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Authors: Jean-Christophe Grange

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco

El vuelo de las cigüeñas (4 page)

—¿Qué quiere decir con eso de «todos ustedes»?

—Los visitantes, los turistas —y señaló con la barbilla a los primeros paseantes de la mañana, a lo largo de la ribera—. Este rincón es muy romántico, ¿sabe usted? Se respira aquí un aire de eternidad, como suele decirse. Se diría que estamos en
La Nouvelle Héloïse
de Jean-Jacques Rousseau. Le voy a confiar un secreto: todos esos tópicos me fastidian. Yo creo que la mayoría de los suizos son como yo.

Esbocé una sonrisa:

—Se ha puesto usted muy cínico de repente. ¿Quiere beber algo?

—Un café bien cargado.

Llamé al camarero y le pedí un
espresso
. Dumaz se sentó a mi lado. Se puso unas gafas de sol y esperó en silencio. Escrutaba el paisaje con un serio interés. Cuando llegó el café, se lo bebió de un trago. Después dijo:

—No he parado desde que lo dejé. Primero tuve una conversación con la doctora Warel. Ya sabe, esa cosa pequeña y nicotínica, con su bata llena de sangre. Es nueva aquí. No creo que pudiese esperarse algo como esto —Dumaz se echó a reír—. ¡Dos semanas en Montreux y hete aquí que se le aparece un ornitólogo, descubierto en un nido de cigüeñas y semidevorado por sus pájaros! Al salir del hospital fui a mi casa para cambiarme. Después fui a la comisaría, para arreglar lo de su declaración —Dumaz se dio unos golpecitos en la chaqueta—. La tengo aquí a su disposición, puede firmarla ahora y no tendrá que desplazarse. Luego decidí hacer una breve visita a la casa de Max Böhm. Lo que encontré me permitió atar algunos cabos. En media hora obtuve todas las respuestas a mis preguntas. ¡Y aquí estoy!

—¿Alguna conclusión?

—Al contrario, no hay ninguna conclusión.

—No comprendo.

Dumaz juntó de nuevo las manos apoyándolas en la mesa, y luego se giró hacia mí:

—Ya se lo he dicho, Max Böhm era una celebridad. Necesitamos que su desaparición sea limpia, nada sospechosa. Algo claro y transparente.

—¿Y no fue así?

—Sí y no. Su muerte, salvo el extraño lugar en que se produjo, no ofrece problemas. Una crisis cardíaca. Eso es indiscutible. Pero todo lo que la rodea no pega ni con cola. No quisiera manchar la memoria de un gran hombre. ¿Me comprende?

—¿Puede usted decirme qué es lo que no cuadra?

Dumaz me miró fijamente a través de sus gafas ahumadas:

—Más bien debería ser usted el que me informase.

—¿Qué quiere decir?

—¿Cuál era el verdadero motivo de su visita a Max Böhm?

—Ya se lo he explicado todo esta noche.

—Me ha mentido. He comprobado algunas cosas, y tengo pruebas de que su declaración es falsa.

No respondí. Dumaz continuó.

—Cuando fui a curiosear a la casa de Böhm, comprobé que alguien había estado allí antes. Diría incluso que habían estado registrando pocos minutos antes de mi llegada. Rápidamente llamé al Ecomuseo, donde Böhm tiene otro despacho. Un hombre como él debía guardar algunos informes por duplicado. Su secretaria, a pesar de lo temprano que era, aceptó echar una ojeada y dio en uno de los cajones con un informe inverosímil, a propósito de cigüeñas desaparecidas. Me ha mandado un fax con los principales datos del documento. ¿Debo continuar?

Yo observaba las aguas del lago. Pequeños veleros se destacaban en el horizonte dorado por el sol.

—Además está lo del banco. He telefoneado a la oficina bancaria de Böhm. El ornitólogo acababa de hacer una transferencia importante. Tengo el nombre, la dirección y el número del destinatario.

