obra perduraba más allá de su muerte. La organización Mundo Único crece más que nunca y despliega por todo el mundo su obra benéfica. Los medios de comunicación incluso sugieren la posibilidad de que Pierre Doisneau obtenga el premio Nobel de la Paz de 1992, a título póstumo.

Desde todos los puntos de vista, Simon Rickiel llevó el asunto de los diamantes con mano maestra. El 24 de octubre de 1991, la policía de Ciudad del Cabo detuvo a Niels van Dötten, un viejo afeminado y temeroso, oculto en un barrio residencial de la ciudad. El afrikáner, tranquilizado sin duda por las sucesivas desapariciones de sus socios y de su jefe, confesó sus fechorías sin dificultad. Reveló las conexiones de la red, dio nombres, lugares y fechas. Gracias a Simon Rickiel, yo mismo pude leer su declaración y constatar que Van Dötten había ocultado el papel de Pierre Sénicier así como el chantaje que ejercía sobre los tres traficantes.

Actualmente, Sarah Gabbor está en una cárcel de Israel. Está internada en un campamento militar en el que los detenidos trabajan a cielo abierto, como en un kibutz. En cierta manera, Sarah ha regresado a la casilla de salida. Su proceso aún no ha tenido lugar, pero los informes sobre ella, a la luz de las últimas revelaciones de la investigación, se presentan favorables.

Le escribí varias veces, pero nunca obtuve respuesta. En ese silencio sospecho que se esconde ese orgullo y esa fuerza de carácter que tanto me fascinaron en Israel. Nadie encontró jamás los diamantes ni el dinero de la hermosa judía.

En cuanto al enigma de los corazones robados, nada apareció en los documentos oficiales. Únicamente Simon Rickiel, Milan Djuric y yo conocemos la verdad. Y nos llevaremos nuestro secreto a la tumba.

Milan Djuric se despidió de mí con estas palabras: «No debemos volver a vernos, Louis. Nuestra amistad no haría más que reabrir las heridas». Me cogió la mano y la apretó con fuerza. Este apretón de manos de aquel hombre valeroso rompió para siempre el complejo de mi deformidad.

Notas

[1]
En 1997, el Zaire pasó a llamarse República Democrática del Congo.
(N. del E.)
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