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Authors: Jean-Christophe Grange

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco

El vuelo de las cigüeñas (6 page)

7

Cada mañana, a las cinco, Joro venía a buscarme. Tomábamos té en la pequeña plaza de Sarovar, llena de luz en aquella oscuridad azulada. Inmediatamente después, partíamos. Primero íbamos por las colinas que rodean Bratislava y sus humaredas acidas. Después, atravesábamos prados llenos de olor a fertilizante y de nubes de polvo. Las cigüeñas eran escasas. A veces, alrededor de las once, aparecía una bandada grande, tan alta en el cielo que apenas era visible. Quinientos pájaros negros y blancos, que daban vueltas en el azul, guiados por su instinto infalible. Este movimiento en espiral era muy extraño, yo me esperaba un vuelo rectilíneo, con las alas oblicuas y los picos levantados. Pero recordé las palabras de Böhm: «La cigüeña blanca no vuela activamente durante la emigración. Planea aprovechando las corrientes de aire caliente que la llevan. Una especie de canales invisibles, nacidos de una química particular de la atmósfera…». Así, los pájaros enfilaban exactamente el sur, deslizándose por el aire caliente.

Por la tarde consultaba los datos del satélite. Recibía la posición de cada cigüeña, los grados exactos de latitud y longitud, con precisión incluso de minutos. Con la ayuda de un mapa de carreteras, no resultaba nada difícil seguir el recorrido de los pájaros. En mi portátil señalaba las localizaciones en un mapa de Europa y África. Experimentaba así el placer de ver cómo las cigüeñas se desplazaban en mi pantalla.

Había dos tipos de cigüeñas. Las cigüeñas de Europa occidental pasaban por España y el estrecho de Gibraltar para alcanzar el norte de África. Su vuelo se enriquecía con millares de otros pájaros hasta llegar a Mali, a Senegal, a la República Centroafricana o al Congo. Las cigüeñas del este, mucho más numerosas, partían de Polonia, de Rusia, de Alemania. Franqueaban el Bósforo, luego Oriente Próximo y llegaban a Egipto, a través del canal de Suez. Después se iban a Sudán, a Kenia o, todavía más abajo, a Sudáfrica. Un viaje como este podía suponer unos veinte mil kilómetros.

De los veinte ejemplares equipados con balizas, doce habían tomado la ruta del este, y los demás la del oeste. Las cigüeñas orientales seguían este camino: desde Berlín habían atravesado Alemania del Este, cruzado Dresde, después toda Polonia hasta llegar a Checoslovaquia para reunirse en Bratislava, donde yo las esperaba. El seguimiento por satélite iba de maravilla. Ulrich Wagner estaba entusiasmado: «Es fantástico —me dijo por teléfono al tercer día—. Con las anillas, se necesitaron decenas de años para trazar una ruta aproximada. Con las balizas, en un mes conoceremos el itinerario exacto de las cigüeñas».

Durante esos días, me pareció que Suiza y sus misterios jamás habían existido. Sin embargo, la tarde del 23 de agosto recibí en el hotel un fax de Hervé Dumaz. Le había avisado de mi partida, pero le había advertido de que, de momento, yo solo me preocuparía de las cigüeñas, no del pasado de Max Böhm. El inspector federal, por el contrario, estaba obsesionado con el viejo suizo. Su primer fax era una verdadera novela, escrita con un estilo nervioso y brusco, que contrastaba con la suavidad de sus gestos. Utilizaba además un tono amistoso muy diferente al de nuestro último encuentro.

From: Hervé Dumaz

To: Louis Antioche

Hotel Hilton, Bratislava

Montreux, 23/agosto/1991, 20 horas

Estimado Louis:

¿Cómo va su viaje? Por mi parte, avanza a pasos de gigante. Cuatro días de pesquisas me han permitido saber con certeza todo lo que sigue.

