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Authors: Jean-Christophe Grange

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco

El vuelo de las cigüeñas (5 page)

Bratislava era una gran ciudad gris y aburrida, cruzada por largas avenidas con bloques de edificios rectangulares a cada lado, por las que circulaban pequeños coches rojos o azul claro, que parecían querer asfixiar la ciudad a golpe de gruesas nubes de humo negruzco. A esta atmósfera irrespirable se añadía un intenso calor. Sin embargo, a mí me gustaba este ambiente, cada detalle de esta nueva situación. La muerte de Böhm y los temores pasados por la mañana me parecían estar ya a años luz.

En sus notas, Max Böhm explicaba que Joro Grybinski era taxista en la estación central de Bratislava. Encontré la estación sin dificultad. Aquellos taxistas, conductores de coches Skoda o Trabant, me dijeron que Joro acababa su jornada a las siete de la tarde. Me aconsejaron esperar en un pequeño café, frente a la estación. Me acerqué a la terraza atestada de turistas alemanes y hermosas secretarias. Tomé un té y le pedí al camarero que me avisase cuando Joro llegase. Luego me dediqué a observar todo lo que estaba al alcance de mi mirada. Saboreaba ahora la distancia que, repentinamente, me separaba de mi vida anterior. En París vivía en un piso grande, situado en la cuarta planta de un inmueble burgués, en el bulevar Raspail. De las seis habitaciones de que disponía, solo utilizaba tres: el salón, el dormitorio y el despacho. Me gustaba deambular por aquel amplio espacio, tan vacío y silencioso. Era un regalo de mis padres adoptivos. Uno de sus muchos regalos que me facilitaron la existencia, pero que no suscitaron en mí la menor muestra de gratitud. Detestaba a los dos viejos. Pensaba que no eran más que dos aburridos burgueses, que se habían preocupado por mí, pero de lejos.

En veinticinco años, ellos no me habían escrito más que algunas cartas y no me habían visitado más que cuatro o cinco veces en total. Todo sucedía como si ellos hubiesen hecho una oscura promesa a mis desaparecidos padres, que cumplían con total discreción a base de regalos y de cheques. Hacía mucho tiempo que no esperaba ya ningún gesto de ternura por su parte. Mi trato con los dos personajes consistía únicamente en aprovecharme de su dinero con una secreta amargura por mi parte.

La última vez que vi a los Braesler fue en 1982, cuando me entregaron las llaves del piso. La pareja de viejos ofrecía un aspecto poco lucido. Nelly tenía cincuenta años. Pequeña y seca como un higo, se ponía pelucas azuladas y no paraba de soltar grititos como de pájaro enjaulado. Estaba borracha desde la mañana hasta la noche. En cuanto a Georges, no era mucho más brillante. A este antiguo embajador de Francia, amigo de André Gide y de Valery Larbaud, parecía que ahora le gustaba más la compañía de las grullas grises que la de ninguno de sus contemporáneos. Por otra parte, no se expresaba más que con monosílabos y meneos de cabeza.

Yo mismo llevaba una vida totalmente solitaria. No tenía mujer, pocos amigos, y nunca salía. Había experimentado todo aquello, de una vez, cuando tenía veinte años, pero ahora lo consideraba una etapa pasada. A la edad en que se queman los años en juergas y excesos, yo me había encerrado en la soledad, el ascetismo y los estudios. Durante cerca de diez años, recorrí bibliotecas, tomé notas, maduré y escribí más de mil páginas con mis reflexiones. Repartía mi vida entre la dificultad, abstracta, del mundo del pensamiento, y la soledad, concreta, del mundo cotidiano frente a la pantalla parpadeante de mi ordenador.

