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Authors: Jean-Christophe Grange

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco

El vuelo de las cigüeñas (28 page)

En aquel momento, el tiempo se detuvo. Levanté la vista y observé la inmensa sala vacía. A pesar del sudor que perlaba mi cara, estaba helado. El informe de la autopsia de Philippe Böhm parecía confundirse con el de la de Rajko Nicolitch. Por dos veces, con trece años de intervalo, habían matado y robado el corazón de la víctima y dejado creer que había sido un animal. Pero, además de este descubrimiento aterrador, comprendí cuál era el secreto del destino de Max Böhm, lo que había pasado en las tinieblas de la jungla en el curso de la expedición PR 154: le habían trasplantado el corazón de su hijo en su propio cuerpo.

34

La noche no me trajo ningún alivio. El lunes 16 de septiembre me levanté como un sonámbulo. Mi sueño no había sido más que un largo terror habitado por los sufrimientos del joven Philippe Böhm. Quedé petrificado por el horror que me producía la vida de Max Böhm, que había sacrificado a su propio hijo para sobrevivir. Más que nunca, estaba convencido que a mi investigación sobre los diamantes se unía otra mucho más difícil, tras la pista de asesinos de excepción a los que el viejo Max estaba ligado por un pacto de sangre.

Bebí el té en el balcón de mi habitación. A las ocho y media sonó el timbre del teléfono. Era la voz de Bonafé:

—¿Antioche? Puede darme las gracias, amigo mío. He podido ponerme en contacto con el ministro este fin de semana. Su autorización le espera en el despacho del secretario general del ministerio, esta misma mañana. Vaya lo antes posible. Pongo a su disposición uno de nuestros coches, puede recogerlo esta tarde, a las dos. Gabriel lo llevará y le explicará lo que debe llevar, cosas como alimentos, regalos, material, etc. Una última cosa: le dará una bolsa con cien cartuchos, pero sea usted discreto en cuanto a esto. Buena suerte.

Colgó. Había llegado el momento. La selva me esperaba.

Unas horas más tarde, ya estaba en camino a bordo de un Peugeot 404 familiar que había reemplazado al todoterreno previsto, conducido por Gabriel, que llevaba una camisa en la que se podía leer: «Sida. Yo me protejo. Yo uso preservativos». En la espalda llevaba dibujado un mapa de la República Centroafricana metido dentro de un preservativo.

A la salida de Bangui, un control militar nos cerró el paso. Unos soldados despechugados, con cara de pocos amigos y las metralletas llenas de polvo, nos ordenaron parar. Nos explicaron que iban a «proceder a una verificación de nuestros carnés de identidad y luego a un registro reglamentario de nuestro vehículo». Rápidamente, Gabriel fue a una tienda de campaña donde estaba el jefe de control con el pasaporte y la autorización en la mano. Dos minutos después, estaba de vuelta y la barrera se levantaba. Los caminos de la administración africana son insondables.

A partir de este momento, el paisaje cobró un color fluorescente. Los árboles y las lianas brotaban por todas partes, encajonando la arteria de asfalto.

—Es la única carretera asfaltada de la República Centroafricana —me explicó Gabriel—. Conduce a Berengo, el antiguo palacio de Bokassa.

El sol ya no calentaba con tanta fuerza, y, con la velocidad, el viento nos traía aromas dulces y suaves. Nos cruzamos con seres orgullosos, que caminaban al borde del asfalto, con esa gracia que solo los negros parecen poseer. Una vez más, las mujeres me cortaban la respiración. Eran como flores solitarias, altas y flexibles, deambulando con total naturalidad entre la hierba…

Cincuenta kilómetros más tarde, nos encontramos con otra barrera. Estábamos a punto de entrar en la provincia de Lobaye. De nuevo, Gabriel negoció con los soldados. Bajé del coche. El cielo se había oscurecido. Aparecieron inmensas nubes de color violáceo. En los árboles piaban bandadas de pájaros, parecían temer la proximidad de una tormenta. Reinaba allí una agitación inquietante. Había camiones estacionados, hombres que bebían, codo con codo, en improvisados mostradores, mujeres que vendían toda clase de productos depositados en el suelo…

