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Authors: Agatha Christie

El testigo mudo (3 page)

—¿Comprendió ella lo que querías decir? —pregunto Theresa mientras sus bien dibujados labios se plegaban desdeñosamente.

—No estoy seguro. No quiso admitir mi punto de vista. Se limitó, un tanto despreciativamente, a darme las gracias por mi aviso, indicándome que sabría cuidar de sí misma. «Bueno —le dije yo—. Ya la avisé.» «Lo tendré en cuenta», contestó.

—En realidad, Charles, eres un loco rematado —dijo Theresa con voz colérica.

—¡Maldita sea, Theresa! Estoy un poco apurado. La vieja se limitó simplemente a darle vueltas al asunto. Apuesto cualquier cosa a que no gasta ni la décima parte de sus rentas... y, de todas formas, ¿en qué iba a gastarlas? Y aquí nos tienes; jóvenes y capaces de gozar de la vida, lo cual no impide que tía Emily sea capaz de vivir cien años. Yo necesito divertirme ahora... y tú también.

Theresa asintió, mientras comentaba en voz baja:

—No pueden comprender... Los viejos no... no pueden... no saben lo que es vivir.

Ambos hermanos guardaron silencio durante unos minutos.

Charles se levantó.

—Bueno, querida. Te deseo más suerte que la que he tenido yo. Aunque dudo que la tengas.

—Cuento con Rex para que me ayude. Si consigo que tía Emily se dé cuenta de lo mucho que vale y de lo importantísimo que es el proporcionarle una ocasión para que evite convertirse en un rutinario médico rural... ¡Oh, Charles! Unos pocos miles, justamente ahora, significarían tanto para nuestras vidas...

—Espero que lo consigas; pero no creo que tengas éxito. Has dilapidado un considerable capital en poco tiempo, gracias a la vida tan divertida que has llevado. Oye, Theresa, ¿crees que Bella o su marido lograrán algo?

—No creo que el dinero le proporcionase nada bueno a Bella. Parece siempre un saco de andrajos y sus gustos son puramente domésticos.

—Está bien —dijo Charles—. Pero supongo que necesitará algunas cosas para sus antipáticos hijos. Colegios, lecciones de música, etc. Y parte de ello, no es Bella... es Tanios. Apuesto a que mete la nariz en el dinero. ¡Fíate de un griego! ¿Sabías que gastó casi todo el dinero de Bella? Especuló con él y lo perdió.

—¿Supones que conseguirá algo de la vieja?

—No, si puedo evitarlo —replicó el joven.

Salió de la habitación y descendió la escalera.
Bob
estaba en el vestíbulo y se dirigió alegremente hacia Charles. El muchacho se hacía simpático a los perros.

El terrier corrió hacia la puerta del salón, se volvió y miró al recién llegado.

—¿Qué quieres? —dijo Charles.

Bob
movió la cola y miró fijamente los cajones del escritorio mientras profería un gruñido de súplica.

—¿Quieres algo de ahí dentro?

Charles abrió el cajón superior y levantó expresivamente las cejas.

—¡Vaya, vaya! —exclamó.

En un rincón se veía un pequeño montón de billetes. Los cogió y contó por encima su total. Haciendo un leve gesto sacó tres billetes de una libra y dos de diez chelines, guardándoselos en el bolsillo. Luego dejó cuidadosamente el resto donde lo había encontrado.

—Ésta ha sido una buena idea,
Bob
—dijo—. Tu tío Charles ya tiene con qué cubrir los gastos. Un poco de dinero nunca viene mal.

Bob
lanzó un ladrido cuando Charles cerró el cajón.

—Lo siento, chico —se excusó, abriendo el siguiente.

La pelota del perro estaba allí y la sacó.

—Aquí la tienes. Juega tú solo con ella.

Bob
cogió su juguete, corrió fuera del salón y poco después se oyó el ruido de la pelota al rebotar en los peldaños de la escalera.

Charles salió del jardín. Hacía una agradable y soleada mañana, percibiéndose el ligero perfume de las lilas.

La señorita Arundell y el doctor Tanios estaban sentados, hablando. El médico disertaba sobre las ventajas de una buena educación para los niños, como la inglesa, y de lo que él lamentaba no poder disponer de este lujo para sus propios hijos.

Charles sonrió maliciosamente. Tomó animada parte en la conversación, procurando intentar desviarla hacia otros temas.

Emily le dirigió una cariñosa sonrisa, lo cual hizo pensar al joven que a ella le divertía su táctica y que sutilmente le estaba incitando a que la prosiguiera.

El ánimo de Charles tomó de nuevo aliento. Tal vez, después de todo, antes de irse...

Charles era un incurable optimista.

El doctor Donaldson llegó aquella tarde en su coche y se llevó a Theresa con objeto de dar un paseo hasta Worthen Abbey, uno de los lugares más pintorescos de la localidad. Una vez allí se adentraron en el bosque.

Rex Donaldson relató a su novia, con todo detalle, las teorías sobre las que estaba trabajando y algunos de sus recientes experimentos. Ella entendía muy poco de todo aquello; pero sabía escuchar con naturalidad.