Mi único capricho era mi dandismo. Siempre tuve problemas para describirme físicamente. Mi rostro es una mezcla: por un lado, cierta finura: rasgos cincelados por arrugas precoces, pómulos salientes, frente alta; por el otro, párpados caídos, barbilla prominente y nariz ancha. Mi cuerpo presenta la misma ambivalencia. A pesar de mi altura, es fornido y musculoso. Por todo eso ponía especial cuidado en escoger la ropa apropiada. Vestía siempre chaquetas de cortes atrevidos y pantalones de raya impecable. Me gustaban ciertas audacias en los colores, en el diseño, en el menor detalle. Era de los que pensaban que llevar una camisa roja o una chaqueta con cinco botones constituía un verdadero acto vital. Pero ahora, ¡qué lejos me queda todo eso!

El sol se ponía en Bratislava. Empleé cada minuto que pasaba en oír fragmentos de un lenguaje desconocido y en respirar la contaminación de aquellos coches achacosos.

A las siete y media, un hombre de baja estatura se me acercó:

—¿Louis Antioche?

Me levanté para saludarlo, pero pronto volví a meter la mano en el bolsillo, porque Joro no me tendió la suya.

—¿Joro Grybinski, supongo?

Asintió con la cabeza. Parecía la encarnación de una tormenta. Mechones de pelo gris azotaban su frente, los ojos brillaban en el fondo de las órbitas y su boca era dura, orgullosa. Joro debía de andar por los cincuenta. Llevaba una ropa muy pobretona, pero nada podría alterar la nobleza de sus rasgos, de sus gestos.

Le expliqué el motivo de mi estancia en Bratislava, mi deseo de sorprender a los pájaros en su vuelo migratorio. Su rostro se iluminó. Rápidamente me explicó que él venía observando a las cigüeñas desde hacía más de veinte años, que en la región conocía todos sus lugares preferidos. Dejaba caer sus frases como sentencias en un francés desastroso. Le dije a mi vez que disponía de un satélite y que podría obtener así localizaciones muy precisas. Después de haberme escuchado muy atento, una sonrisa apareció en sus labios: «No hay necesidad de ningún satélite para encontrar a las cigüeñas. Venga».

Nos metimos en su coche, un Skoda reluciente de limpio. A la salida de Bratislava atravesamos unos complejos industriales sobre los que se levantaban chimeneas de ladrillo, de esas que aparecen en los folletos de propaganda socialista. Olores insoportables nos perseguían junto con el calor: ácidos, nauseabundos, inquietantes. Después encontramos inmensas canteras habitadas por monstruos metálicos. Por fin, apareció el campo, desierto y desnudo. Efluvios de fertilizantes sustituyeron a los olores industriales. Aquellos terrenos parecían sometidos a un sistema de producción excesiva, lo suficiente como para agotar el mismísimo corazón de la Tierra.

Atravesamos campos de trigo, de colza y de maíz. A lo lejos, pesados tractores levantaban nubes de paja y de polvo. La temperatura era aquí más suave y la atmósfera más profunda. Mientras conducía, Joro escrutaba el horizonte, veía lo que yo no veía y se detenía allí donde, a primera vista, nada parecía pasar.

Finalmente, tomó por un sendero lleno de guijarros, en el que dominaban el silencio y la calma. Luego rodeamos una laguna, verde e inmóvil. Numerosos pájaros iban y venían. Garzas, grullas, milanos y espulgabueyes se agrupaban en bandadas. Pero ningún pájaro negro y blanco. Joro hizo una mueca. La ausencia de cigüeñas parecía excepcional. Esperamos. Joro, impasible como una estatua, con los prismáticos en la mano; yo, a su lado, sentado en la tierra requemada. Aproveché para preguntarle:

—¿Usted anilla a las cigüeñas?

Joro dejó los prismáticos:

—¿Para qué? Ellas van y vienen. ¿Para qué numerarlas? Yo sé dónde anidan. Todos los años cada cigüeña vuelve al mismo nido. Es matemático.

—Durante la migración, ¿ve pasar cigüeñas anilladas?

—Claro que sí. Y llevo la cuenta.

—¿La cuenta?

—Anoto los números que veo. El lugar, el día, la hora. Me pagan por ello. Un suizo.

—¿Max Böhm?

—El mismo.

