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Authors: Jean-Christophe Grange

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco

El vuelo de las cigüeñas (40 page)

—Un viajero perdido en una pesadilla.

—¿Qué sabe usted sobre este asunto?

—Todo. O casi todo.

Rickiel soltó una risita.

—Esto promete. ¿Puede explicarme, por ejemplo, el origen de los diamantes que tenía la señorita Sarah Gabbor? ¿O por qué Hervé Dumaz intentó arrestar a la joven sin avisar a los servicios de seguridad de la Beurs von Diamanthandel?

—Sí.

—Muy bien. Lo escuchamos y…

—Espere —le interrumpí—. Voy a hablar aquí sin abogado y sin protección, y además en un país extranjero. ¿Qué garantías me ofrece?

Rickiel se rió de nuevo. Sus ojos, inmóviles, mostraban una gran frialdad, allí, entre aquellos resplandores informáticos.

—Habla usted como un culpable, señor Antioche. Todo depende de su grado de implicación en este asunto. Pero le puedo asegurar que en calidad de testigo no será molestado ni acosado por tonterías burocráticas. La Interpol está acostumbrada a trabajar en asuntos en los que se mezclan culturas y fronteras. Es después, según el país implicado, cuando las cosas se complican. Hable, Antioche, y ya veremos qué pasa. Por el momento, lo escucharemos de una manera informal. Nadie tomará notas ni grabará su declaración. Nadie consignará su nombre, pase lo que pase, en este informe. Luego, según el interés de su información, le pediré que repita su testimonio a otras personas de nuestro servicio. Usted será, entonces, un testigo «oficial». En todo caso, le garantizo que, si usted no ha matado ni robado a nadie, saldrá de Bélgica con total libertad. ¿Le conviene?

Tragué saliva y descarté mentalmente mis crímenes personales. Resumí los principales acontecimientos de los dos últimos meses. Lo conté todo y, al mismo tiempo que lo contaba, iba sacando de mi bolsa los objetos que probaban lo que decía: las fichas de Max Böhm, el pequeño cuaderno de Rajko, el informe de la autopsia de Djuric, el diamante que me dio Wilm en el Ben Gurion, el certificado de defunción de Philippe Böhm, el acta firmada por la hermana Pascale, la «casete-confesión» de Otto Kiefer… A modo de epílogo, puse sobre su mesa los primeros elementos que había descubierto en Suiza: las fotografías de Max Böhm y la radiografía de su corazón, dotado de una cápsula de titanio.

El relato duró más de una hora. Me esforcé en explicar la doble intriga, la de los «ladrones de diamantes" y la del "ladrón de corazones», y cómo estas dos redes estaban relacionadas entre sí. Tuve cuidado en resituar el papel de cada uno, especialmente el de Sarah, implicada a pesar suyo en esta aventura, y el de Hervé Dumaz, el policía corrupto que me había utilizado y que, sin duda alguna, hubiese matado a Sarah después de haber recuperado las piedras preciosas.

Me detuve para observar las reacciones de mis dos interlocutores. La mirada vidriosa de Rickiel escrutaba las pruebas que le había ofrecido. Una sonrisa se había helado en sus labios. En cuanto a Delter, sus mandíbulas amenazaban con descoyuntarse. El silencio se cerró sobre mis palabras. Finalmente, Rickiel dijo:

—Increíble. Su historia es simplemente increíble.

La cara me quemaba.

—¿No me cree?

—Digamos que me creo un ochenta por ciento. En todo eso que me ha contado hay muchas cosas que no solo hay que comprobar, sino demostrar. Eso que usted llama «sus pruebas» es todo muy relativo. Los garabatos de un gitano, las conclusiones de una monja que no es médico, un diamante aislado, son más bien pobres indicios que pruebas sólidas. En cuanto a la casete, vamos a escucharla. Pero usted ya sabe que este tipo de documentos no es válido en un juicio. Queda el eventual testimonio de Niels van Dötten, el geólogo sudafricano.