«¡Qué inteligente es Rex... y qué adorable resulta!», pensaba.

Su novio se detuvo y dijo con aire de duda:

—Me temo que todo esto sea música celestial para ti, Theresa.

—Es muy interesante lo que dices, querido —replicó ella—. Sigue. Tomas sangre de unos cobayas infectados y...

Donaldson prosiguió.

Poco después Theresa mirándolo dijo:

—Tu trabajo representa mucho para ti, ¿verdad?

—Naturalmente —contestó él.

Esto no le parecía muy natural a Theresa. Pocos de sus amigos trabajaban y cuando lo hacían se quejaban amargamente de ello.

Como hizo ya en varias ocasiones, pensó en lo impropio que resultaba el haberse enamorado de Rex Donaldson. ¿Por qué tenían que ocurrirle a una estas cosas, estas divertidas y extrañas locuras? Era una pregunta sin respuesta. Le había ocurrido y eso era todo.

Frunció el ceño, extrañándose de sí misma. Los componentes de su pandilla eran alegres y cínicos. Las aventuras amorosas eran necesarias en la vida, desde luego. Pero, ¿por qué tomarlas en serio? Se podía amar y dejarlo correr luego.

Sin embargo, sus sentimientos por Rex Donaldson eran diferentes; eran demasiado profundos. Comprendió instintivamente que esto no podía dejarlo correr. Tenía necesidad de él; simple y hondamente. Todo lo de Rex le fascinaba. Su calma y reserva, tan diferente de su propia vida, estéril y egoísta. La clara y lógica frialdad de su cerebro científico y, algo más, imperfectamente comprendido... Una fuerza secreta, enmascarada en el muchacho por sus maneras modestas y ligeramente pedantes; pero que ella no obstante percibía de un modo puramente instintivo, pero con absoluta claridad.

En Rex Donaldson había genio y el hecho de que su profesión fuera la más grande preocupación de su vida y de que la joven fuera sólo una parte, aunque necesaria, de su existencia, hacía que aumentara la atracción que ejercía sobre Theresa. La muchacha se dio cuenta, por primera vez en su vida egoísta y placentera, de que estaba contenta de ocupar el segundo puesto. Este descubrimiento le encantó. ¡Por Rex haría cualquier cosa... cualquier cosa!

—¡Qué complicación más molesta es el dinero! —exclamó impetuosamente—. Sólo con que tía Emily hubiera muerto ya, nos hubiéramos casado en seguida y tú podrías haberte trasladado a Londres para montar un laboratorio con muchos tubos de ensayo y conejillos de India. No te hubieras molestado más haciendo visitas a niños con paperas y a viejas enfermas del hígado.

—Pues no hay ninguna razón que impida a tu tía vivir todavía muchos años... si se cuida un poco —replicó Donaldson.

Theresa contestó desoladamente:

—Ya sé que...

Entretanto, en el gran dormitorio de dos camas y viejo mobiliario de roble, el doctor Tanios decía convencido a su esposa:

—Creo que he preparado bastante bien el terreno. Ahora te toca a ti, querida.

Estaba vertiendo agua con un antiguo jarro de porcelana en la palangana de porcelana china.

Bella, sentada frente al tocador, se maravillaba de que, a pesar de haberse peinado como Theresa, no tuviera su mismo aspecto.

Pasó un momento antes de que contestara.

—No creo que deba pedir dinero a tía Emily —dijo al fin.

—No es sólo por ti, Bella. Es por los niños. Ya sabes que las cosas no nos han ido bien.

Estaba vuelto de espaldas y no pudo ver la rápida mirada que ella le dirigió. Una mirada furtiva, encogida.

Con suave obstinación Bella continuó:

—Es igual. Creo que no... Tía Emily no es nada fácil de convencer. Puede ser generosa, pero no le gusta que le pidan nada.

Tanios se acercó a su esposa mientras se secaba las manos.

—Realmente, Bella, parece mentira que seas tan obstinada. Después de todo, ¿para qué hemos venido aquí?

—Yo no... —murmuró ella—. Nunca supuse que... fuera para pedir dinero.

—Sin embargo, estás de acuerdo conmigo en que la única esperanza, si queremos educar adecuadamente a los niños, es que tu tía nos ayude.

Bella no contestó. Se movió, intranquila.

Su cara mostraba la dulce y terca mirada que muchos y buenos maridos de mujeres estúpidas han conocido a su costa.

—Tal vez tía Emily sugiera... —dijo Bella.

—Es posible. Pero, por ahora no veo señales de tal cosa.

—Si hubiéramos traído con nosotros a los niños... —comentó la mujer—. Tía Emily no hubiera dejado de ayudar a Mary, con lo cariñosa que es. Y Edward es tan inteligente... y tan zalamero...

—No creo que a tu tía le gusten mucho los niños —replicó Tanios con sequedad—. Probablemente, lo más acertado ha sido no traerlos.

—Oh, Jacob; pero...

—Sí, sí, querida. Ya conozco tus sentimientos. Pero estas viejas solteronas inglesas... ¡Bah! No tienen nada de humano. Necesitamos actuar de la mejor forma posible, por Mary y por Edward, ¿no es eso? No creo que le resultase muy duro a la señorita Arundell ayudarnos un poco.

