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Authors: Jean-Christophe Grange

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco

El vuelo de las cigüeñas (2 page)

En seguida las cosas tomaron un giro inesperado. El primer encuentro con Max Böhm, confuso y misterioso, quedó grabado con todo detalle en mi memoria.

Aquel día, el 17 de mayo de 1991, hacia las cuatro de la tarde, llegué al número 3 de la rue du Lac, después de haber deambulado durante un tiempo por las calles estrechas de la parte alta de Montreux. Al salir de una plaza, llena de farolas medievales, descubrí un chalé, en cuya puerta de madera maciza ponía: «Max Böhm». Llamé al timbre. Pasó un minuto largo, y después un hombre de unos sesenta años, de complexión fuerte, me abrió la puerta con una amplia sonrisa.

—¿Es usted Louis Antioche? —preguntó. Asentí y al momento entré en la casa de Max Böhm.

El interior del chalé se parecía al barrio. Las habitaciones eran estrechas y estaban excesivamente decoradas, llenas de recovecos, de estanterías y de cortinas que, visiblemente, no tapaban ninguna ventana. El suelo tenía numerosos escalones y tarimas. Böhm apartó una cortina y me invitó a bajar con él al sótano. Entramos en una habitación de paredes blancas, amueblada solamente con una mesa de madera de haya, sobre la cual había una máquina de escribir y muchos documentos. De la pared en la que se apoyaba la mesa colgaban un mapa de Europa y de África y múltiples grabados de pájaros. Me senté. Böhm me propuso tomar un té. Acepté con gusto, ya que no bebo otra cosa que té. Con movimientos rápidos, Böhm sacó un termo, tazas, azúcar y limones. Mientras él se atareaba en esto, lo observé con la mayor atención.

Era bajo, macizo, y su pelo, cortado a cepillo, era ya totalmente blanco. Su cara redonda estaba cruzada por un pequeño bigote, también cano. Su complexión y sus gestos pesados le daban una apariencia hosca, como de enfado, aunque su aspecto respiraba una extraña bondad. Sobre todo sus ojos rasgados parecían sonreír siempre.

Böhm sirvió el té con mucho cuidado. Sus manos eran gordas, con dedos sin gracia. «Un hombre de madera», pensé. Se adivinaba en él algo vagamente militar, un pasado de guerra o de actividades brutales. Por fin se sentó, cruzó las manos y comenzó a hablar con voz agradable:

—Así que usted pertenece a la familia de mis viejos amigos, los Braesler.

Me aclaré la garganta y dije:

—Soy su hijo adoptivo.

—Creía que no tenían hijos.

—Y no los tuvieron. Quiero decir, hijos naturales —Böhm no dijo nada y yo proseguí—. Mis verdaderos padres eran amigos íntimos de los Braesler. Cuando yo tenía siete años, mi madre, mi padre y mi hermano murieron en un incendio. Yo no tenía más familia. Georges y Nelly me adoptaron.

—Nelly me ha hablado de sus aptitudes intelectuales.

—Temo que haya exagerado un poco en este sentido.

Abrí mi portafolios y saqué unos papeles.

—He traído mi
curriculum vitae
—le dije.

Böhm apartó los folios con la palma de la mano. Una mano enorme, poderosa, capaz de romper la muñeca de la otra solo con dos dedos. Él me dijo:

—Confío totalmente en lo que Nelly diga. ¿Le ha hablado de la «misión» que tengo reservada para usted? ¿Le ha prevenido de que el asunto es algo muy particular?

—Nelly no me ha dicho nada.

Böhm se calló y me observó atentamente. Parecía espiar la menor de mis reacciones.

—A mis años, la jubilación y el ocio me llevan a mantener algunos caprichos. Mi cariño por ciertos seres es muy profundo.

—¿De quiénes se trata? —pregunté.

—No son personas.

Böhm se calló. Evidentemente, le gustaba el suspense. Por fin, murmuró:

—Se trata de cigüeñas.