De repente, me vinieron unas ganas terribles de romperle las gafas a aquel poli diminuto. Pero, aunque fuese de forma inconsciente, admiraba también la sangre fría del austríaco. Cualquier otro se hubiese quedado boquiabierto con las cosas que yo había contado; pero Rickiel evaluaba, medía, analizaba cada aspecto de mi historia. El agente prosiguió:

—En todo caso, se lo agradezco, Antioche. Nos ha aclarado numerosos puntos que nos tenían atascados desde el principio. La muerte de Dumaz no ha sorprendido verdaderamente a nuestros servicios, porque sospechábamos que estaba implicado en el tráfico de diamantes desde hace al menos dos años, y teníamos serias sospechas. Conocíamos los nombres: Max Böhm, Hervé Dumaz, Otto Kiefer, Niels van Dötten. Conocíamos la red: el triángulo Europa, la República Centroafricana y Sudáfrica. Pero nos faltaba lo esencial: los correos, es decir, las pruebas. Desde hace dos años, los miembros de esta red estaban vigilados. Ninguno de ellos hizo jamás la ruta de los diamantes. Ahora, gracias a usted, sabemos que utilizaban a los pájaros. Todo esto puede parecer extraordinario, pero, créame, he visto cosas más raras. Le felicito, Antioche. No le falta ni tenacidad ni valor. Si las cigüeñas le aburren algún día, no deje de venir a verme. Tengo trabajo para usted.

El giro que tomó la conversación me dejó estupefacto.

—Y… ¿esto es todo?

—No, claro. Nuestras entrevistas no han hecho más que comenzar. Mañana consignaremos todo esto por escrito. Debe oírlo también el juez de instrucción. Su testimonio permitirá devolver a Sarah Gabbor a Israel. Usted no sabe bien las ganas que tienen los criminales de cumplir su condena en su propio país. Nos pasamos la vida transfiriendo prisioneros. Ya tenemos resuelto lo de los diamantes. Soy mucho más escéptico en cuanto al tema del misterioso doctor.

Me levanté con la cara ardiendo.

—Usted no ha comprendido nada, Rickiel. La trama de los diamantes está cerrada. Por ese lado todo se ha acabado. Pero el cirujano chiflado continúa robando órganos por todo el mundo. Ese loco persigue un fin oscuro, implacable, aterrador. De eso no cabe duda. Dispone de todos los medios que desee. Lo único urgente en este momento es detener a ese cabrón. Arrestarlo antes de que mate una y otra vez, para llevar a cabo sus experimentos.

—Deje que sea yo quien juzgue lo que es urgente —replicó Rickiel—. Quédese en el hotel esta noche, en Bruselas. Mis hombres le han reservado una habitación en el Wepler. No es el más lujoso, pero es muy confortable. Nos veremos mañana.

Golpeé la mesa. Delter se levantó de un salto. Rickiel no rechistó. Le grité:

—¡Rickiel, un monstruo recorre el mundo! Mata y tortura niños. Usted puede dar la orden de búsqueda y captura, consultar los terminales del ordenador, analizar miles de datos, contactar con la policías del mundo entero. ¡Hágalo, por Dios!

—Mañana, Antioche —murmuró el poli, con los labios temblorosos—. Mañana. No insista.

Salí dando un portazo.

51

Unas horas más tarde rumiaba todavía mi cólera en la habitación del hotel. Mirase por donde mirase, me habían engañado. Había entregado toda mi información a la Interpol y no había obtenido prácticamente nada a cambio, por lo menos, en lo que a la investigación se refería. Mi único consuelo era que mi declaración iba a inclinar la balanza a favor de Sarah.

Además de esto, aquella tarde me trajo otros callejones sin salida. Llamé a mi contestador y no tenía ningún mensaje. Llamé a la doctora Warel y tampoco pude localizarla.

A las ocho y media sonó el teléfono. Descolgué rápidamente. La voz que oí me sorprendió:

—¿Antioche? Rickiel al aparato. Me gustaría hablar con usted.

—¿Cuándo?

—Ahora mismo. Estoy abajo, en el bar del hotel.

