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Authors: Jean-Christophe Grange

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco

El vuelo de las cigüeñas (37 page)

Estrujé el periódico con un gesto de rabia. De nuevo, la violencia. De nuevo, corría la sangre. A pesar de mis consejos, Dumaz había querido hacer las cosas a su manera. Igual que un mal policía había amenazado a Sarah. Sarah no había vacilado un instante y lo había matado. Dumaz estaba muerto, Sarah entre rejas. El único consuelo a este epílogo sangriento era que mi joven amante estaba ahora a salvo de los matones.

Me levanté y me paseé por el despacho. Maquinalmente, me situé detrás de la ventana y separé las cortinas. Los jardines del Centro Americano, al lado del inmueble, habían sido arrasados. Setos y plantas habían cedido su lugar a las roderas negruzcas de los
bulldozers
. Quedaban solo algunos árboles, aquí y allá. Debía ver urgentemente a Sarah Gabbor. Sería mi primera ocasión real de entrar en contacto con la policía internacional.

46

La mañana transcurrió rápidamente. Hice varias llamadas de teléfono a información internacional, a embajadas, a tribunales de justicia. Luego envié varios faxes con la finalidad de obtener información sobre lo que me importaba: poder ver a Sarah en la prisión de mujeres de Gaushoren, en las afueras de Bruselas. Alrededor del mediodía, ya había hecho todos los intentos posibles. En algunas llamadas, había dejado entrever que tenía información esencial que podría arrojar nueva luz sobre el asunto. Era como jugar a doble o nada. Si me tomaban en serio, las consecuencias de mi acción ya no me pertenecerían; si me tomaban por loco, dijese lo que dijese, mi petición sería inútil.

A las once, llamé, una vez más, a información internacional. Unos segundos después, marqué las doce cifras del hospital de Montreux, donde le habían hecho la autopsia al cuerpo de Max Böhm, el 24 del pasado agosto, y pregunté por la doctora Catherine Warel. Al cabo de un minuto, oí un enérgico «¿Diga?».

—Soy Louis Antioche, doctora Warel. Quizá se acuerde de mí.

—No —contestó la mujer.

—Nos vimos hace algo más de un mes en su clínica. Soy el que descubrió el cuerpo de Max Böhm.

—¡Ah, sí! ¿El ornitólogo?

No sabía si hablaba de mí o de Böhm.

—Exactamente. Doctora Warel, necesito información importante relacionada con esta muerte.

Oí el ruido metálico de su encendedor.

—Le escucho. Si le puedo ayudar…

Me disponía a hablar cuando comprendí que mis explicaciones parecerían totalmente absurdas.

—No puedo decírselo por teléfono. Es preciso que la vea cuanto antes.

Catherine Warel era una mujer con mucha sangre fría. Respondió sin vacilar:

—Bien, venga esta tarde, si puede. Un avión sale de Orly para Lausana a la hora de comer. Lo espero en la clínica, a las tres.

—Ahí estaré. Gracias, doctora.

Antes de salir marqué el número del doctor Djuric, en Sofía. Después de haberlo intentado infructuosamente, oí por fin el tono de llamada. Al cabo de diecisiete timbrazos, una voz como dormida me respondió en búlgaro:

—¿Diga?

Era la voz del doctor Milan Djuric, que seguramente se despertaba de la siesta.

—Doctor, soy Louis Antioche, el tipo de las cigüeñas.

Después de algunos segundos de silencio, la voz grave respondió:

—¿Antioche? He pensado mucho en usted, desde nuestro primer encuentro. ¿Sigue investigando todavía sobre la muerte de Rajko?

—Más que nunca. Y creo haber encontrado a su asesino.

—Que ha…

—O por lo menos, su pista. El asesino de Rajko pertenece a un sistema perfectamente organizado, cuyas motivaciones profundas se me escapan. Pero estoy seguro de una cosa: la red se extiende por todo el planeta. Crímenes del mismo tipo se produjeron en otros países. Y para acabar con esta matanza, necesito que me ayude.

—Le escucho.

—Es preciso que me diga cuál era el grupo HLA de Rajko.

—Nada más fácil. Tengo todavía el informe de la autopsia. No cuelgue.

Oí ruido de cajones que abría y de papeles que hojeaba.

—Está aquí. Según el código internacional, se trata del tipo HLA Aw
19,3-B37,5
.

Yo tenía el corazón en un puño. Era el mismo grupo que el de Gomoun. Tal similitud no podía ser una coincidencia. Balbuceé:

—¿Sabe si se trata de un grupo poco frecuente, o con algunas características especiales?

—Ni idea. No es mi especialidad. Además, existen infinidad de grupos, y no veo…

—¿Tiene acceso a algún fax?

—Sí. Conozco al director de un centro y…

—¿Puede usted hacerme llegar hoy mismo el informe de la autopsia?

—Claro. ¿Qué es lo que pasa?

—Anote esto, doctor.