—¿Cigüeñas?

—Mire usted, yo soy un amante de la naturaleza. Desde hace cuarenta años me intereso por los pájaros. Cuando era joven devoraba libros de ornitología, pasaba horas en los bosques, con los gemelos en la mano, para observar cada especie. La cigüeña blanca ocupa un lugar especial en mi corazón. Me gustaba sobre todo porque es un fantástico pájaro migratorio, capaz de recorrer más de veinte mil kilómetros cada año. Al final del verano, cuando las cigüeñas emprenden el vuelo en dirección a África, yo partía un poco también, con toda mi alma, con ellas. Más tarde, elegí un trabajo que me permitió viajar y seguir a los pájaros. Soy ingeniero de obras públicas, señor Antioche, ahora ya jubilado. Durante toda mi vida me las arreglé para trabajar en grandes obras en Oriente Medio, en África, siempre en la ruta de los pájaros. Hoy en día no me muevo de aquí, pero estudio todos los años las migraciones. He escrito varios libros sobre este tema.

—Yo no sé nada de las cigüeñas. ¿Qué espera usted de mí?

—A eso voy —Böhm bebió un trago de té—. Desde que estoy retirado, aquí, en Montreux, las cigüeñas están en plena forma. Cada primavera, mis parejas regresan y encuentran de forma precisa su nido. Es algo reglado, como el papel pautado de los músicos. Sin embargo, este año, las cigüeñas del este no han vuelto.

—¿Qué quiere usted decir?

—De las setecientas parejas migratorias censadas en Alemania y en Polonia, solo ha regresado una cincuentena, entre marzo y abril. Esperé varias semanas, no me moví del sitio, pero fue en vano. Los pájaros no volvieron.

El ornitólogo me pareció de golpe más viejo y más solitario. Le pregunté:

—¿Tiene usted alguna explicación?

—Quizá allá abajo haya sucedido alguna catástrofe ecológica. O han sufrido los efectos de un nuevo insecticida. Pero no son más que conjeturas. Y yo quiero certezas.

—¿En qué puedo ayudarle?

—En el próximo mes de agosto, decenas de cigüeñas se dispondrán, como cada año, a emprender su vuelo migratorio. Quiero que usted las siga, día tras día; quiero que usted recorra, exactamente, su itinerario; quiero que observe todas las dificultades que puedan encontrar. Que pregunte a la gente, a la policía, a los ornitólogos locales. Quiero que descubra por qué mis cigüeñas han desaparecido.

Las intenciones de Max Böhm me dejaron estupefacto.

—¿No está usted mil veces más cualificado que yo para…?

—He jurado no volver a poner jamás los pies en África. Además, tengo cincuenta y siete años y mi corazón es frágil. No puedo con esa tarea.

—¿No tiene usted un ayudante, un joven ornitólogo que pueda hacer la investigación de campo?

—No me gustan los especialistas. Quiero un hombre sin prejuicios, sin conocimientos específicos, una persona abierta, que vaya en busca del misterio. ¿Acepta usted? ¿Sí o no?

—Acepto —respondí sin vacilar—. ¿Cuándo debo partir?

—Con las cigüeñas, a finales de agosto. El viaje durará alrededor de dos meses. En octubre, los pájaros ya estarán en Sudán. Si es que pasa algo de lo que pienso, será, creo yo, antes de esta fecha. Si no, usted regresará y el enigma seguirá. Su sueldo será de quince mil francos al mes, más los gastos. Le pagará nuestra asociación: la APCE (Asociación para la Protección de la Cigüeña Europea). No somos muy ricos, pero he previsto para usted las mejores condiciones para viajar: vuelos en primera clase, coches de alquiler, hoteles confortables. Se le entregará un adelanto hacia mediados de agosto, con los billetes de avión y las reservas. ¿Le parece razonable mi propuesta?

—Soy su hombre. Pero, dígame antes una cosa: ¿cómo conoció usted a los Braesler?