El bar del Wepler tenía una moqueta rosa oscuro y parecía más bien una alcoba destinada a placeres poco claros. Descubrí a Simon Rickiel en un sillón de cuero, embutido en su grueso jersey. Picaba con circunspección unas aceitunas y tenía delante un vaso de güisqui. Me pregunté si todavía llevaba la Glock y si era tan rápido como yo en desenfundar.

—Siéntese, Antioche. Y deje de jugar a ser un tipo duro. Ya lo ha demostrado.

Me senté y pedí un té chino. Observé durante unos segundos a Rickiel. Su rostro estaba casi del todo ocupado por sus gruesas gafas abombadas, como la imagen de un espejo medio empañado.

—Vengo a felicitarlo una vez más.

—¿Felicitarme?

—Tengo alguna experiencia en asuntos criminales, ¿sabe? Reconozco el valor de su investigación. Ha hecho usted un buen trabajo, Antioche. De verdad. Mi oferta de contratarlo no era una broma, se lo aseguro.

—Usted no ha venido aquí solo para eso.

—No. Esta tarde he comprendido su decepción. Usted piensa que no le he dado suficiente crédito a su historia del cirujano criminal.

—En efecto.

—No podía hacerlo. Y menos en presencia de Delter.

—¿Qué tiene eso que ver?

—Este tipo de cosas no le concierne.

El camarero me trajo el té. Su aroma fuerte y acre me recordó de inmediato el humus de la selva.

—¿Cree entonces lo que he declarado?

—Sí —Rickiel seguía picando aceitunas con un palillo—. Pero ya le he dicho: estas cosas requieren un importante trabajo de investigación. Además, necesitaría que usted fuese totalmente sincero conmigo.

—¿Totalmente sincero?

—Usted no me lo ha dicho todo. Hay muchos puntos oscuros en su declaración.

Un trago de té me dio la ocasión de ocultar mi malestar. Puse cara de inocente:

—No le sigo, Rickiel.

—Muy bien. Esta tarde hemos hablado de Max Böhm, de Otto Kiefer y de Niels van Dötten. Verdaderos criminales, pero también sexagenarios, más bien inofensivos. Estará de acuerdo con esto. Sin embargo, estos hombres estaban protegidos. Estaba Dumaz, pero había también otros, mucho más temibles. Tengo a algunos de ellos en la manga. Le voy a dar los nombres y usted me dirá qué le dice cada uno.

Rickiel esbozó un sonrisita irónica antes de tragarse otra aceituna.

—¿Miklos Sikkov?

Fue un golpe directo al hígado. Aflojé ligeramente las mandíbulas.

—No lo conozco.

—Milan Kalev.

Sin duda era el comparsa de Sikkov. Le pregunté:

—¿Quiénes son estos hombres?

—Turistas. Como usted, pero con menos suerte. Están muertos los dos.

—¿Dónde?

—Se encontró el cuerpo de Kalev en Bulgaria, el 31 de agosto, en las afueras de Sofía, con la garganta cortada con un trozo de vidrio. Sikkov murió en Israel, el 6 de septiembre. En territorio ocupado. Dieciséis balas en la cara. Los dos casos están cerrados. El primer asesinato fue cometido cuando usted estaba en Sofía, Antioche. El otro, cuando usted estaba en Israel. Exactamente en el mismo lugar que el muerto, en Balatakamp. Son curiosas casualidades, convendrá en ello.

Le repetí:

—No conozco a esos hombres.

Rickiel picó de nuevo unas aceitunas. Unos hombres de negocios de origen alemán acababan de entrar en el bar con estrépito y soltando enormes carcajadas. El poli prosiguió con los labios aceitosos:

—Tengo otros nombres, Antioche. ¿Qué sabe de Marcel Minaüs, de Yeta Iakovic o de Ivan Tornoï?

Era las víctimas de la matanza de Sofía. Me aclaré la voz y le dije:

—De verdad que esos nombres no me dicen nada.