Le dicté las cifras de mi teléfono y de mi fax. Luego continué:

—Escuche, Djuric. Un cirujano se afana en robar corazones por todo el mundo. Yo mismo asistí, en lo más profundo de África, a la autopsia de una niña cuyo cuerpo destrozado nada tenía que envidiar al de Rajko. El hombre del que le hablo es un monstruo. Es una bestia feroz, pero yo pienso que actúa según una lógica secreta. ¿Comprende?

Su voz grave resonó en el aparato:

—¿Conoce su identidad?

—No. Pero usted tiene razón. Es un cirujano excepcional.

—¿Qué nacionalidad tiene?

—Francesa, quizá. En todo caso, es un francófono.

El médico se tomó unos segundos para reflexionar. Luego dijo:

—¿Qué va usted a hacer?

—Continuar con mi investigación. Espero que me den información esencial de un momento a otro.

—¿No ha avisado a la policía?

—Todavía no.

—Antioche, quiero hacerle una pregunta.

—¿Cuál?

Unas interferencias ocuparon la línea. El médico alzó la voz:

—Cuando me visitó en Sofía, le dije que su cara me recordaba a alguien.

No dije nada. Djuric insistió.

—He reflexionado largamente sobre este parecido. Pienso que se trata de un médico que conocí en París. ¿Algún miembro de su familia se dedica a la medicina?

—Mi padre era médico.

—¿Se apellida Antioche también?

—Claro. Djuric, se me acaba el tiempo.

—¿Ejerció la medicina en París en los años sesenta?

El corazón me estallaba en el pecho. Una vez más, el recuerdo de mi padre me producía una angustia sorda.

—No. Mi padre siempre trabajó en África.

Muy lejana, la voz de Djuric resonó en el teléfono:

—¿Vive todavía? ¿Vive su padre todavía?

Las interferencias aumentaron. Acabé la conversación contestándole en voz muy alta y entrecortada:

—Murió el último día de 1965. En un incendio. Junto con mi madre y mi hermano. Los tres.

—¿Fue en ese incendio donde usted se quemó las manos?

Puse la palma de la mano en el teléfono para cortar la comunicación. El recuerdo de mis padres suscitaba en mí un miedo y un terror incontrolables. Y, además, no comprendía sus preguntas. ¿Cómo habría podido conocer a mi padre en París? Djuric había hecho sus estudios en la rue des Saints-Pères, pero en los años sesenta no era más que un niño.

Eran las once y media. Cogí un taxi y me dirigí al aeropuerto. Durante el vuelo leí los otros periódicos. La mayoría dedicaban todavía algún artículo breve al asunto de los diamantes, pero no decía nada nuevo. Reseñaban las complejidades diplomáticas del caso, porque se trataba de un asesinato cometido por una joven israelí en la persona de un policía suizo, en una ciudad belga. Citaban a los embajadores de Suiza y de Israel en Bruselas, que expresaban su «consternación» y su «voluntad de aclarar lo más rápido posible los motivos del drama».

En Lausana alquilé un coche y salí en dirección a Montreux. El malestar desencadenado por las preguntas de Djuric me trastornaba. Lo confuso de la situación me agobiaba, al mismo tiempo que comprendía que debía actuar con la mayor rapidez posible en un asunto tan complicado. Pero no podía quitarme de la cabeza los recuerdos de África. Aquella noche radiante con Tina, los brillos de la lluvia, pero también el cuerpo de Gomoun, el rostro de Otto Kiefer, los horrores conjugados de los destinos de Max Böhm, de su hijo, de la hermana Pascale… Y siempre el cirujano como telón de fondo. Sin nombre ni rostro.

La doctora Warel me esperaba en la clínica. Me volví a encontrar con su cara cubierta de acné rosáceo y sus fuertes cigarrillos franceses. Le hablé sin rodeos:

—Doctora, después de la muerte de Max Böhm, usted colaboró con el inspector Dumaz, a propósito de ciertas investigaciones.

—Exacto.

—Yo trabajé también con el inspector. Y ahora necesito que me diga algunas cosas.

La mujer hizo una mueca. Encendió un cigarrillo, echó una bocanada de humo y me preguntó:

—¿A título de qué? Usted no es policía.

Le respondí instantáneamente:

—Max Böhm era un amigo. Investigo sobre su pasado, a título póstumo. Y algunos elementos tienen una importancia vital.

—¿Por qué el inspector Dumaz no me llama él mismo?

—Hervé Dumaz ha muerto, doctora. Le dispararon en unas circunstancias que están muy relacionadas con la desaparición de Böhm.

—¿Qué me dice?

—Compre los periódicos de hoy, doctora. Comprobará que lo que le digo es verdad.

Catherine Warel se tomó su tiempo. Después de algunos segundos, dijo con voz un poco más intranquila:

—¿Qué pinta usted en esta historia?

—Actúo en solitario. Tarde o temprano, la policía entrará en la investigación. ¿Quiere usted ayudarme?

Una nube de humo salió de los labios de la doctora Warel. Finalmente, aceptó:

—¿Qué quiere saber?

—Usted recuerda, sin duda, que Max Böhm tenía un trasplante de corazón. La operación le había sido efectuada hacía más de tres años. Y usted no pudo encontrar las huellas de esta operación ni en Suiza ni en otra parte. Ni siquiera ha descubierto el nombre del médico que trató al ornitólogo.