La mayoría de ellas ofrecían orugas vivas, peludas y coloradas, que se retorcían en el fondo de unos grandes barreños. Arrodilladas delante de su mercancía, incitaban a la venta hablando a voz en grito:

—Patrón, es la temporada de las orugas. La temporada de la vida, de las vitaminas…

De pronto, estalló la tormenta. Gabriel me propuso que nos fuésemos a tomar un té a casa de sus hermanos musulmanes. Nos instalamos en una tienda improvisada y, por primera vez, bebí un té auténtico en compañía de hombres con chilabas blancas y el gorrito característico. Durante varios minutos, observé, escuché y admiré la lluvia. Fue un encuentro, un cara a cara íntimo que me produjo una agradable sensación de tranquilidad, de bienestar.

—Gabriel, ¿tú conoces a un tal M'Diaye, aquí en Mbaïki?

—Claro. Es el presidente de la prefectura. Tenemos que hacerle una visita de cortesía. M'Diaye es el que tiene que firmar tu permiso.

Media hora más tarde, la lluvia cesó. Reanudamos nuestro camino. Eran ya las cuatro. Gabriel sacó de la guantera una bolsa de plástico llena de balas negras y grandes. Metí dieciséis cartuchos en el cargador y luego lo encajé en la culata de la Glock 21. Gabriel no hizo ningún comentario. Me observaba por el rabillo del ojo. Llevar una pistola automática en la selva no tenía nada de extraño. Sin embargo, era la primera vez que veía un arma como aquella, tan ligera, con unos ruidos metálicos tan discretos y suaves.

Por fin, apareció Mbaïki. Era un conjunto de chozas de tierra y chapa, distribuidas en pequeños barrios inconexos, en la ladera de una colina. En la cima había una gran mansión, pintada de color azul claro.

—La casa de M'Diaye —dijo Gabriel—. Podemos ir en coche hasta la misma verja de entrada.

Penetramos en un jardín caótico, lleno de lianas y de plantas de hojas gigantes. Rápidamente aparecieron los niños. Nos miraban con curiosidad, escondidos detrás de los árboles, riéndose. La casa parecía un recuerdo de la época colonial. Muy grande, con un gran techo de chapa ondulada, debió de haber sido magnífica, pero ahora parecía dejarse morir bajo las sucesivas lluvias y los rigores del sol. Cortinas rotas ocupaban el hueco de puertas y ventanas.

M'Diaye nos esperaba en la puerta, con ojos enrojecidos.

Después de los saludos acostumbrados, Gabriel largó un extenso discurso lleno de explicaciones complicadas a propósito de mi expedición y en el que a cada instante repetía «Señor presidente». M'Diaye escuchaba, con la mirada puesta en otra parte. Era un hombre bajito, de hombros caídos, de los que salía una cabeza cubierta con un
canotier
descolorido. Su rostro era borroso y su mirada todavía más. Tenía delante de mí el tipo acusado de borracho africano, con una buena cogorza ya. Finalmente, nos invitó a entrar.

El salón principal estaba sumido en sombras. Se podía escuchar el ruido de los goterones de agua que caían de las paredes. Lentamente, muy lentamente, M'Diaye sacó un bolígrafo de un cajón para firmar mi autorización. A través de la cortina de una puerta lateral, vi el patio trasero, en el que una negra gorda, de pechos oblongos, aliñaba una masa hormigueante de orugas. Empalaba las larvas en una ramita acabada en punta y luego las ponía en las brasas. Los niños corrían y revoloteaban a su alrededor. M'Diaye seguía sin firmar. Se dirigió a Gabriel y le dijo:

—La selva es peligrosa en esta estación.