Un gran silencio se interpuso entre nosotros. Un silencio cristalino, como el aire de la mañana, que se rompía en múltiples direcciones. Tomé la iniciativa:

—Ahora sí que tiene una conclusión.

Dumaz sonrió y luego se quitó las gafas.

—Es solo una idea. Yo pienso que usted ha sido presa del pánico. La muerte de Böhm no es tan simple y va a comenzar una investigación. Además, usted acaba de cobrar un cheque importante destinado a una misión específica, y, de forma inexplicable, le ha entrado miedo. Se ha metido en casa de Böhm para robar el informe que le concernía y borrar toda huella de una relación entre ustedes. No le reprocho haberse quedado con el dinero. Seguro que lo devolverá. Pero esta infracción es muy grave…

Pensé en los tres sobres y repliqué precipitadamente:

—Inspector, el trabajo que Max Böhm me propuso se refería exclusivamente a las cigüeñas. No veo en eso nada sospechoso. Claro que voy a devolver el dinero a la asociación que…

—No hay tal asociación.

—¿Perdón?

—No hay tal asociación, en el sentido que usted cree. Böhm trabajaba solo, y era el único miembro de la APCE. Pagaba a algunos empleados, proporcionaba el material, alquilaba oficinas. Böhm no necesitaba el dinero de otros. Era inmensamente rico.

El estupor me bloqueó la garganta. Dumaz continuó:

—Su cuenta personal asciende a más de cien mil francos suizos. Y además, Böhm debe de tener una cuenta cifrada en uno de nuestros bancos. El ornitólogo, durante un tiempo, se dedicó a una actividad muy lucrativa.

—¿Qué va usted a hacer?

—De momento, nada. Este hombre está muerto y no tiene,
a priori
, familia alguna. Estoy seguro de que ha legado su fortuna a un organismo internacional de protección de la naturaleza, del tipo de WWF o Greenpeace. El caso, pues, está cerrado. Sin embargo, me gustaría profundizar en él. Necesito su ayuda.

—¿Mi ayuda?

—¿Ha encontrado algo en casa de Böhm esta mañana?

Los tres sobres pasaron por mi cabeza como meteoros de fuego.

—Aparte del informe que me concernía, nada.

Dumaz sonrió incrédulo. Se levantó.

—Demos un paseo, ¿quiere?

Lo seguí por la orilla del lago.

—Admitamos que usted no ha encontrado nada —me dijo—. Este hombre desconfiaba de todo y de todos. Yo mismo he dado por concluida la investigación esta mañana, porque no he conseguido gran cosa, ni siquiera algo seguro sobre su pasado, ni sobre su misteriosa operación. ¿Recuerda lo de su trasplante de corazón? Un enigma más. ¿Sabe usted lo que me ha revelado la doctora Warel? El corazón trasplantado de Böhm tiene un elemento extraño. Algo que no tiene nada que hacer allí. Una minúscula cápsula de titanio, el metal con el cual se fabrican algunas prótesis, suturada en la parte superior del órgano. Normalmente, se coloca en el trasplante un clip que permite realizar fácilmente las biopsias. Pero aquí no se trata de eso. Según la doctora Warel, esta pieza no tiene ninguna utilidad específica.

Guardé silencio. Pensé en las manchas de color claro de la radiografía. Mi cliché era, pues, el del segundo corazón. Le pregunté para zanjar ya la conversación:

—¿En qué puedo ayudarle, inspector?

—Böhm le ha pagado para seguir las migraciones de las cigüeñas. ¿Va usted a hacerlo?

—No. Devolveré el dinero. Si las cigüeñas eligieron desertar de Suiza o de Alemania, si fueron absorbidas por un tifón gigante, yo no puedo hacer nada. Y además no me importa.

—Una pena. Ese viaje nos habría sido de gran utilidad. He comenzado a rastrear, muy sucintamente, la carrera del ingeniero Max Böhm. Ese viaje nos permitiría remontarnos a su pasado a través de África o de Oriente Próximo.

—¿Qué idea tiene usted en mente?