—En 1987, en un congreso ornitológico organizado en Metz. El tema tratado era: «Las cigüeñas en peligro en Europa occidental». Georges hizo una intervención muy interesante sobre las grullas grises.

Más tarde, Max Böhm me llevó a través de Suiza a visitar algunas granjas en las que criaban cigüeñas domésticas, cuyos polluelos volvían a ser aves migratorias, eran las mismas que yo tenía que seguir. Mientras viajábamos, el ornitólogo me dio algunas explicaciones sobre mi próximo viaje. Primero, que se conocía aproximadamente el itinerario de los pájaros, después que las cigüeñas no recorrían más de unos cien kilómetros por día. Finalmente, Böhm tenía un método seguro de localizar las cigüeñas europeas: las anillas. Cada primavera fijaba en las patas de las cigüeñas una anilla que indicaba su fecha de nacimiento y su número de identificación. Armado con un par de gemelos, podía, pues, cada tarde, localizar a «sus pájaros». A todo esto se añadía el hecho de que, en cada país, Böhm estaba en contacto con ornitólogos que me ayudarían y que contestarían a mis preguntas. En estas condiciones, Böhm no dudaba de que yo descubriría lo que les había pasado a los pájaros en su camino de vuelta la primavera anterior.

Tres meses más tarde, el 17 de agosto de 1991, Max Böhm me telefoneó, totalmente alterado. Regresaba de Alemania, en donde había comprobado la inminencia de la partida de las cigüeñas. Había ingresado en mi cuenta bancaria un adelanto de cincuenta mil francos (dos sueldos anticipados, más una cantidad para los primeros gastos, también me enviaba, por DHL, los billetes de avión, los contratos de los coches de alquiler y la lista de hoteles reservados. El ornitólogo había añadido un billete de tren «París-Lausana». Deseaba volver a verme por última vez, para verificar juntos los pasos del proyecto.

Así, el 19 de agosto, a las siete de la mañana, me puse en camino, cargado de guías, visados y medicamentos. Había llenado mí bolsa de viaje con lo mínimo imprescindible. El resto de mis cosas —ordenador incluido— iba en una maleta de tamaño medio a la que se añadía una pequeña mochila. Todo estaba en orden. Por el contrario, mi corazón se enfrentaba a un caos increíble: esperanza, excitación, aprehensión se mezclaban en un confusión que me quemaba por dentro.

3

Hoy, sin embargo, todo ha acabado, paradójicamente antes de haber comenzado. Max Böhm no habría de saber jamás por qué, sus cigüeñas desaparecieron. Y yo tampoco, por descontado; porque, con su muerte, mi investigación se acababa. Iba a reembolsar el dinero a la asociación y volver a mis libros. Mi carrera de aventurero había sido fulminante. No me sorprendía este final abortado. Después de todo, yo nunca fui más que un estudiante ocioso. No hay ninguna razón para que me convirtiese de un día para otro en un perfecto aventurero.

Pero todavía espero, aquí en el hospital, la llegada del inspector de policía y el resultado de la autopsia. Porque, claro, había que hacerle la autopsia. El médico de guardia se puso a ello desde el primer momento, una vez recibida la autorización de la policía. Max Böhm, aparentemente, no tenía familia. ¿Qué le había pasado al viejo Max? ¿Una crisis cardiaca? ¿Un ataque de las cigüeñas? La pregunta exigía una respuesta clara; por eso ahora iban a diseccionar el cuerpo del ornitólogo.

—¿Es usted Louis Antioche?

Enfrascado en mis pensamientos, no me había dado cuenta de la presencia del hombre que se había sentado a mi lado. Su voz era amable, su rostro también. Una cara alargada de rasgos finos, bajo un mechón nervioso. Dejaba caer sobre mí una mirada inquisitiva todavía velada por el sueño. No se había afeitado y se notaba que esto no era lo habitual. Llevaba un pantalón de tela, ligero y de buen corte, una camisa Lacoste azul lavanda. Vestíamos prácticamente de la misma manera, salvo que mi camisa era negra y mi cocodrilo había sido sustituido por una calavera. Respondí:

—Sí. ¿Es usted policía? —él asintió y juntó sus dos manos, como si se dispusiese a rezar:

—Inspector Dumaz. De guardia esta noche. Feo asunto este de hoy. ¿Ha sido usted quien lo ha encontrado?