—Sí, señor presidente.

—Hay animales salvajes. Las pistas son muy malas.

—Sí, señor presidente.

—No sé si puedo autorizarle a que viaje en estas condiciones…

—Sí, señor presidente.

—En caso de accidente, ¿cómo podría ayudarle?

—No lo sé, señor presidente.

Se hizo un silencio. Gabriel había adoptado el gesto atento de un buen alumno. M'Diaye abordó el problema esencial:

—Necesitaría algo de dinero. Una garantía, para que yo pueda ayudarle en caso de necesidad.

Aquella mascarada pasaba ya de la raya.

—M'Diaye, quiero hablarle —le dije—. Es un asunto importante.

El presidente me miró. Parecía que acabara de descubrirme.

—¿Un asunto importante? —Su mirada flotó un momento por la habitación—. Bebamos, entonces.

—¿Dónde?

—En el café. Justo detrás de la casa.

Fuera había vuelto la lluvia, ahora muy fina y molesta. M'Diaye nos llevó a una tasca. El suelo era de tierra batida y las mesas eran cajas a las que les habían dado la vuelta. M'Diaye pidió una cerveza y yo una soda. El presidente me miró con sus ojos cansados.

—Le escucho —dijo.

Me metí de lleno en asunto, sin más preámbulos.

—¿Se acuerda de Max Böhm?

—¿De quién?

—Estuvo aquí hace quince años, era un blanco que supervisaba las minas de diamantes.

—No lo recuerdo.

—Un hombre fuerte, duro y cruel, que aterrorizaba a los obreros y vivía en la selva.

—No, de verdad.

Golpeé con el puño en la mesa. Los vasos saltaron. Gabriel me miró con estupor.

—M'Diaye, usted era joven en aquella época. Acababa de recibir su diploma de médico. Usted firmó la autopsia de Philippe Böhm, el hijo de Max. Eso no pudo haberlo olvidado. El chico fue desmembrado, su cuerpo estaba lleno de heridas y su corazón había desaparecido. Tengo todos los detalles obtenidos de su propio certificado. Lo tengo aquí, firmado de su puño y letra.

El médico no dijo nada. Sus ojos rojos me miraron fijamente. Cogió el vaso, a tientas, sin dejar de mirarme. Llevó la cerveza a la boca, lentamente, y le dio unos pequeños sorbos. Descubrí la culata de la Glock, oculta debajo de mi chaqueta. Los demás clientes del bar salieron.

—Usted llegó a la conclusión de que había sido un ataque de un gorila. Maquilló un asesinato, sin duda por dinero, el día 28 de agosto de 1977. ¡Por todos los diablos, respóndame, doctor!

M'Diaye volvió la cabeza y se llevó de nuevo el vaso a los labios. Desenfundé la Glock y golpeé a aquel borracho en la cara. Cayó de espaldas y fue a dar contra la pared de chapa. Su sombrero voló por los aires. Trozos de vidrio se le incrustaron en la carne. Debajo de la piel desgarrada de su mejilla podía verse una encía. Gabriel intentó retenerme, pero lo rechacé brutalmente. Cogí a M'Diaye y le metí el cañón del arma en las narices.

—¡Cabrón! —le grité—. Blanqueaste un asesinato con tus mentiras. Tú encubriste a los asesinos del niño y…

M'Diaye alzó blandamente un brazo:

—Yo… hablaré —miró a Gabriel y después dijo muy bajo—: déjanos solos…

El negro se marchó. M'Diaye se apoyó contra la pared de chapa ondulada. Le dije en voz baja:

—¿Quién encontró el cuerpo?

—Ellos… eran varios.

—¿Quiénes?

El borracho tardó en responder. Apreté todavía más mi arma contra su cara.

—Los blancos… Unos días antes…

Aflojé un poco la presión, aunque siempre con la Glock a la altura de sus narices.

—Una expedición… iban en busca de filones de diamantes, en la selva.