—Es exacto.

—Creo que he descubierto la pista del cirujano que practicó la intervención.

—Explíquese.

—Este hombre es un especialista en cirugía cardíaca, un virtuoso; pero también un peligroso criminal.

—Mire, señor Antioche, no sé si hago bien en escucharlo. ¿Tiene pruebas de eso que dice?

—Algunas. Desde nuestro primer encuentro, he viajado por el mundo y reconstruido la existencia de Max Böhm. De esta manera, he podido descubrir en qué condiciones se hizo su trasplante de corazón.

—¿Dónde y cuándo?

—En la República Centroafricana, en 1977. Trasplantaron en el cuerpo de Böhm el corazón de su hijo, asesinado para tal fin.

—¡Dios mío…! ¿Lo dice en serio?

—Recuerde, doctora, la excepcional tolerancia entre el cuerpo del receptor y el órgano trasplantado. Recuerde, también, la cápsula de titanio. El cirujano «firmó» deliberadamente su acción con esa pastillita, con la finalidad de mantener a Max Böhm bajo su control.

Catherine Warel encendió otro pitillo. Mantenía aún su sangre fría. Me preguntó:

—¿Conoce usted a ese hombre?

—No. Pero continúa operando en todo el mundo. Por razones que ignoro, robó, y continúa robando, corazones del cuerpo de seres vivos en todos los rincones del planeta. Dispone de medios ilimitados.

—¿Un tráfico de órganos, quiere decir?

—No lo sé. Mi intuición me dice que se trata de otra cosa. Este hombre está loco, y es de una crueldad alucinante.

Warel escupió una nueva bocanada:

—¿Qué quiere decir?

—Que opera a sus víctimas en vivo, sin anestesia.

La doctora bajó la cabeza. Pasaba el cigarrillo de una mano a la otra, y las retorcía continuamente.

—¿Qué… qué puedo hacer por usted?

—En agosto de 1977 este cirujano ejercía en la frontera entre el Congo y la República Centroafricana. En esta época disponía de una especie de dispensario en plena selva ecuatorial. Creo que ya se ocultaba allí, pero su presencia tuvo que dejar alguna huella. Este doctor necesitaba material, medicamentos… Estoy seguro de que usted puede encontrar su rastro. Le repito una vez más, se trata de un experto, de un hombre que ha tenido éxito en un trasplante realizado en el corazón de la selva, en una época, usted misma lo ha dicho, en que los éxitos en esta especialidad no eran muy numerosos.

Catherine Warel puso por escrito y con detalle mis informaciones. Me preguntó:

—¿Cuál es su nacionalidad de origen?

—Es francófono.

—¿Sabe en qué fecha se instaló en África?

—No.

—¿Cree que aún está allí?

—No.

—¿No tiene ni la menor idea de dónde se encuentra actualmente?

—Creo que colabora con Mundo Único.

—¿La organización humanitaria?

—Creo que utiliza las estructuras de la asociación para llevar a cabo sus experimentos diabólicos. Doctora Warel, le aseguro que le digo la verdad. Cada día que pasa es una nueva pesadilla. El hombre continúa con su labor, ¿comprende? Quizá en este mismo momento en que hablamos esté torturando a un muchacho inocente en alguna parte del mundo.

Warel me replicó, con tono huraño:

—Vale, vale, no exagere. Voy a hacer algunas llamadas. Espero tener alguna información esta noche, mañana a más tardar. No le prometo nada.

—¿Cree que puede conseguir una lista de los médicos de Mundo Único?

—Difícil. Mundo Único es una organización muy cerrada. Voy a ver lo que puedo hacer.

—Si tengo razón, y si el asesino no ha cambiado de nombre, los datos que le doy coincidirán con los suyos. Actúe lo más rápido posible.

Warel me miró fijamente con sus ojos negros. Estábamos de pie, en un pasillo de linóleo encerado. Le devolví la mirada, tenso pero confiado. Sabía que no avisaría a la policía.

47

Volví a París alrededor de las diez de la noche. No había recibido ninguna respuesta ni de las embajadas, ni de los tribunales, y tampoco había ningún mensaje de la doctora Warel. Únicamente Djuric me había enviado la fotocopia del informe de la autopsia de Rajko. Tomé una ducha caliente, cociné unos huevos revueltos, adornados con un poco de salmón y patatas. Me preparé un té ruso, oscuro y perfumado. Luego me metí en la cama, con mi Glock al alcance de la mano, con la esperanza de conciliar en seguida el sueño. A las once sonó el teléfono. Era Catherine Warel.

—¿Dígame? —contesté.

—De momento, nada. Espero para mañana por la mañana la lista de los médicos franceses o francófonos que ejercieron en África entre 1960 y 1980. También me he puesto en contacto con antiguos amigos que me informarán con más detalle. En cuanto a Mundo Único, no tengo medio alguno de conseguir su lista de médicos: pero no está todo perdido. Conozco a un joven oftalmólogo al que acaban de contratar. Ha prometido ayudarme.

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