Max Böhm nació en 1934, en Montreux. Hijo único de un matrimonio de anticuarios, hizo sus estudios en Lausana y obtuvo el diploma de ingeniero a los veintiséis anos. Tres más tarde, en 1963, partió para Mali por cuenta de la sociedad de Ingeniería SOGEP. Participó en el estudio de un proyecto de construcción de diques en el delta del Níger. Disturbios políticos le forzaron a regresar a Suiza en 1963. Böhm se embarcó después para Egipto, siempre a las órdenes de la SOGEP, para trabajar en las obras de la presa de Asuán. En 1967, la Guerra de los Seis Días le obligó, una vez más, a volver a su país. Después de pasar un año en Suiza, Böhm salió en 1969 para Sudáfrica, donde permaneció dos años. Esta vez trabajó para la compañía De Beers, la mayor empresa de diamantes del mundo. Supervisó la construcción de sus infraestructuras mineras. Después se instaló en la RCA (República Centroafricana), en agosto de 1972. El país estaba en manos de Jean-Bedel Bokassa.

Böhm llegó a ser consejero técnica del presidente. Dirigió muchas obras: construcciones, plantaciones de café, minas de diamantes. En 1977, mi investigación entra en una zona de sombras de más o menos un año. No hay rastro de Max Böhm hasta principios de 1979, en Suiza, en Montreux. Está envejecido, marcado por esos años de África: a los cuarenta y cinco años Böhm ya solo se ocupa exclusivamente de las cigüeñas.

Por otra parte, todas las personas con las que me puse en contacto, antiguos colegas que lo conocieron de cerca, me proporcionaron un retrato unánime: Böhm era un hombre intransigente, riguroso y cruel. Con frecuencia me hablaron de su pasión por los pájaros, que con el tiempo se transformó en obsesión.

En cuanto a su familia, he hecho descubrimientos interesantes. Max Böhm conoció a su mujer. Irene, cuando tenía veintiocho años, en 1962. Se casaron en seguida. Algunos meses más tarde, de esta unión nació un niño, Philippe. El ingeniero tenía una gran pasión par su familia, que lo seguía a todas partes y tenía que adaptarse a condiciones climáticas y culturas diferentes. Sin embarga, Irene rompe esta costumbre a comienzos de los setenta. Vuelve a Suiza y espacia cada vez más sus viajes a África, aunque escribe regularmente a su marido y a su hijo. En 1976 vuelve definitivamente a Montreux. Al año siguiente muere de un cáncer generalizado: Max desapareció aproximadamente por esta época. A partir de este momento pierdo también el rastro de su hijo, Philippe, que tenía quince años. Después, nada de nada. Philippe Böhm no apareció cuando la muerte de su padre. ¿Ha muerto también él? ¿Vive en el extranjero? Misterio.

Sobre la fortuna de Böhm no he encontrado nada que no supiera ya. Los análisis de sus cuentas personales y el de su asociación demuestran que el ingeniero tenía más de ochocientos mil francos suizos. No he encontrado nada sobre la cuenta numerada, aunque estoy seguro de que existe. ¿Cuándo y cómo amasó Böhm tal fortuna? Con tantos traslados y viajes en su vida profesional, sin duda se dedicó al tráfico ilegal. Ocasiones no debieron de faltarle. Me inclino más bien por sus relaciones e intrigas con Bokassa —oro, diamantes, marfil…—. Actualmente estoy esperando que me entreguen un resumen del proceso de este dictador. Quizá en él el nombre de Böhm aparezca en algún sitio.

Por el momento, el gran enigma que nos queda es el trasplante de corazón. La doctora Catherine Warel me prometió investigar en las clínicas y hospitales suizos, pero no ha encontrado nada. Ni en Francia ni en ninguna parte de Europa. Entonces, ¿dónde y cuándo? ¿En África? Es menos absurdo de lo que parece: el primer trasplante de corazón que se realizó en un ser humano fue en 1957, y lo hizo Christian Barnard, en Ciudad del Cabo, Sudáfrica. En 1968, Barnard tuvo éxito con un segundo trasplante de corazón. Böhm llegó a Sudáfrica en 1969. ¿Fue operado por Barnard? Sin embargo, comprobé que el suizo no aparece en los archivos del hospital Groote Schuur.