—Ya lo sé. Fue la PR 154. Quiero nombres.

—Estaban Max Böhm y su hijo, Philippe Böhm. Y otro blanco, un afrikáner. No recuerdo cómo se llamaba.

—¿Eso es todo?

—No. Estaba también Otto Kiefer, el hombre de Bokassa.

—¿Otto Kiefer iba en esa expedición?

—Sí… sí.

De repente, comprendí que había una nueva relación: Max Böhm y Otto Kiefer estaban unidos no solo por su interés por los diamantes, sino también por aquella noche salvaje. El presidente se limpió la boca. La sangre corría por su camisa. Prosiguió:

—Los blancos pasaron por aquí, por Mbaïki, y luego se fueron a la SCAD.

—¿Y a continuación?

—No sé nada. Una semana más tarde, el gran blanco, el sudafricano, regresó solo.

—¿Dio alguna explicación?

—Ninguna. Regresó a Bangui. No se le volvió a ver jamás.

—¿Y los otros?

—Dos días más tarde, apareció Otto Kiefer. Vino a verme al hospital y me dijo: «Tengo un cliente para ti en la camioneta». Era un cuerpo, Dios mío, el cuerpo de un blanco, con el pecho abierto. Las tripas le salían por todas partes. Un momento después, reconocí al hijo de Max Böhm. Kiefer me dijo: «Un gorila lo destrozó. Es necesario que le hagas la autopsia». Me puse a temblar de pies a cabeza. Kiefer me gritó: «¡Hazle la autopsia, por todos los diablos. Y recuerda: lo destrozó un gorila». Comencé el trabajo en uno de los bloques destinados a operaciones.

—¿Y bien?

—Una hora más tarde, Kiefer volvió. Yo temblaba de miedo. Se me aproximó y me preguntó: «¿Has acabado?». Le dije que no había sido un gorila el que había matado a Philippe Böhm. Me dijo que cerrara la boca y sacó un fajo de francos franceses. Eran billetes de quinientos francos, totalmente nuevos y crujientes. Y los metió dentro del pecho abierto del cadáver. Señor, no olvidaré jamás aquel dinero que flotaba sobre las vísceras. El checo me dijo: «No te pido que cuentes tonterías», y continuaba metiendo en el cadáver billetes nuevos. «Solo que confirmes que se trata del ataque de un gorila». Quise replicarle, pero salió rápidamente. Había dejado dos millones en aquella herida abierta. Los recuperé y los limpié. Luego redacté el informe tal y como me había pedido.

La sangre me quemaba en las venas. M'Diaye me miraba fijamente, con sus ojos vidriosos. Apunté de nuevo el arma a su cara y le dije:

—Háblame del cadáver.

—Las heridas… eran demasiado limpias. No eran en absoluto las marcas de unas garras, como escribí. Eran las marcas de un bisturí. Sobre esto, no me cabe duda. Y lo más extraño era que el corazón había desaparecido. Cuando entré en la cavidad torácica, descubrí los cortes de las arterias y las venas. El trabajo de un profesional. Comprendí que le habían robado el corazón.

—Continúa —le dije con voz temblorosa.

—Cerré el cuerpo y acabé el informe. «Ataque de un gorila». Asunto cerrado.

—¿Por qué no inventaste una muerte más simple? Una crisis de paludismo, por ejemplo.

—Imposible. Estaba en Bangui el doctor Carl, e iba a ver el cuerpo.

—¿Dónde está ahora el doctor Carl?

—Murió. El tifus se lo llevó hace dos años.

—¿Cómo acabó la historia de Philippe Böhm?

—No lo sé.

—En tu opinión, ¿quién hizo esa operación asesina?

—Ni idea. En todo caso, era un cirujano.

—¿Has vuelto a ver a Max Böhm?

—Nunca.

—¿Has oído hablar de un dispensario que hay en la selva, más allá de la frontera con el Congo?

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