—Oh, por favor. Por favor, Jacob; ahora no. Estoy segura de que no sería oportuno. No quiero; ya te lo dije.

Tanios se detuvo a su lado y le pasó el brazo sobre los hombros. La mujer se estremeció y luego quedó quieta, casi rígida junto a su marido.

La voz del médico era amable cuando habló.

—De todas formas, Bella, creo... que harás lo que he dicho... Siempre lo has hecho, ya sabes... Al fin y al cabo... Sí; creo que harás lo que te he dicho...

Capítulo III
-
El accidente

Era el martes por la tarde. La puerta lateral que daba al jardín estaba abierta y la señorita Arundell, desde el umbral, lanzaba la pelota a
Bob
a lo largo del sendero. El terrier corría detrás de ella.

—Una carrera más,
Bob
—dijo Emily—. Pero buena...

La pelota rodó otra vez por el jardín, con
Bob
trotando a toda velocidad en su persecución.

La señorita Arundell se inclinó, recogió la pelota, que el perro había dejado a sus pies, y entró en la casa llevando a
Bob
pegado a los talones. Cerró la puerta y penetró en el salón, seguida todavía del perro. Abrió el cajón del escritorio y dejó en él la pelota.

En el reloj de la repisa de la chimenea eran las seis y media.

—No vendrá mal un poco de descanso antes de la cena,
Bob
.

Subió la escalera y se dirigió a su habitación. El perro la acompañó. Reposando en el gran canapé forrado de cretona floreada y con
Bob
a sus pies, la señorita Arundell suspiró.

Se alegraba de que fuera martes y de que al día siguiente se marcharan los invitados. No era que este fin de semana le hubiera descubierto ninguna cosa que ella no supiera antes. Pero lo había aprovechado para no olvidar lo que ya sabía.

—Supongo que me voy volviendo vieja... —pensó.

Y luego, con un pequeño estremecimiento de sorpresa:

—Soy una vieja...

Reposó con los ojos cerrados por espacio de media hora hasta que Ellen, la doncella más antigua de la casa, trajo agua caliente. Se levantó e hizo sus preparativos para la cena.

El doctor Donaldson tenía que cenar con ellos esa noche. Emily Arundell deseaba tener una oportunidad para estudiar al joven de cerca. Todavía le parecía un poco increíble que la exótica Theresa quisiera casarse con aquel tieso y pedante muchacho. Asimismo, se le antojaba extraño que él, siendo como era, deseara casarse con Theresa.

Notó, a medida que avanzaba la velada, que no conseguiría conocer mejor a Donaldson. Era muy cortés, muy formal y, según pensó Emily, intensamente obstinado. En su interior reconoció que el juicio de la señorita Peabody era acertado. El pensamiento cruzó rápido por su cerebro. «Había cosas mejores en nuestra juventud.»

Donaldson no tardó mucho en marcharse. A las diez se levantó para despedirse. Emily Arundell anunció poco después que se iba a la cama. Subió a su habitación y los demás no tardaron en imitar su ejemplo. Aquella noche parecían todos cansados. La señorita Lawson se quedó abajo para llevar a cabo las últimas tareas del día. Abrió la puerta para que
Bob
diera su acostumbrado paseo nocturno; esparció el fuego de la chimenea; puso delante de ella el biombo protector y apartó la alfombra por si saltaba alguna chispa.

Unos minutos después llegó casi sin aliento a la habitación de su señora.

—Creo que no he olvidado nada —dijo mientras dejaba el ovillo de lana, la bolsa de labor y un libro—. Espero que este libro le guste. La muchacha de la librería no tenía ninguno de los títulos que puso usted en la lista; pero me dijo que éste le gustará.

—Esa chica es una tonta —comentó la señorita Arundell—. Sus gustos literarios son de los peores con que jamás tropecé.

—Qué lástima. No sabe cuánto lo siento. Quizá debí...

—No diga tonterías. La culpa no es suya —dijo Emily.

Luego añadió con amabilidad:

—Supongo que se habrá divertido esta tarde.

La cara de Minnie Lawson se iluminó. Parecía mucho más joven.

—¡Oh, sí! Ha sido usted tan amable al darme permiso... he pasado un rato muy entretenido. Hemos hecho funcionar el grafómetro y ha escrito cosas muy interesantes. Hubo varios mensajes... Desde luego, no es lo mismo que las sesiones de velador... Julia Tripp ha tenido grandes éxitos con la escritura automática. Varios mensajes de los que se fueron. Esto... produce un sentimiento de gratitud... Que estas cosas las consienta...

Su señora la interrumpió con una ligera sonrisa.

—Será mejor que no la oiga el vicario.

—Pero en realidad, señorita Arundell, yo estoy convencida de que en eso no puede haber equivocación. Me gustaría que el señor Lonsdale investigara el asunto. Me parece que es muy estrecho de conciencia quien condena una cosa antes de haberla visto. Tanto Julia como Isabel Tripp son dos mujeres muy espirituales.

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