—Sí.

—¿Cómo estaba?

—Muerto.

Dumaz se encogió de hombros y sacó un cuaderno de notas:

—¿En qué circunstancias lo ha encontrado?

Le conté mis pesquisas de la víspera. Dumaz tomaba notas, lentamente. Preguntó:

—¿Es usted francés?

—Sí. Vivo en París.

El inspector anotó mi dirección con todo cuidado.

—¿Conocía a Max Böhm de antes?

—No.

—¿Cuál era la naturaleza de sus relaciones?

Decidí mentir:

—Soy ornitólogo aficionado. Habíamos previsto, él y yo, organizar un programa educativo sobre diferentes pájaros.

—¿Cuáles?

—La cigüeña blanca, principalmente.

—¿Cuál es su profesión?

—Acabo de terminar mis estudios.

—¿Qué tipo de estudios? ¿Ornitología?

—No. Historia, filosofía.

—¿Qué edad tiene usted?

—Treinta y dos años.

El inspector dejó escapar un ligero silbido:

—Usted ha tenido la suerte de haber podido dedicarse a su pasión durante mucho tiempo. Yo tengo esa edad y trabajo en la policía desde hace trece años.

—La historia no me apasiona en absoluto —dije con tono tajante.

Dumaz fijó la vista en la pared de enfrente. Otra vez la misma sonrisa inquisitiva se deslizó por sus labios:

—Mi trabajo tampoco me apasiona, se lo aseguro.

Me miró de nuevo:

—Según usted, ¿cuánto tiempo llevaba muerto Max Böhm?

—Desde anteayer. La tarde del 17, el guarda lo vio subir al nido, pero no lo vio bajar.

—¿De qué ha muerto en su opinión?

—No lo sé. Una crisis cardíaca, quizá. Las cigüeñas habían comenzado ya a… alimentarse de él.

—He visto el cuerpo antes de la autopsia. ¿Tiene algo que añadir?

—No.

—Tiene que firmar su declaración en la comisaría del centro de la ciudad. Se podrá marchar antes del mediodía. Aquí está la dirección —Dumaz suspiró—. Esta muerte va a dar que hablar. Böhm era una celebridad. Debe saber que fue él quien reintrodujo las cigüeñas en Suiza. Es algo que aquí valoramos mucho.

Se calló y luego, con una leve sonrisa, dijo:

—Lleva usted una camisa curiosa… Muy adecuada para la circunstancia, ¿no le parece?

Esperaba que dijera esto desde el principio. Una mujer morena, pequeña y fornida, apareció y salvó la situación. Su bata blanca estaba manchada de sangre, su cara era rojiza y estaba cruzada por muchas arrugas. Era de ese tipo de gente curtida por la vida y de vuelta de todo. Cosa extraordinaria en este universo de algodón y silencio, llevaba unos tacones que sonaban a cada paso que daba. Se acercó. Su aliento apestaba a tabaco.

—¿Están ustedes aquí por Böhm? —preguntó con voz ronca.

Nos levantamos. Dumaz hizo las presentaciones:

—Este es Louis Antioche, estudiante, amigo de Max Böhm —percibí una leve nota de ironía en su voz—. Fue quien descubrió el cuerpo, esta noche pasada. Yo soy el inspector Dumaz, de la policía federal.

—Catherine Warel, cirujana cardiovascular. La autopsia ha sido larga —dijo quitándose el sudor de la frente—. El caso ha sido más complicado de lo previsto. Primero, a causa de las heridas. Picotazos en la carne. Parece que fue descubierto en un nido de cigüeñas. Por Dios, ¿qué hacía allí arriba?

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