Otra cosa extraña: Max Böhm parecía estar más sano que una manzana. Registré una vez más su casa en busca de una receta, de un análisis, de una ficha médica. Nada. Estudié sus cuentas bancarias, sus facturas de teléfono: ningún cheque, ningún contacto que lo ligue de cerca o de lejos con un cardiólogo o con una clínica. Sin embargo, un trasplantado no es un enfermo corriente. Tiene que visitar regularmente a un médico, efectuarse electrocardiogramas, biopsias, múltiples análisis. ¿Iba al extranjero para hacerse estos exámenes? Böhm hacía numerosos viajes por Europa, porque las cigüeñas le daban excelentes motivos para ir a Bélgica, Francia, Alemania, etc. En este sentido, estamos en un punto muerto.

Pero estoy en ello. Como usted ve, Max Böhm es el hombre de todos los misterios. Créame, Louis, hay caso Böhm. Aquí, en la comisaría de Montreux, ya se ha archivado el expediente. Los periódicos recogen el duelo por Böhm y se extienden sobre «el hombre de las cigüeñas». ¡Qué ironía! El entierro tuvo lugar en el cementerio de Montreux. Hubo representación oficial, y las personalidades de la ciudad rivalizaron en soltar discursitos vacíos.

Última noticia: Böhm ha legado en su testamento toda su fortuna a una organización humanitaria muy célebre en Suiza: Mundo Único. Este hecho puede ser, quizá, una nueva pista.

Continúo la investigación.

Envíeme sus noticias.

Hervé Dumaz.

El inspector me dejó pasmado. En pocos días había reunido informaciones sólidas. Le envié un fax inmediatamente como respuesta, pero no le hablé de los documentos de Böhm. Sentía remordimientos, pero un extraño pudor era más fuerte que yo. Intuía que era preciso guardar las apariencias, desconfiar de aquellos documentos en los que la violencia era demasiado evidente.

Eran las dos de la mañana. Apagué la luz y permanecí así, mirando las sombras que se dibujaban en la pared. ¿Cuál era el verdadero secreto de Max Böhm? Y, en todo aquel asunto, ¿qué papel tenían las cigüeñas, que parecían interesar a tanta gente? ¿Albergarían tal vez secretos cuya violencia me sobrepasaba? Más que nunca, estaba decidido a seguirlas. Hasta el final de su misterio.

8

Al día siguiente me levanté tarde, con un fuerte dolor de cabeza. Joro me esperaba en el vestíbulo. Salimos en seguida. Durante la jornada, Joro me preguntó por mi vida en París, mi historia personal, mis estudios. Estábamos sentados en el suelo, en la ladera de una colina. El campo chisporroteaba por el calor y algunos borregos ramoneaban los arbustos secos.

—¿Y mujeres, Louis? ¿Tienes alguna en París?

—Tuve, tuve algunas, pero yo soy más bien del género solitario. Y las mujeres no parece que me echen de menos.

—¿Ah, no? Creí que con tus chaquetas a la moda gustabas a las parisinas.

—Es un problema de contacto —bromeé, y le enseñé mis manos monstruosas, con las uñas retorcidas, que pertenecían a mi oscuro pasado.

Joro se aproximó y examinó con atención mis cicatrices. Soltó entre dientes un pequeño silbido, a medio camino entre la admiración y la compasión.

—¿Cómo te hiciste eso, chico? —murmuró.

—Era muy joven, en el campo —le mentí—. Una lámpara de petróleo me explotó en las manos.

Joro se sentó a mi lado y repitió varias veces «Dios santo». Yo tenía la costumbre de variar las mentiras sobre mi accidente. Esta actitud se había transformado en un tic, una forma de responder a la curiosidad de los otros y de disimular mi malestar. Pero Joro añadió, con voz sorda:

—Yo también tengo mis cicatrices.

Y giró entonces sus manos paralíticas. Unas cicatrices atroces desgarraban sus palmas. Con dificultad soltó los primeros botones de su camisa. Las mismas laceraciones atravesaban su pecho, como filamentos terribles, marcados regularmente por puntos más anchos, claros y rosados. Comprendí que había decidido revelarme cosas de su vida, el secreto de su carne. Y me las relató con voz apagada en un francés perfecto, que parecía haber perfeccionado con el único fin de contar mejor su destino.