—Un trabajo en colaboración. Yo, aquí; usted, allá abajo, en África. Yo investigo todo lo referente a su fortuna, a su operación. Obtengo los lugares y las fechas de sus misiones. Usted sigue las huellas de Böhm sobre el terreno, tras la pista de las cigüeñas. Nos comunicaremos regularmente. En pocas semanas habremos puesto en claro la vida de Max Böhm. Sus misterios, sus buenas acciones, sus tráficos.

—¿Sus tráficos?

—Es una palabra que me ha salido por casualidad.

—¿Qué sacaré yo de todo esto?

—Un bonito viaje. Y la discreción proverbial de Suiza —Dumaz se tocó el bolsillo de su chaqueta—. Firmaremos juntos su declaración. Y la olvidaremos.

—¿Y qué sacará usted?

—Mucho. En todo caso más que unos cheques de viaje robados o algún caniche extraviado. La vida diaria en el mes de agosto en Montreux no es muy divertida, señor Antioche, créame. Esta mañana no me he tragado nada de lo que me ha dicho sobre sus estudios. Uno no se pasa diez años de su vida en algo que no le entusiasma. Yo también he mentido: mi trabajo me apasiona, pero está muy por debajo de mis expectativas. Cada día que pasa, el aburrimiento aumenta. Quiero trabajar en algo más sólido. El destino de Böhm nos ofrece una posibilidad fantástica para investigar, y en eso podemos avanzar juntos. Un enigma de este calibre debería despertar su curiosidad intelectual. Piénselo.

—Ahora me vuelvo a Francia, le telefonearé mañana. Mi declaración puede esperar un día o dos, ¿o no?

El inspector asintió con una sonrisa. Me acompañó al coche y me tendió la mano al despedirse. Esquivé el gesto entrando en el descapotable. Dumaz sonrió otra vez, luego bloqueó la puerta entreabierta del coche. Después de un momento de silencio, me preguntó:

—¿Puedo hacerle una pregunta indiscreta?

Acepté con un leve movimiento de cabeza.

—¿Qué le ha pasado en las manos?

La pregunta me desarmó. Me miré los dedos, deformados desde hacía tantos años, con la piel ramificada en minúsculas cicatrices. Me encogí de hombros y contesté:

—Un accidente, cuando era niño. Vivía con un ama de cría que tenía una tintorería. Un día, uno de los recipientes llenos de ácido se derramó sobre mis manos. No sé más. La conmoción y el dolor borraron todo recuerdo de mi memoria.

Dumaz observaba mis manos. Sin duda había notado la deformidad de mis dedos la noche anterior y ahora podía finalmente satisfacer su curiosidad por estas viejas quemaduras. Dumaz me miró y añadió con voz suave:

—¿Esas cicatrices no tienen ninguna relación con el accidente de sus padres?

—¿Cómo sabe usted que mis padres tuvieron un accidente?

—El informe de Böhm es muy completo.

Arranqué y tomé la carretera del lago, sin mirar por el retrovisor. Algunos kilómetros más adelante ya había olvidado la indiscreción del inspector. Conducía en silencio, en dirección a Lausana.

Poco después, en un campo soleado, descubrí un conjunto de manchas negras y blancas. Detuve el vehículo y me aproximé con precaución. Cogí mis prismáticos. Las cigüeñas estaban allí. Tranquilas, con el pico en tierra, tomaban su primera comida del día. En aquella claridad dorada, su suave plumaje parecía de terciopelo. Brillante, espeso, limpio. Yo no tenía ninguna inclinación natural por los animales, pero estos pájaros, con su mirada de duquesa ofendida, eran verdaderamente interesantes.

La segunda vez que vi a Böhm fue en los campos de Weissembach. Parecía feliz al presentarme aquel pequeño mundo. A través de los campos cultivados su figura cuadrada caminaba en silencio hacia las jaulas. A pesar de su gordura, se movía con agilidad y ligereza. Con su camisa de manga corta, su pantalón de tela y los prismáticos colgados del cuello parecía un coronel jubilado dirigiendo una maniobra imaginaria. Al entrar en la granja, Böhm habló con las cigüeñas con voz dulce, llena de ternura. Los pájaros recularon en un primer momento y nos miraron de reojo.