El ornitólogo no me había advertido de que Joro era uno de sus «centinelas».

—¿Desde cuándo le paga?

—Desde hace unos diez años.

—¿Por qué cree que lo hace?

—Porque está loco.

Joro repitió «está loco», y giró su dedo índice sobre la sien.

—En primavera, cuando las cigüeñas regresan, Böhm me telefonea todos los días: «¿Has visto pasar tal número? ¿Y tal otro?». En esos momentos se pone como mal de la cabeza. En el mes de mayo, cuando ya todos los pájaros han regresado, respira tranquilo y ya no me llama más. Este año ha sido terrible, porque casi ninguna ha vuelto. Creí que Böhm la iba a palmar. Pero bueno, él paga y yo hago mi tarea.

Joro me inspiraba confianza. Le dije que yo también trabajaba para Max Böhm, pero no le dije que el suizo había muerto. Esta situación reforzó nuestra complicidad. Para Joro, yo era un francés, por lo tanto, un occidental rico y despreciable. Pero el hecho de saber que trabajábamos para el mismo hombre hizo que olvidase todos sus prejuicios. En seguida me tuteó. Le enseñé las fotografías de las cigüeñas y después le pregunté:

—¿Tú tienes idea de por qué desaparecen los pájaros?

—Solo ha desaparecido un cierto grupo de cigüeñas.

—¿Qué quieres decir?

—Las cigüeñas anilladas no han regresado. En concreto, aquellas que llevaban dos anillas.

Esta información era fundamental. Joro cogió las fotografías.

—Mira aquí —dijo tendiéndome algunas fotos—. La mayoría de los pájaros llevan dos anillas —«dos anillas», insistió—. Las dos en la pata derecha, por encima de la articulación. Esto significa que las dos anillas se le colocaron a la cigüeña cuando estaba en tierra.

—¿Qué quieres decir?

—En Europa se fija la primera anilla cuando los cigoñinos aún no vuelan. Para colocar la segunda es preciso que el pájaro sea inmovilizado más tarde, de una forma u otra; porque esté enfermo, o herido. En ese momento se le fija la segunda anilla, con la fecha exacta de los cuidados que ha recibido. Esto se ve bien aquí, mira.

Joro me tendió la foto. En efecto, se distinguía en la imagen las fechas de las dos anillas: abril de 1984 y julio de 1987. Tres años después de su nacimiento, esta cigüeña había recibido los cuidados de Böhm.

—He tomado algunas notas —añadió Joro—. El setenta por ciento de las cigüeñas desaparecidas son ejemplares que llevan dos anillas. Cigüeñas cojas.

—¿Qué piensas tú de todo esto? —le pregunté.

Joro se encogió de hombros.

—Quizá haya una enfermedad en África, en Israel o en Turquía. Quizá estas cigüeñas hayan resistido menos que las otras. Quizá las dos anillas les impidan cazar con entera libertad en los bosques. No lo sé.

—¿Has hablado con Böhm?

Joro no me escuchaba. Había cogido los prismáticos y susurraba entre dientes:

—Mira, mira. Allá…

Después de algunos segundos, vi que aparecía en el cielo, todavía claro, una bandada de pájaros, flexible y ondulante. Avanzaban. Joro soltó un taco en eslovaco. Se había equivocado. No eran cigüeñas, sino milanos, que pasaban por delante de nosotros, allá, a lo alto. Sin embargo, Joro decidió seguirlos, por puro placer. Observé las rapaces en el silencio turbador de la tarde de verano. Me sorprendió su exquisita ligereza, virtud ignorada por los hombres. Mirándolos, comprendí que no había nada más mágico que el mundo de los pájaros, que esa gracia natural de su veloz vuelo.