—Es extraño —dijo el austríaco, luego bebió un trago de güisqui antes de seguir—. ¿Sabe el motivo que me empujó a trabajar en la Interpol, Antioche? No fue el gusto por el riesgo, y menos un afán de justicia. Simplemente la pasión por los idiomas. Desde muy joven, me interesan mucho. No tiene ni idea de la importancia de los idiomas en el mundo criminal. Actualmente, los agentes del FBI en Estados Unidos trabajan con ahínco para dominar los dialectos chinos. Es el único medio que tienen para luchar contra las bandas chinas. En resumen, que hablo perfectamente el búlgaro —soltó una nueva sonrisa—. Y puse mucha atención en el certificado firmado por el doctor Milan Djuric. Muy edificante, pero aterrador. Igualmente estudié un informe de la policía búlgara referente a la matanza ocurrida en la estación de Sofía, el 30 de agosto por la tarde. Un trabajo muy profesional. En esta carnicería murieron tres inocentes, los que le acabo de citar: Marcel Minaüs, Yeta Iakovic y un niño. La madre de este último hizo una declaración, Antioche. Estaba completamente segura. Dijo que los asesinos perseguían a un cuarto hombre, un blanco, que se corresponde con su descripción. Unas horas más tarde, Milan Kalev murió en un almacén, degollado como un animal.

Renuncié a beber más té chino.

—No comprendo nada de lo que me dice —balbuceé.

Rickiel dejó las aceitunas y me miró fijamente a los ojos. Sus gafas reflejaban su vaso de güisqui como dos chispas rojas de fuego.

—Nuestros servicios conocían a Kalev y a Sikkov. Kalev era un mercenario búlgaro, más o menos médico, que tenía la costumbre de torturar a sus víctimas con un bisturí de alta frecuencia. Nada de sangre, nada de huellas, pero inimaginables sufrimientos producidos con toda delicadeza. Sikkov era un instructor militar. En los años setenta formaba a las tropas de Amín Dada en Uganda. Era un especialista en armamento automático. Estos dos pájaros eran particularmente peligrosos.

Rickiel se calló un momento y luego soltó la bomba:

—Trabajaban para Mundo Único.

Me hice el sorprendido.

—¿Mercenarios en una organización humanitaria?

—Muchas veces pueden ser útiles, para proteger los almacenes o para proporcionar la seguridad del personal.

—¿Adonde quiere llegar, Rickiel?

—A Mundo Único. Y a su extraña hipótesis.

—¿Y bien?

—Usted cree que Max Böhm vivía, sobrevivía, habría que decir, sometido a una única persona: el virtuoso cirujano que lo salvó de una muerte segura en agosto de 1977.

—Absolutamente.

—Según usted, este médico ejercía su influencia sobre Böhm a través de Mundo Único. Por eso dejó el viejo suizo toda su fortuna a esta organización, ¿no es así?

—Sí.

Rickiel metió una mano debajo de su amplio jersey y sacó un delgado informe del que extrajo una hoja mecanografiada.

—Quisiera enseñarle algunos hechos que, creo, corroboran sus suposiciones.

La sorpresa me cortaba el aliento.

—También yo he hecho una investigación sobre esta asociación. Mundo Único guarda muchos secretos. Es difícil saber hasta dónde llegan sus actividades, el número de médicos que tiene o el de sus donantes. Pero he descubierto, al investigar a Böhm, hechos muy extraños. Max Böhm invertía la mayor parte de sus ganancias ilícitas en Mundo Único. Cada año «donaba» a la asociación varios cientos de miles de francos suizos. Estos informes están, a mi parecer, incompletos. Böhm utilizaba varios bancos y, con seguridad, cuentas numeradas. Por tanto, es difícil tener una idea exacta del importe de sus transferencias. Pero hay una cosa segura: pertenecía al club de los 1001. Usted conoce el sistema, sin duda. Pero lo que ignora es que Böhm había invertido en el momento de la creación del club un millón de francos suizos, prácticamente un millón de dólares. Fue en el año 1980, dos años antes del comienzo del tráfico de diamantes.

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