Después, Böhm se acercó a un nido, colocado a un metro de altura. Era una corona de ramas y tierra, de más de un metro de envergadura, cuya superficie estaba lisa, limpia y cuidada. La cigüeña había abandonado el nido a su pesar y Böhm me mostró los cigoñinos que estaban en el centro. «¡Son seis, se da cuenta!». Los polluelos, minúsculos, tenían un plumaje grisáceo, tirando a verde. Abrían sus ojos redondos y se acurrucaban unos contra los otros. Percibí allí una curiosa intimidad, el corazón de un hogar tranquilo. La claridad de la tarde daba una dimensión extraña, fantasmagórica, a este espectáculo. De pronto, murmuró a mi lado: «¿Seducido, no?». Lo miré a los ojos y asentí en silencio.

A la mañana siguiente, Böhm, después de darme una gruesa carpeta llena con los contactos, los mapas, unas fotografías, cuando subíamos las escaleras de su despacho, se detuvo y me dijo con brusquedad: «Espero que me haya comprendido bien, Louis. Este asunto tiene para mí una gran importancia. Es absolutamente necesario encontrar a mis cigüeñas y saber por qué han desaparecido. ¡Es una cuestión de vida o muerte!». En la débil claridad de los últimos escalones percibí en su cara una expresión que me asustó. Era una máscara blanca, rígida, como si estuviera a punto de romperse. Sin duda alguna, Böhm estaba muerto de miedo.

A los lejos, los pájaros emprendieron el vuelo, lentamente. Los seguí con la mirada y vi cómo sus amplios movimientos rasgaban la luz de la mañana. Una sonrisa me vino a los labios, les deseé buen viaje y reemprendí mi camino.

Llegué a la estación de Lausana a los doce y media. Un tren de alta velocidad para París salía veinte minutos después. Encontré una cabina telefónica en el vestíbulo de la estación y llamé, casi por reflejo, a mi contestador. Había una llamada de Ulrich Wagner, un biólogo alemán al que había conocido un mes antes, durante mi preparación ornitológica. Ulrich y su equipo se disponían a seguir la migración de las cigüeñas por satélite. Habían colocado en una veintena de pájaros unas balizas diminutas, japonesas, y así podrían localizar a los animales, cada día y con precisión, gracias a las coordenadas de Argos. Me había ofrecido que consultara sus datos. Este sistema me ayudaría mucho, porque me evitaría correr detrás de anillas diminutas, difícilmente localizables. El mensaje telefónico decía: «¡Ya está, Louis, se van! El sistema funciona de maravilla. Llámeme. Le daré los números de las cigüeñas y sus localizaciones. Buena suerte».

Otra vez los pájaros volvían a alcanzarme. Salí de la cabina. La gente deambulaba por la estación, con las mejillas enrojecidas y grandes bolsas de viaje que les golpeaban las piernas. Los turistas paseaban, con gesto curioso y tranquilo. Miré el reloj y me fui a la parada de taxis. Esta vez tomé la dirección del aeropuerto.

SEGUNDA PARTE

SOFÍA, TIEMPO DE GUERRA

6

Después de haber cogido por los pelos un vuelo de Lausana a Viena, alquilé un coche en el aeropuerto y llegué al final del día a Bratislava.

Max Böhm me había dicho que esta ciudad sería mi primera etapa. Las cigüeñas de Alemania y de Polonia pasaban cada año por esta región. Desde allí podría desplazarme a distintos lugares y seguirlas a mi manera, sorprenderlas y vigilarlas, según las informaciones de Wagner. Además, tenía el nombre y la dirección de un ornitólogo eslovaco, Joro Grybinski, que hablaba francés. Avanzaría, pues, por terreno conocido.

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