Joro dejó de mirar por los prismáticos y se sentó en el suelo, a mi lado. Luego comenzó a liar un pitillo. Yo observaba sus manos y comprendí por qué él no me ofreció su diestra cuando nos presentamos. Estaban destrozadas por el reuma. Sus dedos se doblaban en ángulo recto desde la primera falange. Como los de Jules Berry, que los usaba con tanta clase en las películas de antes de la guerra. Como los de John Carradine, un actor de películas de terror, que no podía mover en absoluto aquel par de castañuelas petrificadas. Sin embargo, Joro lió su pitillo en pocos segundos. Antes de encenderlo, me preguntó:

—¿Qué edad tienes?

—Treinta y dos años.

—¿De qué parte de Francia eres?

—De París.

—Ah, París, París…

Una frase banal que, en la boca de aquel hombre envejecido, adquiría una resonancia curiosa, profunda. Encendió su pitillo y echó una mirada al horizonte:

—¿Böhm te paga por seguir a las cigüeñas?

—Exactamente.

—Bonito trabajo. ¿Piensas descubrir lo que les ha pasado?

—Sí.

—Yo también lo espero. Por Böhm; si no, reventará.

Dejé pasar unos instantes, y después se lo confesé:

—Max Böhm está muerto, Joro.

—¿Muerto? Eso no me extraña nada, chico.

Le expliqué las circunstancias de su fallecimiento. Joro no parecía sentir tristeza alguna. Salvo por su salario, claro. Comprobé que no le gustaba nada el suizo, ni los ornitólogos en general. Despreciaba a esos hombres que creen que las cigüeñas son de su propiedad, casi como si fuesen pájaros domésticos. Nada que ver con los millares de aves que surcan el cielo del Este, en total libertad.

A modo de epitafio, Joro me contó cómo había llegado Max Böhm a Bratislava en 1982 para proponerle esta misión de confianza. El suizo le había propuesto darle varios miles de coronas checas por observar el paso de las cigüeñas cada año. Joro lo había tomado por loco, pero había aceptado sin vacilar.

—Tiene gracia —me dijo, al tiempo que daba una calada a su cigarrillo— que me preguntes por esos pájaros.

—¿Por qué?

—Porque no eres el primero. En el mes de abril vinieron dos hombres y me hicieron las mismas preguntas.

—¿Quiénes eran?

—No lo sé. No se parecían en nada a ti, chico. Eran búlgaros, creo. Dos malas bestias, uno alto y el otro un retaco, no me fié ni un pelo de ellos. Los búlgaros son unos cabrones, todo el mundo lo sabe.

—¿Por qué se interesaban por las cigüeñas? ¿Eran ornitólogos?

—Me dijeron que pertenecían a una organización internacional, a Mundo Único. Y que estaban llevando a cabo una encuesta ecológica. No les creí una palabra. Aquellos sinvergüenzas tenían más bien pinta de espías.

Mundo Único. Este nombre traía a mi memoria algunos recuerdos. Esta asociación internacional se dedicaba a la acción humanitaria en todos los rincones del planeta, especialmente en los países en guerra.

—¿Qué les dijiste?

—Nada —sonrió Joro—. Se fueron y nada más.

—¿Les hablaste de Max Böhm?

—No. No tenían pinta de saber nada de ornitología. Dos topos, ya te he dicho.

A las ocho y media comenzó a anochecer. No habíamos visto ni una sola cigüeña, pero yo me había enterado de muchas cosas. Acabamos el día en Sarovar, el pueblo de Joro, acompañados por la cerveza checa y estruendosos relatos en lengua eslovaca. Los hombres llevaban gorros de fieltro y las mujeres se envolvían en largos delantales. Todos hablaban a voz en grito, Joro el primero; había ya olvidado su flema habitual. La noche era alegre y, a pesar del olor de la grasa de la parrilla, disfruté de esas horas pasadas junto a hombres alegres que me acogían con calor y sencillez. Más tarde, Joro me acompañó al Hotel Hilton de Bratislava en el que tenía una habitación reservada por Böhm. Le propuse a Joro pagarle unos días más, con el fin de que pudiésemos encontrar a las cigüeñas. El eslovaco aceptó con una sonrisa. Solo quedaba esperar que los pájaros acudieran a la cita los días siguientes.

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