—Cuando el ejército del pacto de Varsovia invadió el país, en 1968, yo tenía treinta años, como tú ahora. La invasión significó para mí el fin de la esperanza, el fin del socialismo con rostro humano. En ese momento vivía en Praga con mi familia. Todavía recuerdo cómo vibraba el suelo al paso de los carros de combate. Un traqueteo terrible, como de raíces que avanzasen bajo tierra. Recuerdo los primeros disparos, los culatazos, las detenciones. No podía creerlo. La ciudad, la vida, todo, de golpe, ya no tenía ningún sentido. La gente se encerraba en sus casas. La muerte, el miedo se había apoderado de nuestras calles, de nuestros cerebros. Comenzamos a resistir, sobre todo los jóvenes. Pero los carros hacían papilla nuestros cuerpos, nuestra rebelión. Entonces, mi familia y yo tomamos la decisión de huir a Occidente, por Bratislava. Parecía posible, si se piensa lo cerca que está Austria.

»Mis dos hermanas fueron abatidas nada más franquear las alambradas de la frontera. Mi padre recibió una ráfaga de balas en la cabeza. La mitad de su cara desapareció junto con su gorra. Mi madre quedó enganchada en los pinchos de la alambrada. Intenté liberarla, pero no había manera. Gritaba y pataleaba como una loca. Cuanto más se movía, más se le clavaban los pinchos en su abrigo y en su carne; las balas silbaban por encima de nuestras cabezas. Yo estaba lleno de sangre, pero tiraba y tiraba de los hijos de puta de los alambres con toda la fuerza de mis manos. Los gritos de mi madre vivirán conmigo hasta mi muerte.

Joro encendió otro pitillo. Hacía mucho tiempo que no hablaba de estas atrocidades.

»Los rusos nos detuvieron. Jamás volví a ver a mi madre. Pasé cuatro años en un campo de trabajo, en Piodv. Cuatro años reventando en el frío y el barro, con un pico atado a la mano. Pensaba sin descanso en mi madre, en las alambradas. Recorría con la mirada las alambradas que cercaban el campo, tocaba con los dedos esos hierros que habían matado a mi madre. Es culpa mía, pensaba. Culpa mía. Y apretaba las manos contra esos pinchos, hasta que la sangre brotaba entre mis dedos cerrados. Un día robé unos trozos de alambre y me fabriqué una abrazadera de púas que llevaba bajo la chaqueta. Cada golpe de pico, cada movimiento me desgarraba los músculos. Practicaba así una especie de expiación. Al cabo de varios meses me llené todo el cuerpo de alambres. Ya no podía trabajar. El menor gesto que hacía me martirizaba y las heridas se infectaban. Al final, me derrumbé. No era más que una pura llaga, una gangrena, que goteaba sangre y pus.

»Me desperté varios días después en la enfermería. Mis miembros no eran más que intensos dolores, mi cuerpo un desgarramiento total. Fue entonces cuando me fijé en ellos. En un estado de semiinconsciencia, vi pájaros blancos, a través de los cristales sucios. Creí que eran ángeles. Pensé: estoy en el cielo, los ángeles vienen a recibirme. Pero no, estaba todavía en el mismo infierno. No era más que la primavera, y las cigüeñas regresaban. Durante mi convalecencia comencé a observarlas. Había varias parejas instaladas en lo más alto de las torres de vigilancia. ¿Cómo te diría? Eran pájaros resplandecientes, por encima de tanta miseria, de tanta crueldad. Esta visión me dio valor. Me sorprendió su comportamiento, cómo cada pareja empollaba los huevos por turnos, los picos negros de los cigoñinos, los primeros intentos de vuelo y luego, ya en agosto, la gran partida… Durante cuatro años, cada primavera, las cigüeñas me proporcionaron la fuerza suficiente para vivir. Mis pesadillas estaban siempre allí, bajo mi piel, pero los pájaros, claros en el azul del cielo, eran la cuerda a la cual yo me agarraba. Una cuerda sucia, puedes creerme, pero que me ayudó a sobrellevar mis penas. A apencar con el trabajo como un perro bajo las botas de los rusos, a oír cómo chillaban los muchachos a los que torturaban, a llenarme de barro y a tiritar de frío en el hielo. Fue entonces cuando aprendí francés, con un militante comunista que estaba allí, no se sabe por qué. Una vez fuera, me saqué el carné del partido y me compré unos prismáticos.

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